Lisa Smith - Despertar
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Y el amor. Nunca había visto nada más hermoso en su vida.
Tembló e intentó hablar, pero ella posó dos dedos fríos sobre sus labios.
– Silencio -susurró la joven, y el lecho se hundió bajo el peso de Katherine.
El rostro de Stefan se encendió, su corazón palpitaba atronador de vergüenza y emoción. Nunca antes había habido una mujer en su lecho. Y aquélla era Katherine; Katherine, cuya belleza parecía proceder del cielo; Katherine, a la que amaba más que a su propia alma.
Y porque la amaba, realizó un gran esfuerzo. Mientras la muchacha se deslizaba bajo las sábanas, acercándose tanto a él que pudo sentir el frescor del aire nocturno en la fina prenda que la cubría, consiguió finalmente hablar.
– Katherine -susurró-. Podemos… esperar. Hasta que estemos casados por la Iglesia. Haré que mi padre lo organice la semana que viene. No… no transcurrirá mucho tiempo…
– Silencio -musitó ella otra vez, y él sintió aquel frescor de su piel.
No pudo contenerse; la rodeó con los brazos, sujetándola contra él.
– Lo que hacemos ahora no tiene nada que ver con eso -siguió ella, y alargó los delgados dedos para acariciar su garganta.
El comprendió. Y sintió como un ramalazo de temor, que desapareció a medida que los dedos de ella siguieron acariciándole. Deseaba eso, deseaba cualquier cosa que le permitiera estar con Katherine.
– Recuéstate, amor mío -susurró ella.
«Amor mío.» Las palabras zumbaron en su interior mientras se recostaba en la almohada, inclinando la barbilla hacia atrás para dejar al descubierto la garganta. Su miedo había desaparecido, reemplazado por una felicidad tan grande que pensó que lo haría pedazos.
Percibió el suave roce de sus cabellos sobre su pecho, e intentó calmar su respiración. Sintió el aliento de la joven en su garganta, y luego los labios. Y a continuación los dientes.
Sintió un dolor punzante, pero se mantuvo muy quieto y no profirió ningún sonido, pensando sólo en Katherine, en cómo deseaba ser de ella. Y casi al momento el dolor cesó y sintió que le extraían la sangre del cuerpo. No era terrible, como había temido. Era una sensación de dar, de alimentar.
Luego fue como si sus mentes se fusionaran, convirtiéndose en una. Sentía la alegría de Katherine al beber de él, su deleite al tomar la cálida sangre que le proporcionaba vida. Y él supo que ella percibía su deleite al dársela. Pero la realidad se alejaba, los límites entre los sueños y el despertar se desdibujaban. No podía pensar con claridad; no podía pensar en absoluto. Sólo era capaz de sentir, y sus sentimientos ascendían en espiral sin pausa, elevándolo más y más, cortando sus últimos lazos con la vida terrenal.
Algo más tarde, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en los brazos de ella. Lo acunaba como una madre sujetando a un bebé, guiando su boca para que se posara en la carne desnuda justo por encima del escote de su camisón. Allí había una herida diminuta, un corte que aparecía oscuro sobre la piel pálida. No sintió ni miedo ni vacilación, y cuando ella le acarició los cabellos para darle ánimos, empezó a succionar.
Frío y meticuloso, Stefan se sacudió la tierra de las rodillas. El mundo de los humanos dormía, sumido en un sopor, pero sus propios sentidos estaban agudizados como un cuchillo. Debería haberse saciado, pero volvía a tener hambre; el recuerdo había despertado su apetito. Ensanchando las fosas nasales para captar el rastro almizcleño del zorro, inició la caza.
Capítulo 12
Elena giró despacio ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio de tía Judith. Margaret estaba sentada a los pies de la enorme cama con dosel, con los ojos azules muy abiertos y solemnes en señal de admiración.
– Ojalá tuviera un vestido como ése para ir a pedir caramelos por las casas -dijo.
