Louise Cooper - Espectros

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—Ven, querida amiga. Te mostraré el camino.

Sus dedos estaban fríos y resecos como el pergamino, y resultaban frágiles al tacto, como si en cualquier momento fueran a romperse y desmenuzarse como hojas secas. Con la otra mano, el Benefactor trazó un signo ante ellos, y apareció el contorno de un espejo flotando en el aire. Dentro del marco del espejo, la luz del sol caía oblicuamente desde altas y polvorientas ventanas al interior de una estancia desnuda y abandonada.

—Éste es el último de los portales —dijo el Benefactor con gran calma—. Cuando se

vuelva a cerrar lo hará de forma definitiva, porque este mundo ya no es necesario.

Se inclinó en una cortés reverencia, e Índigo lo precedió en dirección al reluciente cristal. Volvió la cabeza para dedicar una última mirada a las cada vez más borrosas sombras del mundo fantasma —un auténtico mundo fantasma ahora— y penetró en el espejo. La sensación hormigueante que producía el paso entre dimensiones le era familiar ahora y duró sólo un instante antes de que oscuros y apagados colores se arremolinaran allí donde antes no había habido más que gris, e Índigo se encontró en la vacía sala hexagonal del último piso de la Casa del Benefactor.

A su espalda todo era silencio, y se dio cuenta de que el Benefactor no la había seguido. Desconcertada, se dio la vuelta y vio la figura del hombre, que la contemplaba desde el otro lado del espejo. Durante un desalentador momento la muchacha leyó temor y miedo en su expresión y se sintió convencida de que había cambiado de idea y pensaba permanecer en el mundo fantasma. Le tendió la mano, asustada, pero, antes de que su mano pudiera rozar el cristal, el Benefactor pareció lanzar un profundo aunque inaudible suspiro, y el espejo centelleó cuando también él penetró en el mundo mortal.

La mirada del hombre paseó despacio por toda la habitación. No había gran cosa que ver, pero sus ojos absorbían cada pequeño detalle con la misma avidez que los de cualquier peregrino que visitara la Casa y se hallara por primera vez en su estancia más venerada. Luego, en voz baja, se echó a reír.

—Un templo al dios de la Razón —dijo, e Índigo sospechó que hablaba más para sí que para ella—. Resulta una paradoja muy triste. Pero, después de todo, yo jamás quise un templo a mi nombre, y por lo tanto puede que esto sea apropiado. —Avanzó hacia la peana acordonada, sobre la que la antigua corona descansaba en solitario esplendor sobre su almohadón—. Pronto vendrán aquí desde la ciudad, para abrir las puertas y bailar en el jardín. No pretendo saber qué valor darán finalmente a esta casa, ni lo que harán con ella; pero tengo la impresión de que ya no necesitarán los servicios de tía Nikku y los suyos para mantenerla a salvo de manos indignas. —Se interrumpió y se volvió para mirar a Índigo—. ¿Cómo podré jamás encontrar las palabras adecuadas para darte las gracias, Índigo? Las palabras que podrían expresarlo no existen. Y en cuanto a los hechos... —Sacudió la cabeza con impotencia—. Pensé que podría recompensarte, pero en lugar de ello te he fallado.

De improviso parecía viejo, pensó Índigo; los cabellos más grises, la piel fláccida y pálida. Viejo, abandonado, y solo... Se acercó a él y le tocó la mano.

—Si fracasaste, no fue culpa tuya.

—Me ofreces más amabilidad de la que merezco.

—No, no lo creo. Porque tú me has dado... —Titubeó. ¿Cómo podría definir lo que él le había dado? Era el don de la visión después de cincuenta años de ceguera; pero esa alegría por sí misma no podía ni acercarse a toda la verdad, ya que se trataba de mucho más que eso. Por fin, con sencillez y creyendo que él comprendería, se llevó la mano al corazón y levantó los ojos hacia él. Destellos plateados brillaron en sus ojos, y dijo—: Me has dado a mí misma.

—Ah, Índigo... —su mano se cerró sobre la de ella—, si pudiera creer que eso es cierto...

