Louise Cooper - Nemesis
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La reina Imogen sonrió a su hija desde su mullido sillón.
—Cántanos una de las antiguas baladas, Anghara. Algo dulce y triste.
Anghara miró a Fenran, quien deslizó el dedo índice a lo largo de su mano.
—¿Por qué no la Canción del Pájaro Blanco? —sugirió en voz baja.
Los ojos de la muchacha se iluminaron; como siempre, él había evaluado su estado de ánimo y lo que se ajustaría más a éste. Un criado se adelantó con respeto portando la pequeña arpa de madera pulimentada, y los asistentes aprobaron con clamor y golpearon las mesas mientras ella se levantaba para ocupar el lugar tradicional del juglar, a los pies de Kalig.
Con las primeras notas del arpa, fluidas y sin embargo terriblemente nítidas como el sonido de carámbanos al romperse, todos los invitados quedaron en silencio. Anghara cerró los ojos mientras ejecutaba la introducción a la balada; luego empezó a cantar con una voz ronca pero infaliblemente afinada, con un vibrato que resultaba casi estremecedor. La canción hablaba de una gran ave marina blanca que partió del norte y voló a través de los hielos al sur, en busca de la mañana. El cuento popular del que provenía aquella balada era uno de los más antiguos de las Islas Meridionales, y gran parte de su significado original se había perdido. Nadie comprendía el simbolismo del alado buscador blanco que volaba sin descanso sobre los enormes glaciares y llamaba al sol que nunca salía; pero la canción era hermosa, llena de inolvidables imágenes de gran tristeza y desamparo y anhelo. Mientras Anghara cantaba, la reina Imogen se pasó subrepticiamente los dedos por las mejillas, y cuando todos los invitados unieron sus voces al melodioso y melancólico estribillo, incluso a Kalig se le vio un parpadeo más rápido de lo normal.
Cuando la balada terminó, se oyeron nuevas palmadas sobre las mesas, y se le insistió a Anghara para que interpretara otra. Ella, tomando en cuenta el tono de su audiencia, escogió una canción más corta pero igual de conmovedora; luego, para descansar la voz, interpretó una saloma marinera sólo con el arpa. Esto fue recibido con vítores de aprobación y, ya evidentes los efectos de la bebida, con demandas de las canciones típicas isleñas que todo el mundo podía corear. Los músicos que habían tocado durante el baile unieron sus instrumentos al arpa de Anghara, y todos los reunidos empezaron a cantar a grandes voces las canciones que hablaban de mares tormentosos, batallas encarnizadas, viejas enemistades y amores perdidos. Tras una hora con este tipo de canciones, el tono de las mismas varió de forma sutil a medida que algunos de los más osados —o más borrachos— de los hombres presentes introducían un elemento más obsceno, e Imogen, al comprobar que Kalig estaba demasiado incómodo para unirse a ellas como hubiera hecho sin su moderadora influencia, sonrió débilmente y se alzó de su asiento con intención de retirarse. Su ejemplo hizo que muchas de las otras mujeres también se levantaran, e Imogen dirigió a su hija una mirada inquisitiva.
—¿No estás cansada, cariño? —le preguntó.
Anghara irguió la cabeza y le sonrió.
—Aún no, madre. Me quedaré un poco más.
—Muy bien. Pero recuerda, una mujer necesita descansar. Que no sea hasta muy tarde.
El tópico hizo que la princesa se sintiera violenta, pero se esforzó por no demostrarlo y su sonrisa se amplió con compasiva indulgencia.
—Sí, madre.
Kalig se levantó y besó a su esposa —un gesto que fue saludado con gritos de aprobación desde las mesas más ruidosas— y la reina abandonó la sala a la cabeza de una pequeña procesión de damas. Mientras un paje cerraba la puerta detrás de ellas, Anghara se levantó del lugar que ocupaba a los pies del rey, colocó su arpa a un lado, y se reunió con Fenran en la mesa principal. Esa noche había sido la primera que había tocado tanto y los dedos le dolían de tanto tañer sus cuerdas; ya había hecho suficiente y era hora de que los juglares a los que se pagaba para ello ocuparan su lugar. Además, quería estar libre para concentrarse en las diversiones que seguirían cuando terminaran las canciones.
Los incondicionales de la sala se habían lanzado ya a una de las canciones de taberna más populares, una canción muy complicada y ambigua sobre una sirena y un muy bien dotado marino; otros empezaban a perder sus inhibiciones y se unían a ella, y el príncipe Kirra, a la izquierda de Anghara, cantaba a voz en cuello. Fenran volvió a llenar la copa de la muchacha, luego le pasó un brazo alrededor de los hombros y la atrajo hacia sí.
