Louise Cooper - Nemesis
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—Entonces sencillamente tendrás que perdértela, ¿no es así, mi niña? —repuso la vieja nodriza sin inmutarse—. Habrá muchas más.
—¡No te sientas tan satisfecha! —le espetó Anghara—. ¡La primera cacería de la temporada puede que no signifique nada para ti, pero sí para mí! Mi madre podría muy bien escoger otro día...
—No le es posible; la hermana de la costurera se ha puesto enferma y la ha dejado falta de mano de obra, así que no puede cambiar sus planes para complacer tus caprichos. Puedes decir lo que quieras, muchacha, pero obedecerás a tu madre, la reina, y no habrá más discusiones. —Imyssa miró a su pupila con severidad, luego añadió con aspereza—: Además, después de lo que hiciste en la fiesta de anoche...
Anghara arrugó la frente, enfurecida.
—Tú no estuviste en la fiesta. ¿Cómo sabes lo que sucedió?
—Yo sé lo que sé —replicó Imyssa—. Y jamás lo hubiera creído de ti. ¿Es que no has aprendido nada en todos estos años? ¿Es que todas mis enseñanzas se han limitado a entrarte por un oído y salir por el otro? ¡Pedirle a Cushmagar esa balada!
Así que era eso. Una muy sutil forma de castigo para demostrar la desaprobación de sus padres por su violación del protocolo, y una amable advertencia para que no lo volviera a hacer. Anghara encorvó los hombros y la miró ceñuda.
—¿Por qué se ha de hacer tanto escándalo sobre ello? Cushmagar la ha tocado infinidad de veces; no es nada nuevo.
—Pero jamás en una fiesta de la cacería. ¡Me maravilla que no se negara y no lanzara un mal augurio sobre toda la temporada!
—Pero no se negó.
—Quizá no. Pero podría haberlo hecho. —Imyssa se detuvo, luego suspiró y se acercó a la cama. Colocó a un lado la bandeja del desayuno intacta y se sentó, extendiendo las manos para tomar las de la muchacha.
—Hijita, debes olvidar esas cosas. Olvida las antiguas historias y los viejos secretos. No son para ti. Jamás tendrás que soportar la carga de tu padre, eso será para tu hermano, así que quítatelo de la cabeza, porque no tiene un lugar allí. —Vio que Anghara iba a protestar, y sacudió la cabeza—. Ahora no intentes fingir que no me comprendes. Imyssa es un viejo pajarraco sabio. Sabe lo que bulle en la cabecita de su polluelo.
Algo en el tono de voz de su nodriza hizo que Anghara tuviera la impresión de que un pedazo de hielo se deslizaba por entre sus costillas. Tiró de sus manos para liberarlas, repentinamente angustiada y un poco acobardada.
—Tú no deberías saberlo, Imyssa. Tú no deberías saber lo que pienso, lo que siento...
—Pero así es, mi cielo, porque veo con algo más que mis ojos. —Imyssa se palmeó la frente, y su rostro pareció de repente cansado y arrugado—. Y veo más allá de ti, contemplo un futuro que me atemoriza. Veo un peligro que tú no sabes ni puedes conocer, porque aunque posees ese poder, no lo utilizas. Utilízalo ahora, criatura; ¡utilízalo ahora, por el bien de todos nosotros! ¡Confía en la vieja Imyssa, y olvida esas cosas!
Sus palabras dieron en el blanco como una ráfaga de viento helado del sur, y Anghara la miró de nuevo.
—¿Qué peligro ves? —susurró.
—Eso no puedo decirlo. A lo mejor otra mujer más sabia que yo podría decírtelo, pero carezco de la habilidad para ver con más claridad. Pero tienes toda una vida de felicidad ante ti, mi pequeña. Si quieres conservar esa felicidad, no pienses en la Torre de los Pesares.
Anghara se estremeció de pronto, involuntariamente.
—Soñé con ella anoche. Con la Torre...
—Entonces eso tan sólo confirma lo que digo. No está, bien que tengas tales sueños. Se debería evitar y olvidar ese viejo lugar, y si no lo haces, vas en contra de la misma Tierra.
