Louise Cooper - El Orden Y El Caos

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EL SEÑOR DEL TIEMPOLlBRO 3

EL CAOS

LOUISE COOPER
El orden y el Caos
El Señor del Tiempo LIBRO 3

CAPÍTULO 1

En esa época del año, los espesos bosques que cubrían la mayor parte de la mitad occidental de la provincia de Chaun ofrecían escasa protección a los viajeros. En algunos lugares, los retoños primaverales habían brotado en aisladas explosiones de verde, y en el suelo del bosque los heléchos y las zarzas mostraban tímidamente nuevos brotes; pero, aparte de la resplandeciente copa de algún pino gigante ocasional, la mayoría de los árboles todavía no tenían hojas.

En un claro no lejos del borde norte del bosque, un gran caballo gris pastaba desconsolado en el monte bajo, arrastrando las riendas que se enganchaban en los brezos. La silla había resbalado un trecho sobre la cincha y un estribo suelto golpeaba ocasionalmente una de las patas de atrás, haciendo que el animal aplanase las orejas e intentara morder el irritante e invisible objeto, mientras el sudor brotaba de su cruz. Aunque por lo demás parecía bastante tranquilo, había delatoras manchas de espuma alrededor de su boca y en torno a la silla, y de vez en cuando el caballo interrumpía su ramoneo sin ningún motivo aparente y levantaba recelosamente la cabeza, alerta contra alguna amenaza imaginada.

En las tres horas que habían transcurrido desde su extraordinaria y aterrorizada llegada al claro, el caballo había hecho caso omiso de la delicada e inmóvil figura que yacía entre las raíces salientes de un roble gigantesco. Una doma severa lo condicionó a no abandonar a la persona que lo montaba, fuese quien fuere, y buscar la libertad; pero como la amazona no daba señales de recobrar el conocimiento, el animal había perdido su interés en ella. Recordando todavía los terrores de las últimas horas, se contentaba con permanecer en la relativa seguridad del bosque y seguir pastando hasta que le ordenasen que se moviese.

La muchacha, que se agarraba frenéticamente a la silla de su montura cuando salieron disparados del torbellino que les había agarrado y traído hasta aquel lugar, fue arrojada del lomo del animal al

caer éste, relinchando, entre los matorrales. Chocó contra el tronco gigante del roble y cayó como un pájaro herido, para yacer inmóvil entre las raíces.

Su cara, medio oculta bajo una maraña de cabellos casi blancos y la capucha hecha jirones de una capa, estaba pálida y macilenta, sus labios, exangües, y una viva mancha escarlata se había extendido desde el cráneo hasta la frente, mezclándose con otras y más antiguas manchas de sangre que no era suya. Pero respiraba... y al fin, poco a poco, empezó a moverse.

Al recobrar el conocimiento, Cyllan no recordó inmediatamente los sucesos que la habían traído al bosque. Al principio, dándose vagamente cuenta de que yacía sobre un suelo duro, frío y húmedo, pensó que estaba durmiendo en la tienda de cuero que había llamado su hogar durante sus cuatro años de aprendizaje como conductora de ganado. Pero aquí no sentía la impresión claustrofóbica de estar encerrada, ni percibía el mal olor y los mugidos de las reses, ni los iracundos gritos de su tío, Kand Brialen.

Sus días de vaquera quedaron atrás. Habían sido un sueño, sólo una pesadilla. Seguramente estaba todavía en el Castillo...

Fue esta idea la que le aclaró la mente como si le hubiesen dado una fuerte bofetada, y se irguió automáticamente, abriendo los extraños ojos ambarinos, y un grito, un nombre, brotó de su garganta sin que pudiese impedirlo.

¡Tarod!

