Louise Cooper - Espectros

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En la escalinata de la Casa del Comité, tía Osiku y sus compañeros vociferaban y reprendían, incapaces de aceptar que eran impotentes para detener la anarquía que se desplegaba ante sus ojos. Qué era lo que veían, cómo aparecía la enloquecida escena a sus ojos, todavía velados, nadie lo sabía y a muy pocos les importaba; pero de improviso una niñita tan cubierta de serpentinas que apenas si resultaba visible salió corriendo de entre los reunidos y ascendió los peldaños de la Casa del Comité, para detenerse en seco frente a la delegación de los ancianos. Con un gesto exaltado arrojó al suelo los adornos que la cubrían... y tía Osiku lanzó un alarido de horror cuando por un instante, antes de que su cerebro lo ocultara, ante sus ojos apareció su propio rostro infantil sonriéndole por encima de un cuerpo transparente.

—¡Coge la pelota, Osiku!

Al cabo de un momento la niña ya no estaba allí, y tía Osiku se encontraba de pie en la escalera retorciéndose las manos mientras de sus ojos caían lágrimas de añoranza.

Como una inundación que devolviera la vida a una tierra marchita, la embriagadora celebración del despertar de Alegre Labor se propagó desde la plaza del mercado. Un grupo de niños fantasmas que gritaban alborozados, con tía Osiku a la cabeza, asaltaron los sacrosantos bastiones de la Casa del Comité, y por todas las habitaciones del edificio resonó el grito «¡Coge la pelota, coge la pelota!» antes de que un tropel de ancianos, secretarios y domésticos salieran bailando por entre las grandes puertas para unirse al festejo. En el otro extremo de la plaza alguien había arrancado una contraventana de madera y la golpeaba con un palo al ritmo de la canción, que era ahora coreada al cielo por una multitud de gargantas; otros, entendiendo la idea y fascinados por ella, agarraron lo primero que hallaron que hiciera ruido, y la improvisada banda aporreó con entusiasmo sus instrumentos al ritmo de la desenfrenada danza. La gente agarraba puñados de serpentinas y las arrojaba a cualquiera que tuviera cerca; se inició un juego de tirar de la cuerda con una improvisada cuerda hecha a base de serpentinas trenzadas con celeridad, en el que los participantes reían sin parar mientras caían unos sobre otros en sus esfuerzos por ganar. Por todas partes había ruido, color e hilaridad y un auténtico celo por vivir. Y Grimya disfrutó de un momento de total alborozo cuando, mientras saltaba y jugaba, mordisqueando las brillantes cintas que revoloteaban por el aire, descubrió de repente a Thia entre la multitud.

Thia trabajaba ahora en la Oficina de Tasas para Extranjeros y dormía en el pequeño cubículo que tenía allí cuando Nas Kishikul había llegado. Con su agudo sentido del olfato para percibir los problemas, se había unido al grupo que salió en pos de Hollend, y nada más llegar a la plaza se encontró de frente con toda aquella desenfrenada algarabía. En estos momentos estaba pegada a la pared de una casa en una esquina de la calle, totalmente aterrorizada. No podía negar lo que los sentidos le decían, por mucho que lo intentase, y se aferraba con desesperación a la creencia de que había caído enferma con unas fiebres que la habían trastornado. Esto no sucedía en realidad. No sucedía. Y, cuando la perra gris que en una ocasión le había hablado en la lengua de los humanos (pero desde luego no lo había hecho, no lo había hecho; también eso formaba parte del delirio de la fiebre) se acercó a ella corriendo seguida de una criatura espectral, y la criatura gritó «¡Coge la pelota, Thia! ¡Coge la pelota!», Thia no cogió la pelota sino que en lugar de ello se puso a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y huyó del lugar como una liebre acosada.

