P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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P D James El Pecado Original Original Sin 1994 Nota de la autora Esta - фото 1

P. D. James

El Pecado Original

Original Sin, 1994

Nota de la autora

Esta novela se sitúa en el Támesis, y muchos de los lugares y escenas descritos les resultarán conocidos a quienes aman el río de Londres. La Peverell Press y todos los personajes existen solamente en la imaginación de la autora y no guardan ninguna relación con personas ni lugares de la vida real.

Libro primero . Prólogo al asesinato

1

Que una taquimecanógrafa interina participe en el descubrimiento de un cadáver el primer día de su nuevo empleo es, si no inaudito, sí lo bastante infrecuente para impedir que ello se considere un riesgo profesional. Ciertamente, Mandy Price -de diecinueve años y dos meses de edad y estrella reconocida de la Agencia Secretarial Nonesuch, propiedad de la señora Crealey- se dirigió la mañana del martes 14 de septiembre a realizar su entrevista en la Peverell Press sin más aprensión de la que solía experimentar al principio de cualquier trabajo nuevo: una aprensión que nunca era aguda y que respondía menos al recelo de no ser capaz de satisfacer las expectativas del jefe en potencia, que al temor de que éste no satisficiera las suyas. Se había enterado del trabajo el viernes anterior, cuando pasó por la agencia a las seis para recoger su paga tras un aburrido lapso de dos semanas con un director que consideraba a una secretaria símbolo de prestigio, pero que no tenía ni idea de cómo utilizar sus habilidades, y le apetecía algo nuevo y a ser posible emocionante, aunque quizá no tan emocionante como posteriormente resultó.

La señora Crealey, para la que Mandy llevaba tres años trabajando, tenía su agencia en un par de habitaciones situadas sobre una tienda de periódicos y tabaco en Whitechapel Road, una ubicación que, como le gustaba hacer notar a las chicas y a los clientes, quedaba tan a mano de la City como de las torres de oficinas de Docklands. Hasta entonces ninguno de los dos distritos le había proporcionado muchos negocios, pero, mientras otras agencias naufragaban en las olas de la recesión, la pequeña y escasamente dotada nave de la señora Crealey se mantenía, aunque de un modo precario, a flote. Aparte de contar con la ayuda de alguna de las chicas cuando no había ninguna demanda, llevaba la agencia ella sola. La habitación exterior era el despacho donde acogía a los clientes nuevos, apaciguaba a los antiguos, entrevistaba y asignaba el trabajo de la semana siguiente. La interior era su santuario personal, provisto de un sofá cama en el que a veces pasaba la noche -en contravención de los términos del contrato de alquiler-, un mueble bar, un frigorífico, una alacena que al abrirse dejaba al descubierto una cocina minúscula, un televisor de gran tamaño y dos sillones dispuestos ante tina chimenea de gas donde giraba una tenue luz roja tras una pila de leños artificiales. A esta habitación la llamaba «el nido», y Mandy era una de las contadas chicas que admitía en su aposento privado.

Probablemente era el nido lo que hacía que Mandy se mantuviese fiel a la agencia, aunque ella jamás hubiera reconocido abiertamente una necesidad que le habría parecido tan infantil como embarazosa. Su madre se había marchado de casa cuando ella tenía seis años, y Mandy apenas había podido esperar a cumplir los dieciséis para alejarse de un padre cuya idea de la paternidad iba poco más allá de proporcionarle dos comidas al día, que le correspondía cocinar a ella, y lavar la ropa. Desde hacía un año tenía alquilada una habitación en una casa adosada de Stratford East donde vivía en áspera camaradería con tres jóvenes amigas, siendo el principal motivo de disputa la insistencia de Mandy en aparcar su moto Yamaha en el angosto vestíbulo. Pero era el nido de Whitechapel Road, con los olores combinados de vino y comida china preparada, el siseo del fuego de gas y los hondos y maltratados sillones en los que podía acurrucarse y dormir, lo que representaba todo aquello que Mandy jamás había conocido de las comodidades y la seguridad de un hogar.

