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Jillian Hunter: Perverso como el pecado

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Jillian Hunter Perverso como el pecado

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El apuesto oficial de caballería sir Gabriel Boscastle, regresa de Waterloo siendo un héroe, sólo para retomar su búsqueda de placeres prohibidos en Londres. No hay apuesta que este cínico caballero no acepte, ni mujer que no pueda seducir. Pero cuando viaja a la mansión campestre que ganó a las cartas, descubre que existe un juego al que jamás ha jugado, y que podría haber encontrado la horma de su zapato. Su contrincante y vecina no es otra que Alethea Claridge, la única persona que le plantó cara durante sus años más alocados y la única mujer que ha logrado capturar su corazón. La hermosa y solitaria lady Alethea sigue, aparentemente, de luto por su prometido, que murió en la batalla. Pero bajo su escudo de fingida aflicción, oculta un atroz secreto que podría destruir su reputación para siempre. De modo que, cuando una noche este apuesto jinete regresa como un trueno a su vida, comprensiblemente recela de él. Alethea defendió a Gabriel cuando era un muchacho travieso. Pero ahora que es un seductor, le revela sus deseos sensuales sin la menor duda, pese a que jura que se reformará. ¿Se redimirá este irresistible granuja y le devolverá a Alethea la confianza en el amor o la arruinará para siempre? Alethea no tardará en tener la respuesta mientras Gabriel pone en tela de juicio todo lo que ella cree acerca del amor, de sí misma, y de lo que se precisa para ser un héroe.

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– Estaba bebido, como siempre -le dijo la chica a Alethea-. Y cuando averiguó lo que había sucedido, sacudió a Gabriel como a una rata y se burló de él. -¿No nacieron los Boscastles para ser los mejores? ¿Acaso no es lo que crees? Bueno, pues vas a ser castigado como si fueras de mi sangre.

De fragmentos de conversaciones que había recogido durante sus visitas a Londres a lo largo de los años, Alethea comprendió que Gabriel había seguido explorando su atracción por los problemas. Pensaba que era una lástima, pero nadie más en el pueblo pareció sorprenderse de que tomase el camino duro. Se esperaba que sus hermanos lo hubieran hecho mejor. Su madre regresó a su Francia natal, cuando su segundo esposo murió una noche en una pelea. Lo último que Alethea había escuchado, era que Gabriel se había reconciliado con su familia de Londres.

Aun así, sin importar en qué se había convertido, o que había hecho, ella se preguntaba qué vida había llevado durante esos años, para dejar grabados esos rasgos cínicos en su cara. Era un hombre atractivo, al que recordaba con triste cariño, aunque desde luego no el caballero más educado que hubiese conocido.

Pero por entonces, ya sabía que no se podía confiar en un hombre sólo por sus modales. Y su facilidad para el engaño.

El caballero al que sus padres la habían prometido antes de morir, la había violado durante el baile celebrado la noche en la que anunciaron su compromiso en Londres. Lord Jeremy Hazlett tenía planeado marcharse al día siguiente, para ir a Waterloo. La obligó a entrar en uno de los dormitorios privados de los anfitriones, y le había explicado que puesto que iban a casarse, bien podía disfrutar de una luna de miel anticipada.

Terminó antes de que pudiese luchar. De hecho, la violó tan rápida y eficientemente, sin desarreglar su ropa de fiesta, que sospechó que no era la primera vez. Cuando acabó, le advirtió que no llorase.

Pero había llorado en el baño, y una mujer, una famosa cortesana llamada Audrey Watson, había adivinado de alguna manera lo que había ocurrido, e insistido en llevarla discretamente en su carruaje privado a su establecimiento en Bruton Street, hasta que Alethea se sintiese mejor y pudiese hacer frente otra vez a los demás invitados del baile.

Dos horas más tarde, el trauma de lo que Jeremy había hecho, se había convertido en una fría ira, y había vuelto a la fiesta y estado de pie a su lado, mientras todo el mundo los felicitaba y deseaba suerte a Jeremy en la batalla. Jeremy reía y la tomaba de la mano, como si nada hubiese sucedido, como si no hubiese destrozado totalmente todas sus ilusiones, o incluso sin darse cuenta de que había pasado las últimas dos horas, irónicamente, en el burdel más exclusivo de Londres, siendo consolada por su propietaria.

Jeremy se marchó a la guerra, sin disculparse por lo que había hecho. Alethea volvió a su casa y esperó la llegada de una carta rompiendo el compromiso. Esperó a descubrir si la violación tenía como resultado un embarazo. Y mientras esperaba, una bala de cañón francesa mataba a su prometido y lo convertía en héroe.

