Louise Cooper - Espectros
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— ¡Hermana! —Némesis se incorporó de un salto alarmada, y se produjo un centelleo plateado cuando la criatura miró a su alrededor con ojos desorbitados—. ¡La torre!
Índigo levantó los ojos, perdida la recién encontrada felicidad en el sobresalto producido por el auténtico terror que se percibía en la voz de Némesis.
La torre se desvanecía. Las paredes empezaban ya a volverse transparentes, mostrando las sombras borrosas del bosque como a través de una ventana oscura, y, mientras los ojos de la muchacha se abrían horrorizados, las mismas piedras lanzaron un último estremecimiento de agonía y desaparecieron.
Y, desde el sillón, Fenran exclamó:
—¡Ah, no, no!
— ¡Fenran! —La voz de Índigo fue un alarido de protesta y terror. Giró en redondo hacia la silla, en tanto Némesis hacía lo propio con sólo un segundo de diferencia, y pudo aún ver cómo la figura de Fenran se convertía en un fantasma gris en un espectral sillón también gris que empezaba a desvanecerse por completo.
—¡NO! ¡NO!
Se aferró a su mano como enloquecida, pero la mano carecía de sustancia; no podía sujetarlo. Se arrojó al frente, en un intento por agarrar su cuerpo y arrebatarlo de las garras del moribundo mundo de fantasmas, pero sus dedos se cerraron sobre la niebla, sobre el vacío. El gritaba su nombre, y su voz sonaba como si proviniera de una distancia enorme e insalvable; ella también gritó, luchando, forcejeando. El mundo pareció invertirse para transformarse en un vórtice nauseabundo, y por un instante creyó haberlo conseguido, ya que de improviso sintió el cuerpo de Fenran, sus ropas, sus cabellos, sólidos y reales entre sus manos, y de repente volvía a haber paredes tangibles a su alrededor, piedra física, los oblicuos rayos del sol, un lugar que conocía...
... una habitación sin amueblar, tierra desnuda y piedra desnuda; un extraño arcan de metal, cuyo color no era exactamente plateado, ni tampoco bronce, ni tampoco un acerado azul gris. Y hubo una época, una época antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo...
Entonces, de las cada vez más consolidadas paredes de piedra, surgió una ráfaga de energía, un tremendo puñetazo físico que la lanzó violentamente hacia atrás. Sus manos soltaron a Fenran y, cuando intentaron volver a sujetarlo, no encontraron nada, Índigo se vio arrojada lejos de la desnuda estancia, de regreso al mundo fantasma, para aterrizar cuan larga era sobre el suelo informe y vacío en claque habían estado la torre y el bosque.
Índigo no se movió. Con los ojos fuertemente cerrados y la respiración contenida en la garganta, rezaba en silencio una y otra vez para estar equivocada, para que nada hubiera sucedido, para que cuando por fin reuniera el valor para abrir los ojos encontrara a Fenran despierto y vivo a su lado. Tenía que ser así. Tenía que serlo. Tenía que serlo.
Algo le rozó los cabellos. Todos sus músculos se pusieron en tensión. Y una voz que no era la de Fenran, pero que estaba llena de un dolor y un sufrimiento que igualaban a los suyos, dijo:
—Anghara.
Némesis se encontraba arrodillada a su lado, Índigo levantó la cabeza, y el último resto de esperanza se esfumó. El claro estaba vacío y las postreras sombras del bosque se disolvían lentamente. La torre del hombre dormido ya no estaba, y en los últimos instantes de su existencia se había llevado el espíritu de Fenran, que empezaba a despertar, y lo había enviado de nuevo a reunirse con su cuerpo físico.
Ella podría haberlo conseguido. Podría haberlo sacado de allí, espíritu y cuerpo juntos, de la misma forma en que ella había conseguido penetrar en este mundo. Un minuto, sólo eso, habría transformado el deprimente fracaso en alborozado éxito. Un minuto para reforzar el eslabón, para abrir la puerta entre las dimensiones. Había visto la puerta; había mirado a través de ella, había tocado y sujetado a Fenran por un instante mientras su cuerpo vivo despertaba en aquel otro lugar, y si se le hubieran concedido unos segundos más habría podido sujetarlo bien y sacarlo de allí. Pero en lugar de ello...
