Ella no obedeció, aunque era una joven dama, probablemente horrorizada de que el mismo padrastro de Gabriel lo hubiese arrastrado a la prisión para castigar su conducta incontrolable.
La había visto escoger cautelosamente un sendero entre los deshechos aplastados para el ganado. Se había levantado sus faldas azules hasta los tobillos y las zapatillas plateadas de tacón bajo. No había visto un espectáculo más hermoso en su vida antes o desde entonces. Se agachó con gracia. Gabriel escuchó a su madre, Lady Wrexham, dar un grito ahogado de horror dentro del carruaje.
– Te dije que había un hada malvada dentro de mi habitación el día que ella nació, William.
– Sí, sí, -él respondió con voz impaciente-. Una y mil veces. ¿Pero qué voy a hacer al respecto?
– ¿Es estúpido, Gabriel Boscastle? -Alethea había susurrado
– No me siento particularmente académico en este momento. -Él recordó levantar la mirada desde ese pecho tentador a su dulce cara, encontrando súbitamente que todo el cuerpo le dolía cuando respiraba. Nabo molido y sangre caliente se escurrían por su mejilla. Se sentía horrible-. ¿Va a tomarme un examen?
– Sólo quiero saber -dijo con una franqueza que no esperaba-, porqué sigue haciendo cosas que desatan la ira de su padrastro, si al final lo castiga.
– No es asunto suyo, ¿verdad? -contestó con actitud desafiante. Podía ver a una banda de conocidos juntando tomates reventados y manzanas podridas para tirarle. Si la golpeaban, los mataría a cada uno con sus propias manos cuando quedara libre. Apretó los dientes frustrado. Finalmente había conocido a la muchacha más hermosa que había visto, y se sentía como un cerdo.
– Mejor que vuelva al carruaje -susurró siniestramente.
– Lo haré. -Dirigió una mirada de desdén al grupo sonriente, hasta que cada muchacho y hombre retrocedió varios pasos. Entonces se le ocurrió a Gabriel que su belleza aristocrática era un arma más potente que cualquiera que hubiese empuñado-. ¿Le limpio la cara? -susurró mientras se levantaba.
– No -contestó furioso-. Márchese, ya. Me está doliendo el cuello de tanto mirar hacia arriba.
Ella inhaló profundo. -Bueno, usted me mira con frecuencia cuando voy a la iglesia.
– ¿Eso es lo que piensa? -Creía que había sido más sutil-. Está equivocada. Primero, no voy a la iglesia. Segundo, admiro los caballos de su padre. Los miraba a ellos, no a usted. Todos saben que me gustan los caballos.
Su boca llena se apretó. Entonces, antes que pudiese apartar la cara, ella le sacó de la mejilla un manojo de nabos chorreado con sangre, con el índice cubierto con un guante de cabritilla con botones perlados.
– Mi madre cree que va a terminar muy mal -le dijo suavemente.
Respingó ante su toque. Se veía deslumbrantemente limpia y pura. Él apestaba a repollo y excremento.
– Todavía no llegó el final. Oh, maldición. Su madre tiene razón. También su padre y su abuelo. ¿Le importa dejarme con mi miseria, ahora? No está ayudándome, sabe.
– ¿No lo estoy?
Se maldijo a sí mismo.
– Me va a ocasionar más problemas.
Se acercó despacio a los postes que lo aprisionaban. Los lacayos de su padre habían saltado del carruaje, ostensiblemente para protegerla.
– Pero es el hijo de un vizconde. El hijo de un Boscastle. ¿Cómo…?
– Mi padre está muerto y con él, todo lo bueno y la gloria. ¿No ha escuchado? Apártese de mí.
– Sólo estaba tratando de ser amable -dijo herida e indignada.
Tratando de ser amable.
Incluso entonces podría haberle dicho que la gentileza no sólo era una pérdida de tiempo sino también una debilidad que otros explotarían. Había aprendido eso a su temprana edad y los años posteriores no hicieron nada para disipar esa creencia.
