Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Tiene que devolver el amuleto, señora -dijo el policía.

– No puedo.

– ¿Qué demonios ha hecho, John?

– Algo que no debería ser capaz de hacer.

Empezaba a entender cómo se sentía Dolph por tener que recurrir a mí para conseguir información: era como arrancar una muela.

– ¿Qué ha hecho? -insistí.

– Absorber el poder para recuperarlo.

– ¿Qué significa eso?

– Que su cuerpo ha absorbido el gris-gris, ¿es que no lo notas?

El aire ya era más respirable, pero seguía más denso que de costumbre, y tenía todos los pelos de punta.

– He notado algo, pero sigo sin entenderlo.

– Lo ha absorbido y ha restituido su alma sin ceremonias, sin ayuda de los loas. No encontraremos ni rastro; no ha dejado pruebas.

– ¿Así que el vídeo es todo lo que tenemos? -pregunté. John asintió-. Si sabías que podía hacer esto, ¿por qué no lo has dicho antes? Podíamos haberle quitado el amuleto.

– No lo sabía. Es imposible sin la ceremonia adecuada.

– Pero lo ha conseguido.

– Ya lo sé, Anita, ya lo sé. -Por primera vez parecía asustado, cosa que no le agraciaba precisamente los rasgos. Después de haber percibido todo el poder que emanaba, el miedo me parecía fuera de lugar, pero no por eso dejaba de estar presente.

Me estremecí. La vista de Dominga seguía clavada en mí.

– ¿Qué miras? -pregunté, cada vez más incómoda.

– A una mujer muerta -dijo en voz baja.

– Hablar es fácil, se ñ ora. -Sacudí la cabeza-. Las amenazas no significan nada.

– No la provoques, Anita -dijo John, poniéndome la mano en el hombro-. Si ha podido hacer eso con tanta facilidad, quién sabe de qué más será capaz.

– No va a hacer nada más. -El policía ya estaba harto-. Haga un solo movimiento en falso, señora, y le pego un tiro.

– ¿Por qué amenaza a una pobre anciana?

– Y no hable.

– Una vez me las vi con una bruja que podía hechizar con la voz -dijo el otro policía.

Los dos tenían la mano cerca de la pistola. Es curiosa la forma en que la magia altera las percepciones de la gente. Mientras creían que la sacerdotisa necesitaba realizar ceremonias con sacrificios humanos no estaban preocupados, pero había bastado con un truco para que la considerasen peligrosa. Yo lo había sabido desde el principio.

Dominga se quedó quieta y en silencio bajo la atenta mirada de los policías, y de repente caí en la cuenta de que me había distraído con lo que acababa de presenciar. No me había fijado, pero aún no había llegado ni un grito del sótano. No se oía nada.

¿Sería que el monstruo se los había cargado a todos tan deprisa que no habían tenido tiempo ni de disparar? Ni de coña. Aun así, tenía el estómago encogido, y el sudor me resbalaba por la columna.

«¿Seguís enteros?»

– ¿Has dicho algo? -preguntó John.

– Sólo estaba pensando -dije mientras negaba con la cabeza.

– Ah. -Asintió como si fuera lo más normal del mundo.

Cuando Dolph entró en la sala, no pude deducir nada por su expresión. Joder con el estoicismo.

– Bueno, ¿qué tenéis? -pregunté.

– Nada.

– ¿Cómo que nada?

– Lo ha limpiado todo. Hemos visto las habitaciones de las que me hablaste. Una de ellas estaba cerrada por dentro, pero la hemos abierto. La habían fregado y tiene pintura fresca. -Levantó una mano manchada de blanco-. Muy, muy fresca.

– No es posible que no quede nada. ¿Qué hay de las puertas tapiadas?

– Parece que las han vuelto a abrir, porque sólo hay habitaciones recién pintadas. Todo apesta a limpiador con olor a pino y a pintura. No hay cadáveres, no hay zombis… No hay nada.

– Tiene que ser una broma -dije mirándolo muy fijamente.

– Sí, por eso me río tanto.

Me levanté y me puse delante de Dominga.

– ¿Quién te avisó?