Empezó a sollozar, y aquel mundo vacío le devolvió el desagradable sonido estrangulado con un eco apagado. Némesis se acercó a ella, se detuvo a su lado, y los brazos del ser la rodearon en un mudo intento de consolarla. Permanecieron así abrazadas durante unos instantes, mientras las lágrimas de una se entremezclaban con las de la otra; luego, despacio, la distinción entre quién era Índigo y quién Némesis empezó a difuminarse, hasta que sólo una única figura solitaria, con la cabeza tan inclinada que los cabellos castaños le ocultaban el rostro y los ojos de color Índigo moteados de plata llenos de lágrimas, permaneció triste y abandonada en el vacío gris de lo que había sido un claro del bosque.
El Benefactor la encontró allí, como ya sabía que lo haría. Aunque los árboles del bosque eran en aquellos momentos tan sólo débiles siluetas imprecisas, demasiado tenues para ocultarlo, ella no se dio cuenta de que se acercaba y únicamente cuando él pronunció su nombre, con gran dulzura, levantó la cabeza.
—Índigo, lo siento tanto —dijo el Benefactor, contemplándola entristecido.
Índigo le devolvió la mirada. En algún remoto rincón de su cerebro se esforzaba por encontrar palabras con las que insultarlo por lo que sin duda había sido un engaño monstruoso y una traición. Pero lo cierto es que sabía que él no la había engañado ni traicionado. Tan falible, tan mortal, tan humano como lo era ella, el hombre había creído — al igual que ella— que todo saldría bien. Y, consciente ahora del terrible error cometido, sentía el dolor de la muchacha y su propio remordimiento como un cuchillo retorciéndose en su alma.
Ella no podía ofrecerle consuelo, pero tampoco podía odiarlo ni hacerle reproches. Cuando por fin habló, la voz de Índigo sonó desprovista de vida.
—Un minuto más. Eso habría sido suficiente.
—Lo sé. Intenté..., intenté retenerlo, pero no tenía poder suficiente. Creo que habría estado fuera del poder de cualquier mortal.
Por extraño que pareciera, ella no dudó que él hubiera hecho todo lo posible; todo lo que cualquier otro hubiera podido hacer. Asintió.
—¿Qué harás ahora? —preguntó el Benefactor.
La muchacha tuvo la impresión de que la respuesta era importante para él, pero no contestó; se limitó a encogerse de hombros de forma apenas perceptible.
— Grimya te espera —dijo el Benefactor con suavidad—. Y este mundo espera, también, a que sus últimos ocupantes se vayan. —Dio tres lentos pasos hacia ella—. Ven conmigo, Índigo. No hay nada más que podamos hacer aquí. Regresemos a casa juntos.
—¿A casa... ? —repitió Índigo con voz triste.
Y de repente un recuerdo se agitó en su cerebro. Hubo una época, una época, antiquísima, antes de que los que vivimos ahora bajo el sol y el firmamento empezáramos a contar el tiempo... Sintió una sensación de ahogo en el pecho como si algo hubiera agarrado su corazón y lo oprimiera con fuerza, mientras el recuerdo se tornaba más nítido y le facilitaba una respuesta.
Sabía dónde se encontraba Fenran. No únicamente su espíritu, ni su mente dormida, ni su imagen... sino Fenran, completo y vivo. Lo sabía, ¡lo sabía!
Volvió a levantar la cabeza, rápidamente, y en su cerebro empezó a arder despacio un potente fuego. No era el fuego de la fe, todavía no, pues no se atrevía a darle rienda suelta aún; pero sí la primera chispa de una renovada esperanza. El Benefactor lo vio en sus ojos, y sonrió con una melancólica sonrisa dulce y triste mientras le tendía la mano.
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