P. James - El Pecado Original

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Después de su aclamada novela Hijos de los hombres, una incursión en la utopía negativa, P. D. James regresa al género que más la caracteriza, el policial clásico, y a su detective y poeta, el inconformista Adam Dalgliesh.
Pecado original transcurre en el ámbito de una editorial de larga data, ubicada en un palacete estilo veneciano sobre el río Támesis. La editorial Peverell, fundada en 1792, atraviesa momentos decisivos. Henry Peverell, su presidente, acaba de morir; su socio francés, Jean Philippe Etienne, se ha jubilado, y el inescrupuloso hijo de éste, Gerard, ha asumido la presidencia y la gerencia general de la casa editora.
Gerard Etienne se ha ganado enemigos: una amante despechada, un autor rechazado y humillado, y los sufridos colegas de Peverell. Cuando lo encuentran muerto en las instalaciones de la editorial, con el cuerpo extrañamente profanado, no faltan sospechosos.

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– Puedes tomarte el lunes libre, Mandy, con el sueldo completo, naturalmente -dijo la señora Crealey-. Y será mejor que pases a máquina tu historial, especificando estudios y experiencia laboral. Pon arriba «curriculum vitae», eso impresiona siempre.

El curriculum vitae de Mandy, y la propia Mandy -pese a su excéntrico aspecto-, nunca dejaban de impresionar. Esto debía agradecérselo a su profesora de lengua, la señora Chilcroft. La señora Chilcroft, plantada ante una clase de recalcitrantes niñas de once años, les había dicho: «Vais a aprender a escribir vuestra propia lengua con sencillez, con precisión y con cierta elegancia, y a hablarla de tal manera que no quedéis en desventaja nada más abrir la boca. Si ambicionáis algo más que casaros a los dieciséis años y criar hijos en un piso de protección oficial, necesitaréis el idioma. Si no tenéis otras ambiciones que ser mantenidas por un hombre o por el Estado, lo necesitaréis todavía más, aunque sólo sea para saliros con la vuestra ante la sección local de la Asistencia Social y el Departamento de Sanidad y Seguridad Social. Pero aprenderlo, lo aprenderéis.»

Mandy nunca logró discernir si odiaba a la señora Chilcroft o la admiraba, pero, bajo su inspirada aunque poco convencional tutela, no sólo aprendió a hablar y escribir correctamente, sino a utilizar su lengua con seguridad y algo de gracia. Por lo general, prefería fingir que no había alcanzado este logro. Pensaba, aunque nunca formulaba tal herejía, que no valía la pena sentirse a sus anchas en el mundo de la señora Chilcroft si no era aceptada en el suyo propio. Su dominio del lenguaje estaba ahí para utilizarlo cuando fuera necesario, una habilidad comercial y en ocasiones social a la que Mandy añadía altas velocidades en taquigrafía y mecanografía, así como el conocimiento de diversos programas de tratamiento de textos. Mandy se sabía en muy buenas condiciones para encontrar empleo, pero permanecía fiel a la señora Crealey. Aparte del nido, ser considerada indispensable tenía ventajas evidentes; se podía estar segura de elegir los mejores trabajos. Algunos de los hombres que la contrataban trataban de persuadirla para que aceptara un puesto fijo y, en ocasiones, le ofrecían incentivos que tenían poco que ver con aumentos anuales, vales para el almuerzo o generosas contribuciones a su pensión. Pero Mandy seguía con la Agencia Nonesuch, pues su lealtad se hallaba arraigada en algo más que simples consideraciones materiales. De vez en cuando experimentaba por su jefa una compasión casi propia de un adulto. Los problemas de la señora Crealey derivaban principalmente de su convicción de la perfidia de los hombres, combinada con la incapacidad de pasarse sin ellos. Aparte de esta incómoda dicotomía, su vida la dominaban la lucha por retener a las escasas chicas de su equipo susceptibles de ser empleadas y la guerra de desgaste que libraba contra su ex marido, el inspector de hacienda, el director de su banco y el casero de la oficina. En todos estos traumas, Mandy actuaba como aliada, confidente y simpatizante. Por lo que a la vida amorosa de la señora Crealey se refería, dicha actitud se debía más a cierta buena voluntad natural por parte de Mandy que a verdadera comprensión, puesto que, para su mentalidad de diecinueve años, la posibilidad de que su jefa pudiera desear realmente mantener relaciones sexuales con los hombres poco atractivos y ya ancianos -algunos debían de tener al menos cincuenta años- que en ocasiones rondaban por la agencia era demasiado grotesca para ser tenida seriamente en cuenta.