—Lo es. —Con desazón vio que dos lágrimas resbalaban por las mejillas del hombre, ahora profundamente surcadas de arrugas. Y sus cabellos... empezaban a escasear; eran blancos, finos, apenas un leve nimbo... Con un terrible presentimiento, Índigo comprendió lo que le estaba sucediendo.

—Benefactor... —Le apretó los dedos, delgados, casi descarnados, y percibió los huesos—. Benefactor, te...

—Mi querida amiga, mi querida amiga —la interrumpió, apartándole la mano con suavidad—, no es nada. Es tan sólo lo que es inevitable.

Los profundos ojos castaños estaban legañosos ahora, los carnosos labios arrugados y hundidos, y el cuerpo parecía haber encogido dentro de la túnica que vestía, de modo que sus pliegues lo envolvían como un sudario. E Índigo supo que el Benefactor se moría. Años atrás —siglos atrás— había encontrado una especie de inmortalidad en el mundo fantasma, y mientras permaneció en aquel refugio el tiempo no había pasado por él; pero ahora había regresado al mundo de la carne mortal, y en este mundo no podía evitarse el paso del tiempo.

Recordó entonces lo que él le había dicho —ahora parecía como si eso hubiera ocurrido mucho tiempo atrasen su segundo encuentro en el claro del bosque. El había sabido desde el principio lo que le sucedería si regresaba al mundo de los mortales; lo había mencionado entonces, con calma y con certeza. Sin embargo, con la definitiva marcha de los niños para realizar por él su último y triunfal acto de magia en Alegre Labor, el mundo fantasma en el que se había cobijado durante tanto tiempo ya no tenía razón para existir. Ya no le quedaba ningún refugio; únicamente una elección entre el vacío y la muerte.

—No te apenes por mí, Índigo. —Su voz apenas si era un seco susurro ahora, como el polvo que revoloteaba en esa habitación vacía—. Me alegro de que por fin haya terminado; creo que le daré la bienvenida a lo que me aguarde, el olvido o lo que sea.

Ella apenas si podía soportar mirarlo a la cara, ya que los cambios se sucedían ahora velozmente, apresurando el final, y el hombre anciano y marchito que tenía delante no guardaba más que un leve parecido con el Benefactor que ella había conocido.

—Sé lo que piensas —dijo él—, y te doy las gracias por ello. Pero estoy más allá del alcance o los cuidados de ningún médico. —Lanzó una risita dolorosa, e Índigo comprendió que intentaba bromear con ella—. No obstante, si quisieras concederme un último favor, te pediría algo

—Cualquier cosa. —La voz se le quebró en la última sílaba—. Cualquier cosa.

Él asintió. Apenas si podía mantenerse en pie ahora.

—Tengo una última tarea que deseo realizar, pero las fuerzas me abandonan y puede que no sea capaz de hacerlo.

Por favor, si no te importa, cógeme del brazo y ayúdame a llegar a la peana.

Hizo lo que él le pedía, y con dificultad, apoyándose pesadamente en ella, el Benefactor avanzó renqueante hasta donde se encontraba la corona. Sus manos estaban deformadas y temblorosas y apenas si pudo levantar el viejo objeto, pero lo apretó con fuerza contra el pecho y se volvió hasta estar de cara al espejo.

—No. No puedo hacerlo; ya no tengo fuerzas. Tienes que hacerlo tú por mí, Índigo.

Se tambaleó, y ella lo sujetó.

—¿Qué debo hacer?

—Matar dos pájaros de un tiro, querida amiga. Dos pájaros de un tiro. Coge la corona y arrójala contra el espejo.

Tembloroso, empujó la corona hacia ella, que la cogió justo cuando a él se le escapaba de los dedos; el gélido contacto de su pátina le produjo un escalofrío.

—Ahora —indicó el Benefactor, y había regocijo en su voz—. Ahora,.

La lanzó. Su puntería fue perfecta; la corona golpeó el espejo casi en el centro, y el cristal se hizo añicos al tiempo que se desmoronaba la estructura de madera que lo sostenía. Una luz cegadora inundó la habitación por un instante; luego se apagó, y todo lo que quedó del espejo fue un montón de brillantes fragmentos esparcidos por el suelo. Y la corona...

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