Se limitó a mirarme fijamente, sonriendo. Me apetecía borrarle la sonrisa de una hostia; sabía que después me sentiría mucho mejor.

– Anita -dijo Dolph-, aparta.

Puede que mi expresión de cólera fuera muy descarada, o puede que los puños apretados le dieran la pista. Estaba temblando de ira y por otro motivo: si Dominga no iba a la cárcel, podría volver a intentar matarme aquella noche. Y todas las noches siguientes.

– No tenéis nada, chica. -Sonrió como si pudiera leerme la mente-. Os lo habéis jugado todo a una mano e ibais de farol. -Lo peor era que tenía razón.

– Ni te me acerques -le dije.

– No tengo la menor intención. No es necesario.

– Tu última sorpresita no te salió muy bien. Sigo aquí.

– Yo no he hecho nada, pero estoy segura de que puedes encontrarte con cosas peores.

– ¡Mierda! -me volví hacia Dolph-. ¿Ya no nos quedan opciones?

– Tenemos el amuleto, pero eso es todo. -Se me debió de notar algo en la cara, porque me tocó el brazo-. ¿Qué pasa?

– Ha absorbido el amuleto. Ya no está.

Dolph se llenó de aire los pulmones, los vació y se apartó.

– Joder, joder, joder. ¿Cómo?

– Que te lo explique John -dije encogiéndome de hombros-, porque yo tampoco lo entiendo muy bien.

No me gusta reconocer que no sé algo; siempre me ha molestado pasar por ignorante. Pero qué se le va a hacer: no se puede ser experto en todo. Me había esforzado mucho para mantenerme apartada del vudú, y ¿para qué me había servido? Para quedarme como un pasmarote mientras veía a una sacerdotisa vodun tramar mi muerte… Una muerte tirando a desagradable, para más señas.

En fin, de perdidos al río. Volví a acercarme a ella, la miré fijamente y sonreí. Su sonrisa flaqueó un poco, cosa que hizo que la mía se ampliara.

– Alguien te dio el soplo, y llevas dos días limpiando esta ratonera. -Me incliné sobre ella, con las manos en los brazos de la mecedora, de forma que me quedé a poca distancia de su cara-. Tuviste que derribar paredes y desprenderte de todas tus creaciones, o destruirlas. Tuviste que limpiar y encalar tu santuario, tu humfo. Ya no están los verves, ni los animales sacrificados… Después de haber pasado tanto tiempo acumulando poder, poco a poco, gota de sangre a gota de sangre, vas a tener que volver a empezar. Tendrás que reconstruirlo todo. -La mirada de sus ojos negros me estremeció, pero me dio igual-. Aunque ya no tienes edad para tanta reconstrucción. ¿Has tenido que destruir muchos de tus juguetes? ¿Dónde los has enterrado?

– Jáctate cuanto quieras, chica, pero alguna noche te encontrarás con lo que me queda.

– ¿Por qué esperar? Haz lo que sea ahora mismo, a la luz del día. ¿O es que te da miedo enfrentarte a mí?

Se echó a reír, con un sonido tan cálido y amistoso que me sobresaltó. Me incorporé de golpe y casi salté hacia atrás.

– ¿Me crees tan idiota como para atacarte delante de la policía? ¡Por favor!

– Tenía que intentarlo.

– Deberías haber aceptado la oferta de colaborar conmigo. Podríamos habernos hecho ricas.

– Lo único que podríamos hacer es matarnos mutuamente.

– Pues que así sea. Si lo que quieres es guerra,…

– No la he declarado yo.

Dominga asintió y volvió a sonreír.

Zerbrowski salió de la cocina, y parecía muy animado. Al parecer había pasado algo bueno.

– El nieto acaba de cantar.

Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia él.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Dolph.

– Que el gris-gris se hizo con un sacrificio humano, y que tenía instrucciones de recuperarlo después de matar a Peter Burke, por orden de su abuela, pero pasó gente haciendo footing y no se atrevió a quedarse a registrarlo. Le tiene tanto miedo -dijo señalando a Dominga con un gesto- que quiere verla entre rejas. Está aterrorizado por lo que pueda hacerle por haber vuelto sin el amuleto.

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