Louise Cooper - Espectros

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—¿Koru? ¿Qué sucede con Koru? —inquirió Nas—. ¿Tiene algo que ver con esto?

—No lo sabemos —contestó Hollend—. Algo despertó a Ellani hace un rato, y ella...

Antes de que pudiera seguir se escuchó un ligero alboroto en el exterior de una casa cercana, y una voz femenina gritó de exasperación o enojo o ambas cosas. Hablaba en un idioma extranjero pero Hollend y Calpurna reconocieron una palabra: ¡Sessa!

La alta y desgarbada rubia hija de Nas salió corriendo de entre un pequeño grupo de gente reunido ante la puerta principal de los scorvianos y, descalza y en camisón, bajó corriendo la escalera y salió a la calle. Precipitándose sobre una de las serpentinas caídas, la recogió y la levantó en alto, y comenzó a agitarla y retorcerla entre los dedos mientras daba saltitos primero sobre un pie y luego sobre el otro. Su voz, exultante como la de una niña pequeña, les llegó con toda claridad.

Nas lanzó un juramento y corrió a interceptar a su hija. Ésta lo vio y se lanzó a su encuentro, con las manos llenas ahora de serpentinas caídas que intentó colocar sobre él a modo de guirnalda. Nas la agarró por un brazo y tiró de ella, sin hacer caso de sus sonoras protestas, para apartarla del montón de reluciente material que empezaba a reunirse a sus pies.

—¡Tráela aquí, Nas! —gritó Calpurna, cuyo natural instinto maternal eclipsaba ahora cualquier otra cosa. Volvió la cabeza para mirar por encima del hombro—. Ellani, ve y... — Se interrumpió al ver que su hija no estaba allí sino que había retrocedido al interior de la casa. Hizo un gesto de contrariedad, y habría ido tras ella si en ese momento no hubieran llegado Nas y Sessa, que seguía protestando, junto con la esposa de Nas que había venido corriendo desde su propia casa y regañaba a su hija en voz alta y chillona.

»Traedla dentro, rápido —indicó Calpurna, haciendo entrar a la familia. Ellani se encontraba en la habitación principal, de pie junto a la escalera, con un puño apretado contra la boca y una expresión extraña que le desfiguraba el rostro. Calpurna la miró inquieta— ¡Ellani! ¿Te encuentras bien?

Al oír el nombre de Ellani, Sessa dejó de repente de forcejear para soltarse de su padre. Tenía un aspecto absurdo y ligeramente patético con los cabellos y el traje sucios y envuelta todavía en las serpentinas que Nas no había conseguido quitar, pero sus ojos empezaban a iluminarse como si acabaran de recibir una nueva y espléndida revelación.

—¡Ellani! —Pasó inmediatamente de la lengua de Scorva a la de Alegre Labor—. ¡Ellani, mira lo que he encontrado! —Su mano libre se abrió, y algo centelleó en la palma; luego, de repente, echó el brazo atrás—. ¡Coge la pelota, Ellani! ¡Coge la pelota!

Sucedió tan deprisa que Ellani no tuvo tiempo de pensar. Sessa arrojó la diminuta esfera; de forma automática las manos de la niña se alzaron violentamente como para protegerse el rostro, y antes de que pudiera detenerse ya había cogido la pelota.

Se produjo un momento de absoluto silencio. Luego la pelota pareció explotar en un cegador estallido de luz. Con un chillido de terror, Calpurna se desmayó y se desplomó como un saco de harina en los brazos de Nas, que tuvo la suficiente presencia de ánimo para sostenerla antes de que cayera al suelo. La esposa de Nas dio un paso atrás boquiabierta y aturdida. Y, cuando la explosión de luz y sus secuelas se desvanecieron, Ellani y Sessa se contemplaron mutuamente, cada una desde un extremo de la habitación.

Entonces, despacio, los labios de Sessa se curvaron en una sonrisa beatífica y dichosa.

—Elli... —Extendió los brazos hacia la niña—. Ven, Elli. Ven a ver. ¡Es tan bonito y tan divertido! Ven a ver.