Sinceras expresiones de conmoción y compasión llegaron a la casa de campo de su hermano en forma de cartas y visitas. Pero todo en lo que Alethea podía pensar mientras los escuchaba, y leía aquellas bienintencionadas palabras, era en que ahora no la forzarían a casarse con el monstruo. Tampoco era probable que se casase con nadie más.

De hecho, se había resignado a esperar su regreso, y compensara lo que había ocurrido.

Aun delante de su solemne lápida, no pudo obligarse a llorar, y se sintió culpable mientras los dolientes asistentes elogiaban su coraje, cuando en realidad, deseaba que su prometido muerto hiciera un rápido viaje al infierno.

Era tentador pensar que su fallecimiento había sido un castigo divino por su crueldad. Pero para aceptarlo, debería creer que todos los demás soldados, hombres honrados que habían muerto en la guerra sin deshonrar mujeres, merecían su destino.

Conocía a demasiados amigos y familiares que habían perdido seres queridos, como para dar crédito a aquella suposición más de un minuto. Jeremy se había ido, un campeón, un dragón de infantería en Waterloo, y de repente era libre para retirarse de la sociedad, compadecida por su posición. Tal vez se convertiría en una solterona, la institutriz de los hijos de su hermano, siempre que éste desarrollase el coraje para proponerle matrimonio a la joven señorita de Londres a la que deseaba.

La vida de Alethea había sido alterada para siempre. Soportó la mancha, invisible para los demás, imborrable para ella. Pero poco a poco, mientras pasaban los meses, su espíritu revivió. Continuaba viva, y su naturaleza práctica no podría tolerar un futuro inútil de auto compasión.

Y ahora Gabriel había regresado para amenazar, no sólo aquella paz mental duramente ganada, sino también la del pueblo que había atemorizado en su juventud. No sabía lo que sentía por él, sólo que después de un largo periodo de letargo, había empezado a sentir otra vez.

No era el primer chico en la historia de Helbourne al que habían puesto en la picota para que aprendiera una lección. Pero lo que había aprendido, pensaba Alethea, no era tanto cómo comportarse sino cómo sobrevivir. Y a su edad, probablemente era demasiado tarde para cambiar.

Y le daba miedo que lo mismo pudiera decirse sobre ella.

CAPÍTULO 06

Gabriel se rió de sí mismo ante la idea de fantasmas mientras subía la colina hacia la ensombrecida propiedad. ¿Acaso no era un hombre que jugaba con el azar?¿Fantasmas? Bueno, una persona aprendía a convivir con ellos. Pensó en el hecho de que Alethea le había avisado que no esperase demasiado de Helbourne Hell, estaba bastante equivocada aunque era un dulce intento por su parte. Esperaba poco de sus ganancias mal jugadas. Pocos hombres apostaban una propiedad con auténtico valor, sería un tonto si esperase ser bien recibido en Helbourne Hell con vítores de alegría. Entendía que era un usurpador, considerado vulgar incluso para los criterios de un condado.

No se esperaba, sin embargo, la bala que le pasó zumbando sobre la cabeza, y que se incrustó en el marco de la puerta en la entrada principal de la casa.

Soltó una palabrota y tiró las alforjas al suelo. Levantó la mirada hacia la confusa figura que desapareció detrás de la barandilla de la galería.

– Quédate quieto, maldito cobarde, o te cortaré las orejas y las pondré en conserva.

– Señor, señor… ¿Ya le han disparado? Oh, Dios mío. Eso fue rápido.

La cara agradable de una mujer de cabellos canosos despeinados se apresuraba hacia él desde la cortina del pasillo. A primera vista le recordó la imagen de un hada madrina, agitando lo que parecía ser una varita mágica entre sus manos. Una inspección más cuidadosa de la varita la transformó en una carabina de aspecto mortífero.

Frunció el ceño mientras la figura que estaba encima de las escaleras miró tímidamente a través de la baranda.

– ¿Y tú eres… la guardabarrera?

La mujer bajó el arma con una mirada asustada.

– Soy el ama de llaves, señor, la señora Miniver. Rogamos que no se enfade por habernos tomado la libertad de defendernos. No hemos tenido ningún señor que nos aconsejase y nos protegiese desde hace meses. Pero ahora que está aquí, todo irá a mejor.

– Yo no contaría con eso -contestó, mirando detrás de ella-. ¿Es su costumbre, señora Miniver, recibir a los invitados, especialmente a su señor, con una carabina?

Ella le hizo una pequeña reverencia tardía.

– Discúlpeme, señor, pero uno nunca sabe quien merodea por la puerta estos días. Hemos tenido toda clase de visitas desagradables en los últimos meses, jugadores y personas por el estilo, si sabe a lo que me refiero.

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