Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Dominga hizo como que no lo veía.

– ¿No quiere recuperar su poder perdido? -le preguntó John.

– ¿A qué se refiere? -Ya se había sobrepuesto y parecía verdaderamente perpleja. Joder, qué buena era-. Usted es un sacerdote vodun muy poderoso, y hace esto para inculparme.

– Si usted no quiere el amuleto, me lo quedo yo -dijo John-, y entonces sí que seré poderoso de verdad. El más poderoso del país.

Noté su fuerza por primera vez, como un hormigueo en la piel, un viento mágico que me ponía los pelos de punta. Había empezado a considerarlo un tipo normal, o tan normal como pudiera ser cualquiera de nosotros. Gran error.

Dominga se limitó a sacudir la cabeza.

John se adelantó, se arrodilló y recogió el gris-gris serpenteante. Su poder lo acompañaba como una mano invisible.

– ¡No! -Dominga lo recogió y lo acunó en sus manos.

– Entonces, ¿reconoce que le pertenece a usted? -preguntó John, mirándola sonriente-. De lo contrario, puedo quedármelo y darle el uso que considere oportuno. Estaba entre los efectos personales de mi hermano, de modo que me pertenece legalmente, ¿no es así, sargento Storr?

– Desde luego -dijo Dolph.

– De eso nada.

– Puedo quedármelo, y me lo quedaré si no mira a esa cámara y reconoce que lo hizo usted.

– Se arrepentirá -dijo Dominga con expresión venenosa.

– Y usted de haber matado a mi hermano.

– Muy bien. -La sacerdotisa miró a la cámara-. Yo hice este amuleto, pero no reconozco nada más. Fue un encargo de su hermano, y eso es todo.

– Tuvo que realizar un sacrificio humano para hacer esto -dijo John.

– El amuleto es mío -dijo Dominga, sacudiendo la cabeza-. Se lo hice a su hermano y ya está. Tienen esto, pero no tienen nada más.

– Perdona, pero… -Antonio intentó intervenir. Estaba pálido, compungido y muy, muy asustado.

– ¡Cierra el pico! -espetó su abuela.

– Zerbrowski, llévate a nuestro amigo a la cocina y tómale declaración -dijo Dolph.

Dominga se puso en pie de un salto.

– ¡Insensato, estúpido! ¡Diles algo más y haré que se te pudra la lengua en la boca!

– Sácalo de aquí, Zerbrowski.

El policía se llevó a Antonio, que parecía estar al borde de las lágrimas. Tuve la sensación de que le habían encomendado a él la responsabilidad de recuperar el gris-gris, pero no lo había conseguido e iba a pagar su error. La policía era el menor de sus problemas. Yo en su lugar haría lo posible para que mi abuela estuviera entre rejas antes de que acabara el día; no me gustaría que volviera a tener a mano sus trastos de vudú. Nunca.

– Ahora vamos a realizar el registro, señora Salvador.

– Como desee, sargento. No van a encontrar nada -dijo con toda la calma del mundo.

– ¿Ni siquiera detrás de las puertas? -pregunté.

– No sé de qué puertas hablas, Anita, pero aquí no encontraréis nada que no sea legal y… saludable. -Consiguió que la última palabra sonara obscena.

Dolph me miró, y me encogí de hombros. Dominga parecía terriblemente segura.

– De acuerdo, chicos, vamos a revolver esto, -Todos los policías, tanto los de uniforme como los inspectores, se pusieron en marcha. Empecé a seguir a Dolph, pero me detuvo.

– No, Anita. Burke y tú os quedáis aquí.

– ¿Por qué?

– Porque sois civiles.

– ¿Así que ahora soy una civil? ¿Y cuando estaba recorriendo el cementerio contigo?

– Si hubiera podido hacerlo alguno de los míos, tampoco te lo habría permitido a ti.

– ¿Permitírmelo?

– Ya me entiendes -dijo frunciendo el ceño.

– Me parece que no.