Su huida estaba condenada al fracaso. A un ladrido de advertencia de Grimya, la niña fantasma —que era, claro está, el propio doble de Thia— saltó sobre el lomo de la loba y, montándola como si fuera un caballo, salió en su persecución. Un grupo de chicos y chicas lo encontró divertido y se unieron a ellas, y entre todos atraparon a Thia en la puerta de la Casa del Comité. La agarraron, la engalanaron de serpentinas y luego, al grito coreado de «¡uno!» y «¡dos!» y «¡tres!», la levantaron entre todos y la lanzaron pateando y gritando por los aires. Thia se vio lanzada y recogida cinco veces, y cuando el juego terminó sus capturadores le cubrieron las mejillas de besos antes de que la niña fantasma que se había deslizado entre ellos introdujera la esfera mágica en las impotentes manos de Thia con una

sonrisa triunfal, para después desaparecer.

Lejos de allí, en el otro lado de la plaza, Índigo no había presenciado la transformación de Thia y ni siquiera vio a la adolescente cuando ésta se alejó tambaleante y aturdida en medio de sus nuevos amigos, Índigo tenía otras preocupaciones: el corro se había convertido en tres corros concéntricos a medida que más y más gente se unía a él, y en aquellos momentos casi todos los participantes habían dejado de ser figuras fantasmales para convertirse en los habitantes de Alegre Labor. El número de niños se había ido reduciendo rápidamente con cada esfera que encontraba su blanco, y la cancioncilla era cada vez más rápida y vehemente —Esta alegre danza con nosotros bailad —, y voces, ritmos y golpear de pies se fundían en un glorioso canto general. Tan abstraída estaba Índigo, tan fascinada por aquel espíritu festivo, que no observó el cambio que se operaba en el centro de la plaza, y al principio no oyó la voz que le gritaba apremiante tanto en voz alta como mentalmente.

—¡Anghara! ¡Anghara, hermana!

Por fin, de golpe, percibió la llamada. Alguien la llamaba por su nombre; no Índigo sino por su auténtico nombre. Anghara, que casi nadie conocía. Perdió el paso, desconcertada, y al mirar por encima del hombro vio a Némesis que se abría paso por entre la multitud hacia ella. Los ojos del ser tenían una mirada extraviada, y una mano delgada señaló en dirección a la bomba donde todavía se encontraba el carromato, Índigo escuchó entonces en su mente el atribulado mensaje.

«¡Anghara! ¡Elportal!»

Se detuvo en seco, y se vio lanzada fuera del círculo cuando sus compañeros de baile, incapaces de detener su propio impulso y reacios a hacerlo, le soltaron las manos y siguieron girando sin ella. Nada más recuperar el equilibrio Índigo miró en dirección a la bomba.

El reluciente arco, el portal al otro mundo, se desvanecía. En aquellos instantes ya no mostraba más que una sombra de su antiguo brillo, y las verdes colinas del otro lado habían perdido su color y adquirido una tonalidad grisácea, Índigo contempló la abertura, sin comprender de momento. Entonces la mano de Némesis llegó hasta ella y, agarrándola por el brazo, la hizo girar para clavar los ojos en su rostro con desesperación.

—Anghara, ¿qué hay de Fenran? ¿Qué hay de Fenran?

—Oh, no... —La comprensión empezó a penetrar en su cerebro, y con ella el horror. Él seguía allí, en el mundo fantasma, y el mundo fantasma se desvanecía...

—¡¡Dulce Madre, no, NO!!

Rostros sobresaltados se volvieron bruscamente cuando Índigo se lanzó en dirección al arco. Ella y Némesis llegaron junto a él a la vez; sus manos lo atravesaron, seguidas de los brazos y cabezas, y de repente Índigo sintió cómo una fuerza enorme la repelía, la rechazaba, mientras el portal se desvanecía casi por completo.

—¡DIOSA QUERIDA, AYÚDAME!

Aulló las palabras con todas sus fuerzas y, con la mano de Némesis sujeta en la suya, se lanzó al frente. Sintió como si mil toneladas de roca sólida la aplastaran, le arrebataran el aire de los pulmones, le trituraran carne y huesos... y con un alarido penetró a través de la abertura entre dimensiones que ya desaparecía y rodó sobre la hierba del otro mundo.

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