Louise Cooper - Espectros

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Hierba gris. Lo descubrió cuando se incorporó temblorosa sobre las rodillas, e interiormente se quedó como paralizada. La hierba era gris; el color se había ido. Alzó la mirada, y ante ella no vio otra cosa que gris, extendiéndose hasta el horizonte: colinas grises, emborronadas bajo un cielo también gris; los grises árboles de bosques fantasmales, borrosos y apenas distinguibles. Este mundo, el refugio de los niños que ellos ahora ya no necesitaban, se moría.

Una voz a su izquierda dijo: «Hermana... ». Némesis empezaba a levantarse, despacio y algo vacilante, e Índigo sintió una turbulenta sacudida de alivio al comprobar que el ser, su gemela, ella misma, había conseguido cruzar el portal con ella. Pero en cuanto al portal...

Ya no estaba. Ya no había ni reluciente arco, ni reflejo, ni la menor señal que indicara el punto donde momentos antes había estado la puerta entre este mundo y Alegre Labor.

Índigo y Némesis contemplaron el lugar en silencio. Ninguna sabía si esta u otra puerta se abriría —o podría abrirse— otra vez para permitirles regresar a Alegre Labor, Índigo se dio cuenta entonces de que al otro lado de la barrera estaba Grimya; ¿había visto la loba lo que habían hecho y lo que había sido de ellas? Si así era estaría como loca, frenética y a la vez sin poder hacer nada, pues ni siquiera sus poderes telepáticos eran capaces de franquear el muro que separaba las dimensiones. Pero en ese momento ni aun esto contaba para Índigo. Sólo una cosa importaba, y cuando volvió a mirar a Némesis supo que ambas eran finalmente y por completo una sola.

La criatura de ojos plateados señaló una débil y lejana neblina que, en alguna ocasión, podría haber sido un bosque.

—Por ahí, hermana. —Una mirada que decía más que cualquier palabra abrasó momentáneamente a Índigo—. ¡Y reza a la Madre todopoderosa para que no lleguemos demasiado tarde!

Con los dedos entrelazados y apretados con fuerza, como fantasmas en un mundo de recuerdos vacíos, pero a la vez con un propósito compartido que ardía en ambas como el fuego de un horno, empezaron a correr.

Gris, todo era gris; hierba, colinas, árboles y cielo: todo tenía la misma tonalidad pálida que deprimía y en ocasiones engañaba la vista. La cálida y acogedora luz del otro mundo se había apagado hasta convertirse en un sombrío ambiente nublado, y resultaba difícil calcular las distancias, Índigo y Némesis creían llevar horas corriendo sin detenerse, y no habían realizado ningún progreso digno de consideración. A Índigo le pareció que una mancha borrosa entre dos colinas apenas distinguibles que tenían delante podía ser el bosque donde se encontraba la torre del hombre dormido, pero ya no era posible estar segura en aquel paisaje llano y descolorido. El aire tenía un regusto rancio, y el mundo fantasma ya no las imbuía de energía; correr significaba un esfuerzo, una tensión, y a Índigo le dolían piernas y pulmones debido al cansancio. Y en todo aquel lugar no se oía ni veía el menor rastro de otra presencia viva.

Pero por fin, aunque más tarde resultó difícil recordar cómo había sucedido con exactitud, se encontraron ante el bosque y descendieron a la carrera la última de las suaves laderas en dirección a los árboles. Ya no había una exuberante masa de verde follaje, descubrió Índigo con una punzada de desasosiego; el bosque tenía más bien aspecto de banco de niebla, y el contorno de los árboles era vago y carente de todo detalle. Penetrar en el bosque resultó una experiencia aterradora ya que resultaba tan insustancial como parecía a la vista. Un gélido silencio impregnaba la atmósfera; ni siquiera una hoja se movía a su paso y en una ocasión, de forma desconcertante, Índigo tocó el tronco de un árbol y descubrió que su mano lo atravesaba sin sentir nada, como si allí no hubiera nada.