– Me gustas más vestida de gatita blanca -dijo Elena, depositando un beso entre las orejas de terciopelo blanco sujetas a la cinta que Margaret llevaba en la cabeza.
Luego se volvió hacia su tía, de pie junto a la puerta con aguja e hilo listos.
– Es perfecto -dijo con entusiasmo-. No hay que cambiar absolutamente nada.
La muchacha del espejo podría haber salido de uno de los libros de Elena sobre el Renacimiento italiano. Garganta y hombros quedaban al descubierto, y el ceñido corpiño del vestido azul claro resaltaba su cintura. Las largas mangas abombadas estaban acuchilladas para mostrar por las aberturas la seda blanca de la camisa interior, y la amplia y envolvente falda rozaba apenas el suelo a su alrededor. Era un vestido precioso, y el pálido tono azul parecía realzar el azul más oscuro de los ojos de Elena.
Mientras se daba la vuelta, la mirada de Elena cayó sobre el anticuado reloj de péndulo situado sobre el tocador.
– Ah, no… Son casi las siete. Stefan llegará en cualquier momento.
– Ahí llega su coche -dijo tía Judith, echando un vistazo por la ventana-. Bajaré y le abriré.
– No hace falta -dijo Elena, concisa-. Le abriré yo misma. Adiós, ¡que os lo paséis bien pidiendo golosinas por las casas! -Y corrió escalera abajo.
Ahí vamos, se dijo, y mientras alargaba la mano hacia el pomo de la puerta recordó aquel día, hacía ya casi dos meses, en que se había cruzado en el camino de Stefan en la clase de Historia Europea. Entonces había sentido aquella misma sensación de nerviosismo y tensión.
«Sólo espero que esto salga mejor de lo que salió aquel plan», pensó. Durante la última semana y media, había cifrado sus esperanzas en ese momento, en esa noche. Si lo de Stefan y ella no cuajaba esa noche, jamás lo haría.
La puerta se abrió, y ella dio un paso atrás con los ojos bajos, sintiendo casi timidez, temerosa de contemplar el rostro de Stefan. Pero cuando le oyó inspirar con fuerza, alzó rápidamente la mirada… y se le heló el corazón.
La miraba fijamente con asombro, sí. Pero no era el asombro maravillado que había visto en sus ojos aquella primera noche en su habitación. Lo que veía se parecía más a un sobresalto.
– No te gusta -murmuró, horrorizada ante el escozor que sentía en los ojos.
Él se recuperó con rapidez, como siempre, pestañeando y negando con la cabeza.
– No, no, es precioso. Estás bellísima.
«Entonces ¿por qué te quedas ahí parado como si acabaras de ver un fantasma? -pensó ella-. ¡Por qué no me abrazas, me besas…, haces algo!»
– Tú tienes un aspecto fabuloso -dijo ella en voz baja.
Y era cierto; estaba elegante y apuesto con el esmoquin y la capa que llevaba para representar su papel. A Elena le sorprendió que hubiese aceptado hacerlo, pero cuando se lo había sugerido, él había parecido más divertido que otra cosa. En aquel momento, su aspecto era elegante y cómodo, como si llevar tales prendas fuera algo tan normal para él como llevar los vaqueros.
– Será mejor que nos vayamos -dijo él, con voz igualmente queda y seria.
Elena asintió y fue con él hasta el coche, pero su corazón ya no estaba simplemente helado: era de hielo. Stefan estaba más lejos de ella que nunca, y no tenía ni idea de cómo recuperarle.
Retumbaron truenos en el cielo mientras conducían hacia el instituto, y Elena echó un vistazo por la ventanilla del coche con alicaída consternación. La capa de nubes era espesa y oscura, aunque aún no había empezado a llover. El aire estaba como electrificado, y las masas de cúmulos, de un sombrío tono morado, daban al cielo un aspecto de pesadilla. Era una atmósfera perfecta para Halloween, amenazadora y sobrenatural, pero no despertó más que temor en la muchacha. Desde aquella noche en casa de Bonnie, había perdido el gusto por lo fantasmagórico y misterioso.
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