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Jillian Hunter: Los Diabólicos Placeres de un Duque

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Jillian Hunter Los Diabólicos Placeres de un Duque

Los Diabólicos Placeres de un Duque: краткое содержание, описание и аннотация

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Adrian Ruxley podrá ser un encantador libertino que hechiza hasta las moscas, pero no es un hombre dado a permanecer quieto mientras una dama es acosada, ni siquiera en una boda organizada por la dama en cuestión, Emma Boscastle, profesora de buenos modales en su academia de Londres para jóvenes damas. Adrian se enfrenta al ofensor, se produce un altercado, y ahora este adulador se encuentra recuperándose bajo el techo de Emma, encantado de la profunda preocupación que refleja su encantador rostro. Ella tiene un encanto que ningún libertino puede resistir. Emma está escandalizada con su propio comportamiento, seducida por un desconocido, atractivo ciertamente, eso sí. ¿Cómo podrá ocultar su indiscreción de la mirada de sus perceptivos hermanos? La pasión que Adrian ha despertado, y los sensuales placeres que le ha mostrado, han convertido los días de Emma en la academia en una exhibición impropia y sus noches en un audaz abismo de sensualidad. Pero cuando su intimidad revela los turbulentos secretos de Adrian, Emma quiere afrontar su más ambicioso plan: reformar a un libertino.

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Charlotte miró a lo lejos. -Ella no ha esperado.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Recuerdas a Lady Coralie?

– ¿La joven sobrina del conde? -preguntó Emma lentamente. El conde que había estado cortejando para conseguir su patronazgo. Una de sus sobrinas debía haber entrado a la academia una semana antes. Se suponía que dos de sus hermanas más jóvenes la seguirían unos pocos meses después-. Su equipaje debería haber llegado esta semana. Tengo una cama lista para su llegada…

– Aparentemente, lo está reconsiderando -dijo Charlotte-. Nos informará tan pronto se decida.

– ¿Cómo lo sabes? -exigió Emma en voz baja.

– La hermana de nuestro mayordomo se fue a trabajar para Lady Stone.

– ¿A trabajar para mi rival? -Emma permitió una nota de leve indignación profundizar en su voz-. Nunca. Lo siguiente será que exponga nuestros secretos.

– Tú no tienes secretos, Emma -dijo Charlotte con una sonrisa consoladora.

– No, hasta hoy, pero… Oh, querida, supongo que la presencia de Lord Wolverton no se podrá mantener en secreto.

– Es ligeramente grande para esconderlo.

Emma negó con la cabeza. -Tendremos que mantener a las niñas alejadas de él, y continuar como si nada hubiera pasado. Gracias a Dios, su ala queda al otro lado de la casa.

– Deberíamos ser capaces de manejarlo.

– Es solo por dos días. -murmuró Emma. -Cielos, si soy capaz de domar a las leonas, seré más que capaz de cuidar a un caballero herido.

Adrian se hizo el dormido las tres veces que Heath entró de puntillas al dormitorio para ver cómo estaba. Sospechaba que sus suaves ronquidos no le engañaban ni un momento. Pero tenía un dolor de cabeza terrible y no estaba con ánimo de charla.

Estaba casi dormido cuando Julia, la esposa de Heath, entró con una vieja criada a ponerle una compresa fría en la cabeza. Y después de eso, con el ungüento de hierbas corriéndole por el cuello, no pudo dormir nada. Molesto, retiró las cobijas, encontró cerillas, encendió una vela, y contempló el diario de una dama encuadernado en piel sobre la estantería a los pies de la cama.

– Vaya, vaya -murmuró-. Todo lo que necesito es un gorro de encaje, y un par de dentaduras postizas, para pasar por mi abuela.

Abrió el libro, bostezando, y volvió a la cama a leerlo. Podría haberle dicho al viejo escocés aserrador de huesos, que se necesitaba una botella entera de láudano para noquear a un hombre de su tamaño. No necesitaba un sedante, de todas maneras. No había nada malo con su cabeza, excepto un gran cardenal. Había sufrido cosas peores.

Empezó a leer. Era un diario escrito con letra femenina cursiva, prolija, sobre…

Parpadeó, las palabras saltaban en la página y no las podía ver bien. Ah.

Invierno, 1815.

La adivina gitana del baile de anoche me predijo que encontraría el verdadero amor durante el año. Por supuesto no era una Romaní genuina. Solo era Miranda Forester vestida otra vez de gitana, y dudo que pudiese predecir mi siguiente baile, menos aun a quién amaría.

Pero puedo predecir que será la querida Emma la que se case antes que termine el próximo año He visto como adora al bebé de Grayson, y recuerdo como soñaba con tener sus propios hijos.