El caballo levantó la cabeza y la observó con curiosidad. Cyllan miró hacia atrás, asombrada, sabiendo solamente que nunca había estado hasta entonces en este lugar. Parecía que unos martillos le golpeasen el cráneo; lanzando un gemido de dolor, se reclinó en el tronco del árbol, y todos sus músculos protestaron contra el movimiento, haciéndole sentir como si su cuerpo estuviese ardiendo. Su mente se esforzó frenéticamente en asimilar las pruebas imposibles que le daban sus sentidos. ¿Dónde estaba el Castillo? ¿Qué había sido de Tarod? La habían encontrado en la caballeriza cuando ella estaba tratando de alcanzarle; la sacaron a rastras al patio de negras paredes donde esperaba el Sumo Iniciado, y entonces, al llegar rugiendo el Warp sobre sus cabezas, apareció Tarod...

El Warp. De pronto, Cyllan recordó, y con el recuerdo experimentó unas náuseas que se agarraron a su estómago vacío y le produjeron violentas e inútiles arcadas, doblada contra la rígida corteza del árbol. Recordó el enfrentamiento en el patio, su propia escapada (había dado una patada al Sumo Iniciado en el estómago y mordido al hombrón que la sujetaba) y su precipitada fuga cuando, atrapada y lejos del alcance de Tarod, había aprovechado la única oportunidad que se le ofrecía saltando a lomos del caballo. Tenía una vaga idea de haber atropellado a cuantos le cerraban el paso, abriéndose camino hacia Tarod; pero el caballo se había espantado, desbocado y cruzado a toda velocidad las puertas del Castillo, lanzándose directamente al encuentro de la monstruosa tormenta sobrenatural que rugía en el caos desencadenado en el exterior.

Cyllan se estremeció al recordar, a su pesar, los horrores que percibió en la fracción de segundo antes de que la tormenta anulase sus defensas. Las montañas, retorcidas en formas y dimensiones imposibles; el mar, pareciendo levantarse en una titánica pared de agua que se elevaba hasta miles de pies en el furioso cielo; caras monstruosas y salvajes, manifestándose en las nubes y los relámpagos, proyectando lenguas de serpiente y aullando con angustia insensata. Entonces, la negra pared se derrumbó sobre ella, envolviéndola en un momento de oscuridad y locura hasta que emergió, en medio de una estruendosa cacofonía de ruidos, luces y dolor lacerante, en un escenario que casi la había trastornado por su absoluta normalidad. Después cayó vertiginosamente a través del aire, oyó perfectamente los relinchos del caballo, y el árbol, sólido, real, firme, borró su conciencia.

Al fin cedieron los espasmos de su estómago y pudo colocarse en una posición menos incómoda. Estaba viva y, por muy apurada que fuese su situación, aquello por sí solo era causa de una gratitud alentadora. Todos los moradores de la tierra sentían desde su infancia un terror por los Warps que les paralizaba; no había alma viviente que no hubiese oído el agudo y estridente gemido en el lejano norte y visto las franjas de macilentos colores que se extendían en el cielo y presagiaban una de aquellas espantosas tormentas sobrenaturales. Los Warps eran un legado del Caos, una última manifestación de la confusión que había reinado antaño sin trabas en el mundo, antes del triunfo del Orden, y cuando estallaban, terribles e imprevisibles, todos los hombres, mujeres y niños buscaban un lugar donde refugiarse. Los que no lograban encontrarlo eran objeto de fervientes oraciones de las Hermanas de Aeoris por sus almas, y sus amigos y parientes sabían que jamás encontrarían rastro de ellos. Según la leyenda, el gemido que acompañaba a un Warp al rodar sobre la tierra eran las lamentaciones acumuladas de todos aquellos seres perdidos y condenados, y transmitidas por los vientos del Caos.

Con ésta, eran dos las veces que Cyllan había sobrevivido al indescriptible horror de las tormentas: dos veces se había visto arrastrada sobre la faz del mundo por el torbellino y depositada, maltrecha y contusa, pero viva, en algún lugar lejano y desconocido. Si había que dar crédito a las leyendas, y existían pruebas más que suficientes que demostraban su veracidad, Cyllan tendría que estar muerta y condenada al infierno, fuese cual fuere, que esperaba a las víctimas de los Warps.

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