– Puede que seas una chica dura, y hasta que seas tan buena como crees, pero no eres policía y esto es trabajo policial, así que, por una vez, quédate en la sala con los civiles. Cuando hayamos terminado podrás bajar a identificar al hombre del saco.

– No me hagas favores, Dolph.

– Quién iba a decir que eres de las que hacen pucheros.

– No estoy haciendo pucheros.

– Entonces, ¿estás lloriqueando?

– Corta el rollo. Ya has dejado clara tu postura. Me quedo aquí, pero no tiene por qué gustarme.

– Casi siempre estás hasta el cuello de mierda; deberías alegrarte de quedarte al margen por una vez. -Dicho aquello, se dirigió al sótano.

La verdad era que no me apetecía volver a bajar a aquel sótano oscuro, y mucho menos, ver a la criatura que había perseguido a Manny escaleras arriba. Sin embargo… Me sentía marginada. Y Dolph tenía razón: estaba haciendo pucheros. Cojonudo.

John Burke y yo nos sentamos en el sofá. Dominga siguió en la mecedora en la que estaba cuando entramos. Enzo se había llevado a los niños a jugar, y parecía aliviado. No era para menos; yo había estado a punto de ofrecerme a acompañarlos. Cualquier cosa era mejor que quedarse allí esperando a que se oyeran los primeros gritos.

Si el monstruo, y aquella palabra era la única que hacía honor a los ruidos que habíamos oído, estaba allí abajo, habría gritos. A la policía se le daba muy bien contener a los malos, siempre que estos fueran humanos. En cierto modo, todo era mucho más fácil cuando nos dejaban esos marrones a los expertos, a un grupo reducido de justicieros que manteníamos a raya lo sobrenatural: clavábamos estacas a los vampiros, poníamos a descansar a los zombis, quemábamos a las brujas… Aunque es más que probable que unos años atrás me hubiera tocado que me quemaran a mí: ponte a levantar muertos allá por la década de 1950.

Sin duda, lo que yo hacía era magia. Antes de que todo eso saliera a la luz, lo sobrenatural era algo que había que destruir por simple defensa propia. Eran tiempos más fáciles. Pero después, la policía había tenido que empezar a tratar con zombis, vampiros y algún demonio que otro. Los demonios se le daban especialmente mal; claro que ¿a quién no?

Dominga me miraba desde la mecedora. Los dos policías uniformados que habían quedado en la sala estaban como suelen estarlos policías: de pie, con cara inexpresiva y pinta de aburridos, pero alerta: el aburrimiento era sólo aparente. Los policías siempre lo veían todo; gajes del oficio.

La sacerdotisa no les prestaba atención. Ni siquiera miraba a John Burke, que era lo más parecido que tenía a un homólogo. Le había dado por clavar la vista precisamente en mí.

– ¿Algún problema? -La miré a los ojos negros.

Los policías se volvieron hacia nosotras, y John se movió.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– Me está mirando.

– Pienso hacer mucho más que mirarte, chica. -Su voz se hizo grave, y el vello de mi nuca amenazó con huir camiseta abajo.

– Una amenaza -dije sonriendo-. No creo que pueda volver a hacerle daño a nadie.

– Te refieres a esto. -Levantó el amuleto, que se retorció entre sus dedos como si le hubiera gustado que le prestara atención. Dominga lo apretó con fuerza y lo tapó completamente con la mano, para ocultar los fútiles intentos que hacía de acercarse más a ella. Siguió mirándome fijamente mientras se llevaba la mano al pecho.

De repente, el aire parecía denso. Me costaba respirar, y tenía la piel de gallina.

– ¡Deténganla! -dijo John, poniéndose en pie.

El policía que estaba más cerca vaciló durante un instante, pero fue suficiente. Cuando le abrió los dedos, Dominga tenía la mano vacía.

– ¿Un juego de manos? No me esperaba algo tan zafio.

– No ha sido prestidigitación. -John había palidecido y hablaba con voz temblorosa. Se dejó caer en el sofá como un saco de patatas. El poder parecía haberlo abandonado, y su cansancio era patente.

– ¿Qué ha pasado? -pregunté-. ¿Qué ha hecho?

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