– ¿Le he pedido algo? -le preguntó con una voz desapasionada.
Bajó la vista con una actitud de desinterés incluso aunque cada músculo de su cuerpo confinado se sentía apretado y algo en él deseaba que se quedase. Los dos lacayos la escoltaron delicadamente de vuelta a sus padres. Podía ver a su madre en la ventanilla del carruaje sosteniendo un frasquito naranja en la nariz como si Gabriel hubiese estado sufriendo de una enfermedad contagiosa en vez de un padrastro abusador y de mal carácter.
Suprimió una oleada de furia inútil. Infierno, infierno, infierno . Los odiaba a todos, especialmente a sí mismo, teniendo a la muchacha más bella que había visto actuando como su heroína.
La zapatilla bordada de Lady Alethea tropezó con un repollo. Un lacayo la sostuvo antes que perdiera el equilibrio, y justo cuando esperaba que se le arrugara la nariz de disgusto, se agachó, agarró el repollo chorreando y se lo arrojó a su asombrado grupo de verdugos. Observó más allá de ella. Ahora su humillación empezaba a hervir.
¿Qué esperaba probar?
¿No sabía que los muchachos tenían que proteger a las muchachas? ¿Y a las mujeres? Gabriel había hecho todo lo que podía para proteger a su madre. No había sido suficiente.
– Le he visto mirarme, Gabriel Boscastle -susurró, soltando los hombros de la protección del criado.
Su mirada subió desde la zapatilla sucia a la barbilla firme. Prefería que lo creyera belicoso a débil. ¿Por qué se había molestado? Lo hacía sentirse peor.
– ¿Y qué?
– Lo he notado, eso es todo. Y creo… cualquiera que haya sido la razón, probablemente no era decente.
– Miraré lo que quiera – gritó tras ella, el desafío la única arma a su disposición.
Ella se detuvo echando una mirada alrededor. -Muchacho de la picota [1]. No me importa si mira.
El sentido común, así como la experiencia pasada con sus anteriores vecinos, advirtió a Alethea que no se podía confiar en cualquier hombre que hubiera ganado Helbourne Hall en un juego de cartas. Aun así, uno tenía que conceder incluso a un jugador, el beneficio de la duda, sin extender la mano de la amistad.
Podía no tener más esperanzas de casarse y ser la señora de su propia finca. Podía haber renunciado a su creencia en hombres apuestos y finales felices en el último año. Pero sin duda el destino podría al menos considerar enviar a Helbourne a un hombre decente que sacase provecho de su suerte y se estableciese ahí.
Parecía un pequeño favor el que pedía. Que por una vez, Helbourne desafiase su lóbrega historia y reclamara a un propietario de buena reputación para que Alethea pudiera seguir aislándose del mundo y de sus cosas desagradables.
El guardabosque de su hermano, Yates, llegó corriendo entre los árboles con tres mastines enlazados, ladrando furiosamente al puente. Su gorro verde estaba corrido por encima de su oreja izquierda. Su antiguo trabuco, cuyo rugido ensordecedor demostraba que todavía funcionaba, se apoyaba en su hombro. -Averiguamos su nombre, milady. Su cochero fue a parar a nuestra casa por error. Es un Boscastle.
Alethea volvió la cabeza. El asombro le disparó los nervios. -Un…
– Los Boscastles son una familia muy conocida -añadió Cooper, el lacayo que le había acompañado-. Cada sirviente en Londres sueña con trabajar para el marqués, y ahora una de las hermanas acaba de casarse con un duque. Siempre están en los periódicos.
Alethea estudió la robusta figura que parecía estar conversando con su enorme caballo. Un caballero oscuro, pensó de nuevo. La aprensión se mezcló con un recuerdo conmovedor del pasado. Así que él había vuelto a casa, y al parecer sin más decoro que el que había tenido cuando se fue.
El lacayo se aclaró la garganta.
– ¿Ha oído lo que dije, milady? No es un diablo ordinario.
– ¿Uno especial, entonces?
– Es un Boscastle de Londres.
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