—¿Es esta canción demasiado para tus tiernos oídos, mi amor? —se burló.
Ella le hizo una mueca.
—¡Aprendí esta balada de Kirra cuando yo tenía ocho años y él siete! —replicó, luego se echó a reír—. Tendremos que tener cuidado de que no se cuele en los festejos de nuestra boda, o a mis finos parientes del este les dará un ataque.
—Deberías cantar la Canción del Pájaro Blanco en la celebración —dijo Fenran—. Reto a cualquiera, sea del este o no, a que no se sienta conmovido por ella.
—No puedo cantar en mi propia boda; mi madre jamás lo permitiría.
El le dedicó una sonrisa privada y secreta.
—Entonces debes cantarla para mí. Después, cuando estemos solos...
Cualquier respuesta que Anghara hubiera podido dar quedó eclipsada por un clamor apabullante que casi lanzó por los aires el techo de la sala cuando la canción tocó a su fin. En el momento de relativa calma que siguió, el rey Kalig golpeó la mesa con los puños pidiendo silencio, mientras platos y cubiertos tintineaban aún por doquier.
—¡Cushmagar! —aulló el rey—. ¡Que venga Cushmagar!
Los que estaban lo bastante cerca para oírlo repitieron su grito, y Anghara sonrió al tiempo que unía su voz a la de ellos.—¡Cushmagar! ¡Cushmagar!
En respuesta a los gritos, las puertas del otro extremo de la sala se abrieron desde fuera. Una ráfaga de aire frío agitó la atmósfera sobrecargada e hizo humear al enorme fuego, a la vez que anunciaba la entrada de un hombre de cierta edad que cruzó despacio el umbral, apoyado en el brazo de un criado todavía muy joven. Tras ellos aparecieron otros dos criados que transportaban entre ambos un arpa cuatro veces el tamaño de la de Anghara, moviéndola con tanto cuidado como si estuviera hecha de cristal. Los gritos que saludaron su llegada eran ensordecedores; incluso Kalig se puso en pie y aplaudió mientras la pequeña procesión avanzaba lentamente por el pasillo central de la sala en dirección a la mesa presidencial.
—¡Cushmagar! ¡Cushmagar!
El anciano sonrió tímidamente, inclinando la cabeza a derecha y a izquierda en reconocimiento a la aprobación que le demostraban. Su joven ayudante levantó los ojos hacia Kalig, recibió un gesto de asentimiento, y condujo al anciano al lugar reservado para él a los pies de su rey.
Cushmagar el arpista se acomodó con solemne dignidad en el montón de almohadas, y esperó a que colocaran su enorme instrumento frente a él. Era un hombre enjuto y fuerte, todo músculo y energía, sin un ápice de carne de más y, con su melena, blanca pero abundante a pesar de sus años, parecía un viejo y nudoso endrino todavía floreciente. Diez años atrás una afección de cataratas en ambos ojos le había robado la visión, pero sus otros sentidos, quizás en parte para compensarlo de esa pérdida, poseían aún toda su agudeza. Todo hombre, mujer y niño de las Islas Meridionales conocía a Cushmagar y reverenciaba su nombre. Era el arpista privado del rey, el bardo de bardos; y en sus conocimientos del folclore y los mitos del lejano sur no tenía rival.
Colocaron el arpa con cuidado delante del anciano, y mientras Cushmagar flexionaba los dedos, Anghara sintió cómo un profundo escalofrío recorría su cuerpo. Éste era el momento que había aguardado con las mayores ansias; el punto culminante de la tradicional fiesta de apertura de la temporada de caza, cuando el mundo temporal y corpóreo de la comida y la bebida y de la diversión quedaba rezagado por un tiempo para dar paso al mundo de la magia y el misterio, cosas que no podían tocarse pero que palpitaban y circulaban por las profundas cavernas de la memoria ancestral. La princesa contuvo el aliento para no romper el hechizo. Un gran silencio reinaba en la sala. Cushmagar sonrió. Sus dedos tocaron las cuerdas del arpa y una oleada de sonido brotó del instrumento, conjurando el murmullo del agua al correr sobre las piedras y el de las voces sobrenaturales, por entre los árboles en pleno verano. Pronto una reluciente cascada de notas rompió el expectante silencio e inundó la gran sala como una potente marea. Un suspiro intenso e involuntario surgió de entre los reunidos como contrapunto a la energía de la música, y Anghara cerró los ojos, entregándose por completo al impetuoso lamento del mar que fluía de los dedos del anciano arpista.
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