Louise Cooper - Espectros
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Lo que apareció ante sus ojos tenía, para su conmocionado cerebro, todo el aspecto de algo sacado de una pesadilla demencial. Un auténtico ejército de ciudadanos y ancianos se movía de un lado a otro como hormigas enloquecidas esforzándose por arrancar las marañas de serpentinas que cubrían todas las grietas de la plaza. Las barrían de entradas, ventanas y esquinas, para luego recogerlas a brazadas y pisotearlas con energía, mientras, desde las abiertas puertas de la Casa del Comité, tía Osiku y otros ancianos de rango los exhortaban a esforzarse aún más. Pero de nada servía, pues en cuanto se las dejaba de pisotear las serpentinas volvían a elevarse por los aires describiendo centelleantes círculos. Y, con una sacudida que le recorrió todo el cuerpo, Hollend vio niños: docenas de niños vestidos con extrañas ropas de colores; sus cuerpos eran insustanciales pero sus risas resonaban por toda la plaza mientras recogían y lanzaban por los aires las serpentinas como si se tratara de una refulgente tormenta. En medio de todo aquel caos, un carromato pintado de una forma indescriptible se balanceaba como una nave en un mar encrespado, y en el asiento del carro se encontraba una mujer vestida de una forma sorprendente, «¿Índigo?» Por supuesto que no, se dijo Hollend con incredulidad; no podía ser. La mujer tocaba un arpa como si estuviera poseída, y, a su lado, una figura ridícula con el cabello y los ojos plateados reía y aplaudía. Y, martilleando los oídos de Hollend por entre los gritos y exclamaciones de aquella confusa masa, la letra de la canción que ellas y los niños cantaban crecía como una marea que lo inundaba todo.
¡Todos a una, bailad y cantad!
¡Esta alegre danza con nosotros bailad!
Se trataba del mismo baile que Índigo había utilizado para sacar a Koru de su escondite en el mundo fantasma. Hollend no lo sabía; no la había escuchado jamás, pero a medida que captaba las palabras se sintió asaltado por una emoción violenta y totalmente inesperada. Era irracional, era una locura, pero sintió el impulso de gritar a los esforzados ciudadanos: «No, deteneos, ¿qué daño hacen? Dejad las serpentinas; ¡son preciosas!». El recuerdo de la imagen de Sessa Kishikul con el rostro radiante y bailando entre las serpentinas en el enclave, mientras lanzaba exclamaciones de alegría, apareció de nuevo ante sus ojos; profirió un grito inarticulado de protesta...
Y una voz estridente lo llamó desde el grupo de danzantes:
—¡Papá!
Hollend se tambaleó como si le hubieran asestado un puñetazo.
—¿Koru?
—¡Papá!
Con los rubios cabellos ondeando al aire y los ojos brillantes de júbilo, un chiquillo vestido de bufón surgió del grupo para correr hacia él con los brazos extendidos. Hollend abrió la boca para negar lo que veía, incrédulo, esperanzado... y otra voz familiar, la de Ellani, le gritó mientras la niña corría también hacia él tras su hermano:
—¡Coge la pelota, papá! ¡Coge la pelota!
La deslumbrante esfera fue directa hacia la cabeza de Hollend. Este retrocedió asustado e, igual que Ellani había hecho cuando Sessa le lanzó la pelota mágica, levantó las manos instintivamente para rechazarla, y la cogió.
Ellani chilló de alegría y abrazó a Koru, y juntos empezaron a dar saltos frente a su padre.
—¡Papá, papá, baila y canta! ¡Esta alegre danza con nosotros baila!
«Baila y canta..., baila y canta... » De improviso Hollend empezó a reír sin poder parar. «Baila y canta... Coge la pelota... »
—Niños...
Pensó que sus piernas iban a doblarse bajo su peso, pero no lo hicieron y desde luego no lo harían, como bien sabía una parte de él muy cercana a su corazón. Se sentía inmensamente feliz, con una felicidad ridícula y tonta que no le producía ninguna ganancia, que no tenía un objetivo, ni tampoco un valor tangible. ¡No tenía sentido! Pero su hijo había vuelto a él sano y salvo, y sus dos hijos lo sujetaban con fuerza de las manos e intentaban arrastrarlo hasta el baile, y él reía y gritaba como si también fuera un niño y quería bailar, quería bailar como en los viejos tiempos, ¡aquellos días en que le había importado algo más que el dinero y la posición!