La mirada de Ellani estaba fija en el rostro de Sessa, pero no veía a Sessa. En lugar de ello contemplaba otro país y otra época, a medida que los recuerdos de días pasados en Agantia, antes de que los negocios de su padre hubieran traído a la familia a Alegre Labor, se alzaban espontáneamente de las profundidades de su cerebro. Flores y fuentes, juguetes y juegos, cuentos y música, el sonido de las risas de su madre mientras una tierna infante hacía sus primeros y decididos pinitos para empezar a andar; todo el color y la fascinación de aquel mundo enorme y excitante que había dejado atrás y desechado por no tener una utilidad razonable... Las lágrimas empezaron a correr por las mejillas de Ellani. Había un carromato, pintado de alegres colores; un poni entre los varales con cascabeles en el arnés que producían un sonido muy dulce. Había otros niños, niños que reían y bailaban como Sessa. Había una canción, una canción alegre; la recordaba, la volvía a oír ahora. Y su hermano estaba allí; su hermano perdido, a quien ella tanto quería. Ya no quería seguir negándolo. Había sido real. Y ella quería, quería tanto que volviera a ser real...

—¡Koru! —La voz se le quebró, pero el grito procedía de su corazón, de su espíritu—. Koru, ¿dónde estás? ¡Espérame! ¡Espérame!

Antes de que a nadie se le ocurriera detenerla, Ellani había cruzado ya como un relámpago la habitación y había salido por la puerta principal, con Sessa detrás. En la galería, las dos niñas chocaron contra Hollend, que retrocedió tambaleante, y luego saltaron escalera abajo y corrieron, atravesaron corriendo el recinto en dirección a las puertas del enclave.

—¡Ellani! ¡Ellani! —Recobrándose, Hollend rugió el nombre de su hija mientras la sorpresa, el miedo y la confusión lo zarandeaban. Trastabillando y resbalando en el mojado suelo, echó a correr tras las dos figuras que huían—. ¡Que alguien las detenga! ¡Detenedlas!

Pero nadie fue lo bastante rápido. Y nadie, excepto Ellani y Sessa, vio la translúcida figura que vino corriendo desde las puertas para interceptarlas; la criatura del mundo fantasma, la propia doble de Ellani, se cruzó con ésta en su desbocada carrera y, como un fuego fatuo, parpadeó junto a la niña unos segundos antes de que ambas se fusionaran y se convirtieran en una sola.

—Alguien viene. —Koru se colocó en pie de un salto sobre el asiento del conductor, lo que provocó tal balanceo en el carro que el poni relinchó y echó las orejas atrás, nervioso—, ¡Índigo, alguien viene!

Índigo podía verle el rostro en la creciente luz matinal, y percibió la oleada de esperanza que fluía del niño. Inconscientemente sus manos se cerraron con más fuerza sobre las riendas mientras miraba con atención hacia la calle, envuelta todavía en la penumbra del amanecer, que conducía de vuelta al enclave.

Habían regresado a la plaza del mercado, donde Grimya y los niños habían realizado bien su tarea. Toda la plaza estaba ribeteada de serpentinas. Impávidas bajo la llovizna, las cintas doradas y plateadas ondulaban sobre el suelo, bailaban en los tejados, revoloteaban en los alféizares y chimeneas; miles y miles de ellas, una increíble masa centelleante, cruzaban veloces por los aires dejando tras ellas brillantes estelas rojas, verdes y azules. El tejado de la Casa del Comité exhibía lo que parecía una insensata pelambrera de cabellos relucientes, y los niños —Mimino se había unido a ellos ahora— seguían trabajando incansables, sacando más y más serpentinas del carro, adornando cada grieta disponible mientras reían alborozados ante sus logros.

Y aún no se había encendido ni una sola luz en ninguna de las ventanas circundantes...

Junto a la bomba de agua, la puerta al otro mundo brillaba con luz uniforme, Índigo percibía la presencia de Némesis al otro lado del portal, percibía y compartía la ansiedad de la criatura mientras ambas aguardaban. «Pronto —pensó—; pronto, hermana... »

—¡Es Ellani! —La voz de Koru se convirtió en un alarido de júbilo, y el niño saltó sobre el asiento agitando los brazos violentamente—. ¡La veo, la veo!

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