Tras una semana de lluvia casi continua, el martes prometía ser un buen día, con vislumbres de un sol esporádico que mandaba sus rayos a través de las masas de nubes bajas. El trayecto desde Stratford East no era largo, pero Mandy había salido con tiempo de sobra, de manera que sólo eran las diez menos cuarto cuando dejó la autopista, bajó por la calle Garnet y siguió por Wapping Wall hasta girar a la derecha en Innocent Walk. Reduciendo la velocidad a la de un transeúnte, se bamboleó sobre los adoquines de un amplio callejón sin salida limitado al norte por un muro de ladrillo gris de tres metros de altura y al sur por los tres edificios que albergaban la Peverell Press.

A primera vista, Innocent House le resultó decepcionante. Era una casa de estilo georgiano, imponente pero ordinaria, con unas proporciones que Mandy sabía -más que sentirlo- que eran airosas y, en apariencia, no muy distinta de otras que había visto en las plazuelas y las calles residenciales de Londres. La puerta principal estaba cerrada y no vio ningún signo de actividad tras los cuatro pisos de ventanas de ocho cristales, las dos inferiores con un elegante balcón de hierro forjado cada una. A ambos lados del edificio había sendas casas, más pequeñas y menos ostentosas, despegadas y un poco distanciadas de aquél, como un par de parientes pobres y deferentes. La joven se encontraba ante la primera de éstas, la número 10 -aunque no se veía ni rastro de los números 1 al 9-, y advirtió que estaba separada del edificio principal por Innocent Passage, un camino particular protegido con una cancela de hierro forjado y obviamente utilizado como aparcamiento para los automóviles del personal. Pero en aquellos momentos la cancela estaba abierta y Mandy vio a tres hombres que, por medio de una polea, bajaban grandes cajas de cartón desde un piso alto y las cargaban en una furgoneta. Uno de los tres, un hombre moreno y achaparrado que llevaba un enorme sombrero de monte, se descubrió y le dedicó a Mandy una pronunciada reverencia irónica. Los otros dos apartaron la vista de su trabajo para observarla con evidente curiosidad. Mandy alzó la visera del casco y les dirigió a los tres una larga y desalentadora mirada.

La segunda de las casas laterales quedaba separada de Innocent House por Innocent Lane. Era allí, según las instrucciones que había recibido de la señora Crealey, donde encontraría la entrada. Paró el motor, echó pie a tierra y empujó la moto sobre los adoquines buscando un sitio discreto donde aparcarla. Fue entonces cuando avistó por primera vez el río, un angosto centelleo de agua estremecida bajo el cielo cada vez más claro. Después de aparcar la Yamaha se quitó el casco, hurgó en la maleta lateral en busca del sombrero, se lo puso y, a continuación, con el casco bajo el brazo y cargada con su bolsa, se encaminó hacia el agua como si se sintiera físicamente atraída por el poderoso tirón de la marea, por el aroma leve y evocador del mar.

Se encontró en una espaciosa terraza de mármol refulgente, delimitada por una barandilla baja de hierro delicadamente forjado y con un globo de vidrio en cada esquina sostenido por delfines de bronce entrelazados. De una abertura situada en mitad de la barandilla nacía un tramo de escalera que descendía hacia el río. Mandy oyó su chapaleteo rítmico contra la piedra. Se dirigió poco a poco hacia él sumida en una especie de éxtasis, como si no lo hubiera visto nunca. Ante sus ojos rielaba el río, una amplia extensión de agua movediza jaspeada por el sol, que, mientras ella miraba, se alzó en un millón de olitas bajo la creciente brisa como un inquieto mar interior y, luego, al amainar el viento, se asentó misteriosamente en una resplandeciente tersura. Al volverse vio por primera vez la encumbrada maravilla de Innocent House, cuatro pisos de mármol coloreado y piedra dorada que, según cambiaba la luz, parecían mudar sutilmente de matiz, aclarándose primero para oscurecerse después hasta adquirir un intenso color oro. Sobre el gran arco curvado de la entrada principal, flanqueado por estrechas ventanas arqueadas, había dos pisos con anchurosos balcones de piedra labrada frente a una hilera de esbeltas columnas de mármol rematadas por arcos trebolados. Las altas ventanas arqueadas y las columnas de mármol se alzaban hasta un último piso bajo el parapeto de un techo bajo. Mandy no conocía ninguno de los detalles arquitectónicos, pero ya había visto antes casas así, en un tumultuoso y mal dirigido viaje escolar a Venecia cuando tenía trece años. La ciudad apenas le había causado ninguna impresión, aparte del intenso hedor veraniego del canal -que había hecho que los colegiales se taparan la nariz y chillaran con fingida repugnancia-, los museos de pintura llenos de gente y unos edificios que, según le dijeron, eran dignos de admiración, pero que parecían estar a punto de desmoronarse sobre los canales. Había visto Venecia cuando era demasiado joven y sin la preparación adecuada. Al contemplar la maravilla de Innocent House, sintió por primera vez en su vida una reacción tardía a aquella experiencia anterior, una mezcla de pasmo admirado y alegría que la sorprendió y a la vez la asustó un poco.

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