La señora Crealey, botella de jerez en una mano y hoja de bloc en la otra, masticó la boquilla hasta desplazarla a la comisura de los labios -donde quedó colgando, como de costumbre, en abierto desafío a la ley de la gravedad- y contempló con los ojos entornados su casi indescifrable caligrafía a través de unas enormes gafas con montura de concha.

– Es un cliente nuevo, Mandy, la Peverell Press. La he buscado en el directorio de editores y se trata de una de las editoriales más antiguas del país, quizá la más antigua, fundada en 1792. Tiene las oficinas junto al río. Peverell Press, Innocent House, Innocent Walk, Wapping. Si has hecho una excursión en barca a Greenwich tienes que haber visto Innocent House. Parece un puñetero palacio veneciano. Por lo visto disponen de una lancha que recoge a los empleados en el muelle de Charing Cross, pero como vives en Stratford a ti no te soluciona nada. Por otra parte, está en tu mismo lado del Támesis y eso te facilitará el viaje. Supongo que lo mejor será que vayas en taxi. Procura que te lo paguen antes de irte.

– No importa, iré en moto.

– Como prefieras. Quieren que estés allí el martes a las diez.

La señora Crealey estuvo a punto de sugerir que, con este prestigioso cliente nuevo, tal vez fuese adecuada cierta formalidad en el vestir, pero desistió. Mandy podía aceptar algunas sugerencias en cuanto a su trabajo o su comportamiento, pero nunca respecto a las excéntricas y a veces estrambóticas creaciones por medio de las cuales expresaba su personalidad, esencialmente confiada y efervescente.

– ¿Por qué el martes? -preguntó-. ¿Es que los lunes no trabajan?

– A mí no me lo preguntes. Yo sólo sé que la chica que llamó dijo el martes. Quizá la señorita Etienne no pueda verte antes. Es uno de los directores y quiere entrevistarte personalmente. La señorita Claudia Etienne, lo tengo todo anotado.

– ¿A qué viene tanto interés? -quiso saber Mandy-. ¿Por qué ha de entrevistarme la jefa?

– Uno de los jefes. Supongo que no contratan a cualquiera. Me han pedido la mejor y les mando la mejor. Por supuesto, tal vez anden buscando una chica fija y quieran tenerla primero a prueba. No te dejes convencer para quedarte, Mandy, ¿lo harás?

– ¿Lo he hecho alguna vez?

Tras aceptar una copa de jerez dulce y acurrucarse en uno de los sillones, Mandy estudió el papel. Desde luego, era extraño que el presunto jefe quisiera entrevistarla antes de empezar el trabajo, aun cuando, como era el caso, fuese la primera vez que el cliente trataba con la agencia. Todas las partes conocían perfectamente el procedimiento habitual. El cliente en apuros llamaba por teléfono a la señora Crealey para pedirle una taquimecanógrafa interina y le imploraba que esta vez enviara a una chica que no fuese analfabeta y supiera escribir a máquina a una velocidad que por lo menos se acercase a la que declaraba. La señora Crealey prometía milagros de puntualidad, eficiencia y escrupulosidad, y luego enviaba a cualquier chica que en aquellos momentos estuviera libre y se dejara engatusar como mínimo para intentarlo, con la esperanza de que esta vez llegaran a coincidir las expectativas del cliente y de la trabajadora. A las protestas subsiguientes, la señora Crealey oponía una respuesta invariablemente quejumbrosa: «No lo comprendo. En todos los demás sitios me han dado unos informes excelentes de ella. Siempre me están pidiendo a Sharon.»

El cliente, que acababa sintiéndose en cierto modo culpable del desastre, colgaba el aparato con un suspiro y urgía, alentaba y soportaba hasta que la agonía mutua llegaba a su fin y la empleada fija regresaba a su puesto para encontrarse con una halagüeña acogida. La señora Crealey se llevaba su comisión -más modesta que la que solía cobrar la mayoría de las agencias, lo cual seguramente explicaba su continuidad en el negocio- y el trato se daba por finalizado hasta que la siguiente epidemia de gripe o las vacaciones de verano provocaban otro triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

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