La puerta del vestidor que conectaba con el dormitorio se abrió. Maldición, si era Heath otra vez actuando de mamá gallina, y pillaba a Adrian leyendo los secretos de amor de una jovencita, no pararía de reír nunca. Saltó de la cama tirando el libro con la cubierta bordada con rosas por el aire.

Con solo un momento para actuar, saltó por encima de un taburete, y lo encajó entre los otros libros apilados en el escritorio. Enseguida, mostrando una expresión de inocente asombrado, se enfrentó a la figura vacilante, a su espalda. Por un momento ninguno de los dos dijo una palabra. Él simplemente saboreó el extraño estremecimiento que le bajaba por la columna.

Era ella. Por fin. La miró fijamente, esperando con anticipación. Su pequeña protectora, con una bata gris azulada abotonada hasta el cuello, pero con el pelo suelto albaricoque dorado cayendo por sus hombros como una cascada de nubes, como un halo celestial.

¿O eran dos halos? se preguntó. Súbitamente le pareció que a su ángel compasivo le brotaba otra cabeza. Otra cara. Sin embargo, aunque su visión era borrosa, no había ninguna equivocación con el ceño fruncido por la preocupación en su rostro de finos huesos.

Ni en la cálida familiaridad de su voz. Las notas cultivadas penetraron hasta los recesos más profundos de su pulsante cráneo. -Lord Wolverton, ¿Qué locura es esta? -preguntó exasperada-. ¿Qué está haciendo? No debe caminar en su condición.

– Estaba… -miró con culpabilidad el diario que asomaba de la pila de libros mal amontonados donde lo había metido-…buscando un orinal.

– Por supuesto, no tenemos uno en el escritorio. -Ella se adentró en la habitación, indicando con un dedo la cama con dosel-. Vuelva a la cama, para que pueda llamar a un lacayo que le ayude con sus necesidades privadas.

Bueno, eso era embarazoso. -Me puedo arreglar solo. -dijo – Se balanceó unos pasos y se vio forzado a agarrarse a un poste de la cama para mantener el equilibrio.

– Le aseguro que no. -Ella corrió a su lado, ofreciéndole el hombro para que se apoyara. -Caminas aleteando como una mariposa herida.

– ¿Una mariposa? -preguntó él, resoplando.

– Y con una vela encendida -lo regañó-. En su condición. ¿Quiere incendiar la casa?

Lo llevó a la cama, una humillación que solo toleró porque le daba la oportunidad de estar cerca de ella. Pero se negó a sentarse cuando ella se lo ordenó. Él era un hombre adulto, no una maldita mariposa. Él no había respondido en su vida privada a las órdenes de nadie desde hacía años. No iba a permitir que este pedacito de seda y satén le diera órdenes, aunque fuera una Boscastle.

– No quiero volver a la cama.

– Métase a esa cama- dijo ella.

– Lo haré cuando, y si yo quiero.

Emma enderezó la espalda. Sabía de qué se trataba. Encantador cuando quería, y beligerante cuando no conseguía lo que quería. Y pensar que iba a representar a la aristocracia como par del reino, y no importaban las circunstancias de su vuelta. Por ley era el primogénito de un duque y el título era hereditario.

– La tensión física y mental no le sanará la herida de la cabeza- le dijo enérgica. -Métase debajo de las mantas ahora mismo.

Él se quedó quieto, sonriéndole desafiante. ¿La mujer creía que iba a mandarle?- ¿No escuchaste lo que acabo de decir? -le preguntó él.

– Es difícil no hacerlo cuando me está gruñendo a la cara -respondió ella con calma.

Súbitamente él se reclinó en la cama. No porque esta gentil mujer, que parecía engañosamente recatada, se lo ordenara, sino porque le venció una inesperada oleada de vértigo.

– ¿Gruñendo? -él le frunció el ceño amenazadoramente. -Apenas estoy hablando más alto que un susurro. Si realmente quisiera gruñir, podría echar abajo estas paredes.

– No me cabe la menor duda -dijo ella echándole la colcha sobre los hombros, aparentemente nada intimidada por su aseveración-. ¿Pero qué probaría con esa muestra de malas maneras? Solo conseguiría que le doliera más la cabeza. No es a mí a quién castigaría sino a sí mismo.

No estaba seguro de cómo había sucedido, pero de pronto se encontró de vuelta en la cama, con Emma a su lado con aspecto satisfecho y poco caritativo, y más irresistible por todo lo que había logrado. Lo más desconcertante, o humillante de la situación, era que disfrutaba de como se preocupaba por él. No era esa la atención habitual que conseguía de las mujeres, pero de todas maneras, le gustaba. Naturalmente eso también inducía a su mente a pensar qué otros placeres podría ofrecer para consolarle.

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