Jillian Hunter - Perverso como el pecado

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El apuesto oficial de caballería sir Gabriel Boscastle, regresa de Waterloo siendo un héroe, sólo para retomar su búsqueda de placeres prohibidos en Londres. No hay apuesta que este cínico caballero no acepte, ni mujer que no pueda seducir. Pero cuando viaja a la mansión campestre que ganó a las cartas, descubre que existe un juego al que jamás ha jugado, y que podría haber encontrado la horma de su zapato. Su contrincante y vecina no es otra que Alethea Claridge, la única persona que le plantó cara durante sus años más alocados y la única mujer que ha logrado capturar su corazón.
La hermosa y solitaria lady Alethea sigue, aparentemente, de luto por su prometido, que murió en la batalla. Pero bajo su escudo de fingida aflicción, oculta un atroz secreto que podría destruir su reputación para siempre. De modo que, cuando una noche este apuesto jinete regresa como un trueno a su vida, comprensiblemente recela de él. Alethea defendió a Gabriel cuando era un muchacho travieso. Pero ahora que es un seductor, le revela sus deseos sensuales sin la menor duda, pese a que jura que se reformará. ¿Se redimirá este irresistible granuja y le devolverá a Alethea la confianza en el amor o la arruinará para siempre? Alethea no tardará en tener la respuesta mientras Gabriel pone en tela de juicio todo lo que ella cree acerca del amor, de sí misma, y de lo que se precisa para ser un héroe.

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Jillian Hunter Perverso como el pecado 7 de la Serie La Familia Boscastle - фото 1

Jillian Hunter

Perverso como el pecado

7° de la Serie La Familia Boscastle

Wicked as Sin (2008)

CAPÍTULO 01

Enfield, Inglaterra. 1816.

El diablo había venido a tomar posesión de Helbourne Hall. Era un suceso no del todo sorprendente considerando la historia reciente del malvado titular de la escritura de la mansión. Lady Alethea Claridge no podía distinguir apropiadamente los detalles de la indigna llegada de su vecino con el agrietado catalejo que tenía en la ventana. Sin embargo, lo que logró percibir trajo poco consuelo a alguien que había buscado aislarse de los caballeros de mala conducta en sociedad. Junto a dos criados que estaban a su lado en la larga galería de la casa de su hermano, miraba al jinete en un embelesado silencio.

Mientras reconsideraba su dramática comparación de esta persona con Mefistófeles, se dio cuenta que podía decir más amablemente, que parecía un oscuro caballero de épocas brumosas, con la misión de arrasar con todo. Esta imagen le habría dado más seguridad, si hubiese comprendido la verdadera naturaleza de su búsqueda.

El alto usurpador, envuelto en una capa oscura, se sentaba en su hermoso andaluz negro como si dirigiera una brigada de caballería. Vociferó bajando la cuesta iluminada por la luna con una indiferencia apocalíptica por la seguridad y el decoro.

¿Estaba atacando o huyendo? No vio que nadie lo persiguiese.

– La esposa del posadero dijo que casi lo habían matado en Waterloo -dijo en voz baja, la señora Sudley, el ama de llaves, agolpándose para ver más cerca-. Tiene cicatrices horrendas en el cuello, de una herida que hubiese matado a un hombre normal.

– Creí que había dejado de escuchar habladurías -murmuró Alethea-. Aun más, ese irreflexivo despliegue de equitación, no podría haber sido efectuado por un hombre que no estuviese en el máximo de su destreza física, a menos que sea un fantasma.

El fuerte sonido nasal de la señora Sudley, indicó que se había ofendido.

– Solo escuché lo que se dice en el pueblo por su propio bien, Lady Alethea.

– ¿Por mi bien? -Alethea la miró por el rabillo del ojo-. ¿Qué tengo que ver con él?

La señora Sudley frunció el ceño.

– Es vital saber, para su bienestar, si resultará un buen guardián de su finca.

Alethea suspiró ante esta improbable posibilidad.

– ¿Cuántos guardianes “buenos” le roban a un hombre su hogar, en un juego de cartas, me pregunto?

– Aparentemente es de Londres -agregó la señora Sudley en un tono de voz que indicaba que él podría también haber surgido del mundo subterráneo.

Ella sonrió. -No todos los de Londres…

Un escalofriante ulular se levantó dentro de la tranquilidad de la noche campestre. Alethea visualizó un reflejo acerado en la mano levantada del jinete, no era el escudo medieval que hubiese preferido que un vecino empuñara, sino más bien una espada. Se le erizó el cuero cabelludo con una premonición.

– Cielos -dijo con los ojos marrones enormes por la sorpresa-. Suena como si hubiese dado un grito de batalla. ¿Estará planeando asaltar su propia casa?

