Louise Cooper - Nemesis
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INDIGO
Libro 1
NEMESIS
Louise Cooper Traducción: Gemma Gallart
Ilustración de cubierta: Horacio Elena
EDITORIAL TIMUN MAS
La Tierra sintió la herida, y la Naturaleza desde su trono suspiró a través de todas sus Obras para indicar, afligida, que todo se había perdido.
Milton: El paraíso perdido
A los grandes felinos, los grandes simios, los lobos, los osos, y todas las demás criaturas cuya «humanidad» avergüenza a la mismísima humanidad.
PROLOGO
La Leyenda de la Torre de los Pesares: relato de Cushmagar el Arpista
Existió una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo. Antes de que la liebre marrón corriera y jugara en la tundra meridional; antes de que el gran lobo gris hiciera su aparición en los bosques; antes de que se oyera el resonar del cuerno de caza por entre los árboles, en el verano. Una época pretérita y maligna, en la que la tierra estaba poblada por cosas que no hubieran debido existir; en la que el largo día se convertía en interminable noche y el verano se vestía de invierno, y lo que debía estar en el norte estaba en el sur y lo del sur en el norte. Fue entonces cuando la Tierra, nuestra Madre, lanzó su grito, ya que sus hijos se habían vuelto contra ella y perpetraban acciones de maldad inconmensurable. Hartos hasta la saciedad con todos sus generosos dones, se habían apropiado de más de lo que necesitaban o era suyo por derecho. Habían arrancado la belleza a su cuerpo, para luego devorar incluso su cuerpo hasta dejarlo convertido en un hueso pelado. En la noche solitaria, lloró por sus heridas que no curaban, y gritó a sus hijos que le devolvieran aquello que le habían robado; pero sus hijos no la oyeron. Sus hijos reían y cantaban y contaban relatos de sus hazañas, y en medio de sus ostentosas celebraciones no escucharon los gritos de la Tierra, nuestra Madre.
Y así, durante mucho mucho tiempo la Tierra languideció entre su dolor y su vergüenza. Otorgó el don de la vida a sus hijos, y sus hijos tomaron todo lo que les daba y más aún, sin darle nada a cambio. Y la Tierra gritó, y sus hijos siguieron sin oírla.
Pero en esa época llena de maldad, mientras nuestra Madre Tierra se retorcía de dolor, apareció un hombre bueno entre tantos hombres malos. Un Hombre de las Islas, Hijo del Mar, Hermano de la Tormenta; un hombre cuyo corazón se sintió ultrajado ante las humillaciones que la Madre Tierra sufría a manos de sus hijos-vampiro, quienes se amamantaban en sus pechos resecos. Su nombre no lo sabemos; pero su recuerdo será alabado para siempre en nuestras canciones e historias; porque fue él y no otro quien clamó contra sus semejantes. Fue él el que se alzó solitario como el campeón que pedía nuestra Madre. Y fue a él a quien ella concedió su mayor don y en quien depositó su más pesada carga.
Y llegó un momento en que la Tierra ya no pudo soportar por más tiempo su dolor. La cólera se apoderó de ella donde antes sólo había existido sufrimiento. Esta cólera cayó sobre sus hijos, que tanto habían abusado de ella, y se alzó para vengarse de los malvados. Pero aun en su furia sintió compasión por el Hombre de las Islas; y una noche, mientras éste dormía en su lecho, la Tierra le habló con la voz murmurante del mar, la voz de la dulce brisa veraniega, la voz del ave cantarina. Envió a una criatura resplandeciente a los pies de su cama, y la criatura habló al Hombre de las Islas con todas estas voces y con la voz de la Tierra misma. Y la criatura resplandeciente dijo:
—Hombre de las Islas, tú has sido el adalid de la Tierra, nuestra Madre, pero la tuya ha sido una voz solitaria y se ha quedado sola en medio del caos. He venido a hablarte con la voz de nuestra Madre, y a decirte esto: los hijos de la Tierra han traicionado la confianza de aquella que los alimenta, y se acerca el momento en que deberán pagar el precio de esa traición. La cólera de nuestra Madre se ha despertado, y tan sólo el más grande de los sacrificios aplacará su sed de venganza.