Por un instante la muchacha pareció mirar a través de Imyssa y más allá de ella, a un reino que sólo ella podía ver, y el miedo que se pintaba en su rostro hizo temblar a la anciana nodriza. Imyssa volvió el rostro hacia la ventana, donde unos delgados jirones de nubes altas dibujaban imágenes en el cielo matinal, y en silencio pronunció una invocación protectora. El conjuro calmó su mente; a los pocos momentos podía ya volverse hacia Anghara otra vez y mostrar un rostro tranquilo.
—Come —dijo—. Y luego vístete. No se debe hacer esperar a tu madre, la reina.
Aguardó hasta que, despacio y con cierta desgana, Anghara empezó a tomar su desayuno, antes de dirigirse en silencio a la habitación contigua que era la suya.
Y de este modo, Anghara contempló cómo la cacería se ponía en marcha, en un intento de reprimir su frustración, pero con poco éxito. Cuando los cazadores estuvieron reunidos en el patio, Fenran se había inclinado desde su caballo —una gran yegua marrón oscuro que ella misma había escogido— y besó su altivo y enojado rostro.
—No te inquietes, mi amor. —Su sonrisa era a la vez cariñosa y perversamente divertida—. Volveremos a cazar mañana, solos tú y yo. Y entretanto te traeré la pieza más exquisita.
—¡Si es que puedes cazar algo mayor que una liebre! —replicó ella.
Fenran se echó a reír, y el enojo de la princesa se aplacó un poco. Dio una palmada en el lomo de la yegua, haciendo que el animal diera nervioso un quiebro tras otro.
—Buena caza, mi amor. Que la Madre Tierra te devuelva sano y salvo.
La cabalgata ofreció un espectáculo impresionante cuando pasó bajo el arco de la vieja torre del homenaje de la fortaleza para salir a la brillante mañana. Kalig iba a la cabeza, resplandeciente sobre su corpulento caballo bayo, con los podencos de más edad, grandes, peludos y grises, corriendo por la abertura a ambos lados de él. Detrás iba Kirra, quien cabalgaba junto a Dreyfer, el encargado de los perros; luego Fenran junto al jefe de los guardabosques de Kalig, con el resto de la jauría que giraba y saltaba como un torrente alrededor de sus monturas. Tras los perros cabalgaban los nobles de menor categoría, los invitados y los criados, y Anghara sintió una punzada de irritación al ver a gran número de mujeres entre ellos. Tenía un nuevo equipo de montar preparado para esta ocasión, había planeado la estrategia, la pieza que perseguiría... y ahora sus planes se habían convertido en cenizas.
El último de los jinetes cruzó el arco, y el sonido de los cascos, ¡as voces y el ladrido de los perros se amortiguó al otro lado de las sólidas murallas de granito de Carn Caille. En algún lugar sobre la cabeza de Anghara, una contraventana repiqueteó con fuerza e intencionadamente: era Imyssa que arreglaba la habitación de la princesa y le lanzaba un oportuno recordatorio de su deber. Anghara suspiró y con una última y pesarosa mirada al invitador azul profundo del cielo se dio la vuelta y penetró de nuevo en la sala.
Encontró a su madre en la antecámara que comunicaba con la sala, y que la familia había convertido en los últimos años en su dominio privado. La luz del sol penetraba a raudales por la alta ventana y hacía resaltar el nuevo retrato que dominaba la pared opuesta: Imogen estaba sentada en un diván acolchado, rodeada por piezas de ropa a medio desenrollar, mientras Middigane, la costurera, se sentaba en un taburete bajo a sus pies.
Middigane era una mujer regordeta que recordaba a un pequeño petirrojo de ojos azules y cabellos todavía negros como el azabache a pesar de su avanzada edad. Vivía en una de las islas exteriores. Viuda de un capitán de barco mercante, había retomado el oficio de su juventud cuando su esposo se ahogó en una tormenta primaveral, y a pesar de los inconvenientes para traerla desde su hogar a Carn Caille siempre que era necesario consultarla, la reina había insistido en asegurarse sus servicios para la realización del traje de novia de Anghara. Imogen había descubierto el talento de Middigane hacía algunos años, y sostenía que era la única costurera de todas las Islas Meridionales que podía empezar a igualar la destreza de sus más sofisticadas colegas del este. Su única pena era que Middigane se negaba con firmeza a abandonar su isla a cambio de una residencia permanente en Carn Caille; pero, conociendo a Middigane, Anghara tenía para sí que tal negativa provenía de su interés en los hombres más viriles de su localidad, algo que le resultaría más difícil permitirse bajo la mirada de la reina.
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