—¡Deprisa, hermana! —La voz de Némesis sonó amenazadora en el silencio; una chispa de temor atenazaba las palabras de la criatura—. ¡Tenemos tan poco tiempo!

Los músculos de los muslos de Índigo parecían arder, pero la muchacha se obligó a apresurar el paso. Más deprisa, debían ir más deprisa; había tan poco tiempo... La maleza bajo sus pies no era más que una mancha borrosa ahora, que se desvanecía despacio para convenirse en un vacío sin forma ni color, y ya le era imposible distinguir la forma individual de cada árbol. Némesis se encontraba unos pasos por delante, y, cuando la criatura lanzó de improviso un grito y señaló al frente, Índigo se sintió invadida a la vez por el alivio y el temor y corrió a reunirse con su gemela.

Habían llegado al claro. Pero el suelo del claro era un informe estanque de nada, y la achaparrada torre, aunque visible aún, era un vago espejismo que flotaba en su centro.

—Oh, Diosa... —Una sensación de náusea subió por la garganta de Índigo desde su estómago; la reprimió como pudo, sin dejar de mirar a la torre mientras respiraba jadeante y con dificultad. ¿Podría llegar hasta ella, o este vacío, esa nada, era una trampa mortal?

Le cogieron la mano de repente, y Némesis se colocó frente a ella.

—Debemos intentarlo. Nos suceda lo que nos suceda, debemos intentarlo.

Tras la esbelta figura de Némesis, la imagen de la torre se estremeció como un reflejo en aguas inquietas. No había tiempo para recapacitar: en cuestión de minutos habría desaparecido, Índigo asintió, y juntas ella y Némesis penetraron en el claro.

Aunque les dio la impresión de que caminaban en el vacío, el suelo a sus pies era sólido. Sabiendo, no obstante, que en cualquier momento aquello podía cambiar, Índigo y Némesis corrieron a la puerta de la torre. Estaba cerrada pero se había diluido su sustancia, y cuando la atravesaron se desvaneció a su alrededor. Las paredes de la estructura las envolvieron, creando una ilusión de solidez; pero no era más que una ilusión, ya que las formas de los bloques de piedra eran tenues y borrosas. Y allí, en el otro extremo de la habitación circular, estaba el sillón de respaldo alto que servía de lugar de descanso al hombre dormido.

Y el sillón tenía un ocupante.

—¿Fenran... ?

Índigo apenas si se atrevió a susurrar su nombre por temor a que el más leve sonido hiciera añicos la frágil y menguante existencia de la torre. Cogidas todavía de la mano, ella y Némesis cruzaron la habitación... y bajaron la mirada hacia el rostro dormido y los oscuros cabellos de su amor perdido.

—Fenran...

La esperanza se apoderó de Índigo, mareante y devastadora. Esta vez sucedería lo que ansiaba; el poder estaba en su interior, era una parte de ella, fluía entre ella y la gemela, la otra Índigo, la otra Anghara, que permanecía arrodillada a su lado ante el sillón. Sus manos se extendieron al frente en el mismo momento y tocaron el rostro de Fenran, y, cuando sus dedos establecieron contacto con la piel del joven, un levísimo parpadeo agitó fugazmente sus párpados cerrados.

—Fenran. —Sus voces eran una sola lo mismo que sus manos eran también una—. Mi amor, mi queridísimo amor. Despierta. ¡Despierta!

Las manos morenas que reposaban tan inertes sobre los brazos del sillón se movieron. Los dedos se crisparon sacudidos por un espasmo, y un suspiro surgió de la garganta de Fenran. Luego sus grises ojos se abrieron, soñolientos, y, como quien sale muy despacio de un sueño, la vio.

—Anghara... Madre todopoderosa, Madre todopoderosa... ¡Anghara!

Para Índigo fue como si todos los días, todas las horas de su existencia se hubieran fundido en este único momento. Ya no era una ilusión, ya no era un sueño, ya no era una promesa efímera que podían arrebatarle. Esto era cierto, era real: Fenran había regresado a ella.

Y de algún lugar situado lejos de ellas, en las profundidades del bosque, surgió un potente suspiro.

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