Y el Hombre de las Islas lloró lleno de aflicción y respondió a la criatura resplandeciente:
—¿Cómopodría evitarse algo tan terrible?
Y la criatura replicó con severidad:
—No puede evitarse. El hombre debe pagar por lo que ha hecho; ya que si no es así, el mal continuará su existencia y la Tierra, nuestra Madre, morirá. No supliques por tus semejantes, Hombre de las Islas. Escucha, por el contrario, el mensaje que te traigo de la Madre Tierra, porque así y sólo así podrá salvarse tu raza.
El Hombre de las Islas calló; porque, aunque sabía que estaba dormido, tenía suficiente juicio como para comprender que la criatura resplandeciente decía una verdad mayor que la de cualquier sueño. Y aunque su corazón estaba lleno de temor, escuchó tal cual se le pedía.
Y la criatura habló otra vez, y dijo las siguientes palabras:
—Hombre de las Islas, la Tierra está encolerizada, y su cólera no puede reprimirse. Ninguna palabra o acción podrá persuadirla. Alzará su mano contra sus hijos, y habrá gran destrucción y grandes sufrimientos. Pero su venganza no es infinita. Y cuando haya finalizado, nueva vida brotará otra vez por todas sus tierras. El hombre alzará la cabeza por entre el polvo de la destrucción, y verá a su alrededor brotar de nuevo las hojas de los árboles, y contemplará cómo las tímidas criaturas salvajes olfatearán el aire fragante de vida, y se sabrá que el mundo ha renacido.
»Pero este renacer, Hombre de las Islas, tendrá un precio. El hombre ha aprendido a utilizar una poderosa magia, pero la magia lo ha superado y ahora el amo se ha convertido en el siervo. Si ha de seguir vivo cuando la Tierra, nuestra Madre, haya finalizado su venganza, deberá cambiar su poderosa magia por otra más modesta y más antigua. Deberá renunciar al poder y a la fuerza con los que ha intentado conseguir ascendencia sobre nuestra Madre, y deberá transformarse en lo que era hace mucho tiempo: un hijo de la Tierra, ligado a la Tierra, y en perfecta comunión con ella. Esto es lo que el hombre puede esperar; pero sólo si tú, Hombre de las Islas e Hijo del Mar, decides cargar con el peso final de la defensa de la Madre.
La criatura resplandeciente se interrumpió entonces y sonrió con infinita piedad, ya que había visto el gran pesar que se había apoderado del Hombre de las Islas y el gran temor que se agazapaba silencioso en su corazón. Aguardó y aguardó mientras el hombre se retorcía las manos trastornado; pero al fin llegó una respuesta. El Hombre de las Islas levantó los ojos y preguntó:
—¿Qué debo hacer?
Y la criatura sonrió de nuevo; ya que sabía, al igual que lo sabía la Tierra, nuestra Madre, que este Hijo del Mar era digno de su confianza. Sonrió, y respondió:
—Dirígete a la zona más lejana de tu país, a la gran tundra que limita con la helada inmensidad polar. Construye allí una torre, una torre aislada sin ventanas ni adornos, y con una sola puerta. Construye la de piedra sacada de la tundra, y hazla tan resistente que ninguna mano pueda destruirla. Cuando esté acabada, ve hasta su puerta sólo al atardecer, penetra en ella, cierra y atranca la puerta a tu espalda. Aguarda a la puesta del sol, y cuando éste se ponga vendrá la venganza de nuestra Madre Tierra. Oirás cosas que ninguna criatura mortal ha escuchado jamás; escucharás el llanto y las súplicas y la muerte de tus semejantes, y tu corazón se hará pedazos de tanto dolor como sentirá. Pero debes ser fuerte, y apartar tu mente de sus sufrimientos. Por ningún motivo deberás abrir la puerta, porque si lo haces firmarás la sentencia de muerte de toda la raza humana. Esta será tu mayor prueba, y no debes rehuirla. Cuando todo haya terminado, y la sed de venganza de nuestra Madre se haya aplacado, entonces y sólo entonces volverás a verme y te diré lo que debes hacer. —De nuevo se interrumpió, y de nuevo le sonrió —. Nada más te diré ahora, Hijo del Mar. ¡Pero si quieres ver cómo tu gente vive, aprende y prospera, no me decepciones!
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