– Despertó a cada niño y perro del pueblo -murmuró su lacayo de hombros caídos, con una sacudida siniestra de la cabeza-. Sólo escuchen esos endiablados aullidos. Si sigue así, la próxima vez va a levantar a los muertos. No es decente. Yo digo que cerremos con llave todas las puertas y nos armemos hasta que su señoría vuelva a casa.

– Se matará si no presta atención a donde va -dijo Alethea alarmada-. Se está aproximando al puente viejo. Nunca lo cruzará yendo…

– …como un murciélago del infierno -murmuró el lacayo con gusto-. Que se mate, es lo que pienso.

Ella lo miró severa.

– Guarda tus pensamientos para ti mismo, Kemble.

El ama de llaves se llevó una mano de venas azules a los ojos.

– No puedo soportar ser testigo. Díganme cuando haya pasado, y si son malas noticias, sean suaves cuando describan cómo murió. Tengo un estómago delicado con el derramamiento de sangre y cosas por el estilo.

– Aquí -dijo el lacayo impacientemente-. Hay una advertencia justo frente a ese puente, a menos que esos pequeños rufianes del orfanato de la parroquia lo hayan vuelto a quitar. El tonto sólo se podrá echar la culpa a sí mismo si se quiebra el cuello.

Alethea sacudió su cabeza de rizos castaños.

– No se puede discutir eso. Sin embargo no será culpa del caballo si el jinete no se molesta en leerlo. Está más allá de lo irresponsable.

Golpeó el puño impotentemente en la ventana mientras el imprudente jinete daba la vuelta y llevaba su caballo al bosque que daba al puente, la ruta más corta a Helbourne Hall.

– No -dijo fuerte mientras su rostro ovalado palidecía-. Para, para antes…

Por supuesto él no la podía oír; que absurdo incluso intentar una advertencia. El jinete había desaparecido de su vista en la delgada extensión de árboles que separaba las tierras bajas de las dos fincas.

Retrocedió de la ventana. No se perdonaría si el caballo tenía una caída fatal desd e el puente podrido a las afiladas rocas de abajo. El hecho que a su hermano no le correspondiera mantener el puente, sino a quién quiera que fuese el dueño de Helbourne Hall, no importaba en ese momento.

– Suelta los perros, Cooper -le dio instrucciones al segundo lacayo que había subido las escaleras al oír la conmoción-. Señora Sudley, tráigame las botas y…

– ¿Hiervo agua, señorita? ¿Y busco una sábana limpia y caliente?

– Dudo que vaya a dar a luz -dijo Alethea divertida-. Sin embargo, una botella de brandy no haría daño. Aunque la use sólo para recuperar mis nervios. -Dio una última mirada preocupada por la ventana-. Tal vez esté esperando matarse. Me sentiría inclinada a eso si tuviese que tomar la responsabilidad de ese lugar.

Helbourne Hall, la finca cuyas tierras de labor colindaban con la superficie bien mantenida del hermano de Alethea, había sido entregada un mes atrás, en una casa de juegos de Londres, por su frívolo dueño a un amo desconocido. La otrora gran mansión georgiana parecía haber caído bajo una maldición. Esta era la cuarta vez, en igual número de años, que la hipoteca cambiaba de manos.

Cada sucesivo dueño había resultado ser más descuidado que el anterior, hasta resultar asombroso que todavía existiese. Alethea suponía que no se podía esperar mejores aspiraciones de un jugador experimentado. Aunque no pudo recordar un amo anterior que tomase su capital de una forma tan perturbadora.

Su lacayo Kemble podría tener razón. Este asedio nocturno no auguraba nada bueno para un pueblo adormilado que sólo tenía una asamblea al año.

Tampoco presagiaba un futuro seguro para una dama como Alethea que deseaba retirarse del mundo y sanar las heridas que otro hombre le había ocasionado.

CAPÍTULO 02

El coronel Sir Gabriel Boscastle lanzó un ronco grito de guerra de puro placer, y desenvainó su espada para atacar a los murciélagos que había perturbado con su palpitante y poderosa cabalgata a lo largo del terraplén. A su izquierda se elevaba una gran mansión isabelina cuyas ventanas reforzadas brillaban con una calidez dorada. A su derecha se alzaba una monstruosa granja georgiana sin nada majestuoso, ni siquiera una vela encendida para disipar su mirada de tristeza embrujada.

Y en su camino inmediato, en la parte inferior de la colina cubierta de hierba, había un puente que seguramente no soportaría el peso de un caballero medio borracho y su robusto caballo español. Contrajo las rodillas, el trasero y la espalda.

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