Entonces, desde la calle sin alumbrado que quedaba a su espalda, desde lo que ahora parecía ser otro mundo, una mujer lanzó un grito de sorpresa y angustia.
—¡Es mamá!
Koru giró en redondo, y Hollend giró también, a tiempo de ver cómo Calpurna penetraba en la plaza corriendo con la esposa de Nas jadeando tras ella. La visión del rostro macilento de Calpurna estuvo a punto de romper el hechizo, pues en su expresión desolada estaba todo el poder forjado por los años vividos bajo la influencia de Alegre Labor, y por un instante el mundo que Hollend acababa de descubrir amenazó con desmoronarse.
Pero, antes de que pudiera moverse, antes de que pudiera hablar, Koru dio un salto al frente.
—¡Mamá! —Vio cómo la boca de Calpurna se torcía bajo los efectos de la sorpresa, y sus propios labios se ensancharon en una amplia sonrisa—. ¡Mamá, mira lo que he traído a casa para ti! —Corrió hacia ella, sosteniendo la brillante esfera, una copia perfecta de aquella con la que Ellani había atrapado a su padre—. ¡Aquí la tienes, mamá! ¡Coge la pelota!
Así empezó, y así se fue forjando cada nuevo eslabón; cada uno era seguido por otro y otro y otro a medida que la enorme cadena iba creciendo. La primera barrera se había derrumbado cuando los ciudadanos y ancianos de Alegre Labor despertaron y encontraron toda su ciudad iluminada por enormes cascadas de despreciables e inútiles desechos, ya que la simple escala física de la transformación era tan grande que ni siquiera su propia racionalidad la podía resistir. No podían hacer caso omiso del atropello, pero, aunque se esforzaron por no ver a sus autores, por no oír sus voces camarinas, por no creer en las manos que les arrebataban las serpentinas en el instante mismo en que intentaban quitarlas, la brecha en su muro defensivo había preparado el camino para su derrumbe total. Los niños giraban y giraban como derviches, zigzagueando entre la multitud, y la gente gritaba aturdida y asustada al vislumbrar el momentáneo giro de una melena espectral o el centelleo de una falda fantasma, o respondían impulsivamente a una efímera pero encantadora sonrisa. La confusión fue en aumento a medida que llegaban más y más ciudadanos perplejos, atraídos por el ruido. Surgían de las casas de la plaza o apresuraban el paso desde las calles vecinas o desde el Enclave de los Extranjeros y la Oficina de Tasas, y se veían arrastrados de grado o por fuerza hasta aquel caos, Índigo había dejado a un lado el arpa ahora, y ella y sus amigos estaban en el centro de todo el alboroto, como bailarines de un círculo que se iba ensanchando a partir del carromato; Mimino y Koru, Hollend y Calpurna, Ellani y Némesis: todos cogidos de la mano mientras llamaban a los otros para que se unieran a su fiesta. En ese instante empezó a elevarse un nuevo grito, al principio difícil de distinguir entre el tumulto pero que rápidamente se tornó más claro.
—¡Coge la pelota! ¡Coge la pelota!
Espíritu a mente, figura espectral a cuerpo físico, los niños del otro mundo encontraron las envolturas físicas que los habían abandonado, y pusieron en funcionamiento la magia del Benefactor. Una mujer, con el rostro extasiado, se incorporó al corro al lado de Índigo para unirse a los bailarines, y hubo un niño fantasma menos en la plaza. Dos jóvenes se añadieron en el otro extremo y uno besó a Calpurna mientras que el otro cogía la mano de Koru y le hacía dar vueltas y vueltas; un hombretón corpulento, de rostro colorado y jadeando de risa y cansancio, fue a brincar junto a Mimino; y otros tres niños desaparecieron.
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