Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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El amuleto que ya no teníamos. Pero teníamos el vídeo y la confesión de Antonio. Las perspectivas empezaban a mejorar.

Volví a mirar a Dominga Salvador, que tenía un aspecto pavoroso. Parecía haber crecido, emanaba dignidad, y sus ojos negros resplandecían con una luz interior. Estaba tan cerca de ella que notaba su poder en la piel, pero no era nada que no se pudiera remediar con una buena hoguera. La freirían en la silla eléctrica, y después quemarían el cadáver y esparcirían sus cenizas en un cruce de caminos.

– Te tenemos -dije en voz baja. Me escupió, y la saliva, que me dio en la mano, me quemó como si fuera ácido-. ¡Mierda!

– Como vuelva a hacer eso le pegaremos un tiro, y todo eso que se ahorrarán los contribuyentes. -Dolph había desenfundado.

Salí en busca del cuarto de baño para lavarme la mano. Se me había formado una ampolla. Virgen santa, esa mujer podía provocar quemaduras de segundo grado con un escupitajo.

Me alegraba de que Antonio se hubiera derrumbado. Me alegraba de que fueran a encerrarla, y de que fuera a morir. Mejor ella que yo.

TREINTA Y DOS

Riverridge era una urbanización moderna, o lo que es lo mismo, sólo tenía tres modelos de vivienda. De vez en cuando se veían hileras de hasta cuatro casas idénticas, como galletas en la bandeja del horno. No había ningún río a la vista, y el terreno era llano.

La casa que ocupaba el centro de la zona que estaba registrando la policía era igual que la de los vecinos, aunque de otro color. La casa de la masacre, como la llamaban en los informativos, era gris y tenía los postigos blancos; la que se había librado era azul, también con postigos blancos. Tanto unos como otros eran decorativos: no se cerraban de verdad. La arquitectura moderna está llena de trampas: balaustradas sin balcón, tejados puntiagudos que anuncian la presencia de una buhardilla inexistente, porches tan estrechos que hay que sentarse en fila… Casi se echa de menos la arquitectura victoriana; puede que fuera demasiado ostentosa, pero las cosas cumplían su función.

Habían evacuado toda la urbanización, y Dolph no había tenido más remedio que hablar con la prensa. Es una putada, pero no se puede vaciar una zona del tamaño de una ciudad pequeña sin hacer declaraciones. Había saltado la liebre, y los zombis asesinos ya estaban en boca de todos. Ay.

El sol se hundía en un mar de tonos escarlata y anaranjados, como si hubieran embadurnado el cielo con dos pinturas de cera derretidas. No quedaba ni un cobertizo, ni un garaje, ni un sótano, ni una casa de árbol, ni una caseta de perro, ni nada parecido sin registrar, pero seguíamos sin encontrar nada.

Los periodistas zumbaban como un enjambre alrededor de la zona acordonada. Si no encontrábamos ningún zombi después de evacuar a cientos de personas y registrar sus pertenencias sin orden judicial, nos habríamos metido en un lío.

Pero estaba allí. Sabía que estaba allí. Bueno, estaba casi segura.

John Burke estaba al lado de uno de esos cubos de basura gigantes. Me había sorprendido que Dolph le permitiera apuntarse a la caza del zombi, pero como decía el inspector, necesitábamos tanta ayuda que no podíamos rechazar la de nadie.

– ¿Dónde está el bicho, Anita? -me preguntó Dolph.

Me habría gustado darle una respuesta que le arrancara un comentario admirativo en plan «Dios mío, Holmes, ¿cómo dedujo que el zombi estaba escondido en la maceta?», pero no podía mentir.

– No lo sé. La verdad es que no tengo ni idea.

– Como no lo encontremos… -No terminó la frase. No hacía falta.

Si aquello salía mal, yo seguía teniendo el trabajo asegurado, pero él lo tenía más crudo. Mierda. ¿Qué podía hacer para ayudarlo? ¿Qué habíamos pasado por alto? ¿Qué?

Me quedé mirando la calle apacible, demasiado apacible. Todas las luces de las ventanas estaban apagadas; sólo las farolas, con sus débiles halos luminosos, plantaban cara a los avances de la oscuridad.

Todas las casas tenían un buzón en un poste cerca de la entrada, junto al camino. Algunos eran increíblemente barrocos. Había uno con forma de gato sentado, que levantaba la pata cuando tenía correo en la barriga. La familia se apellidaba Catt. Impagable.

Todas las casas tenían al menos un cubo de basura extragrande delante. Algunos eran más altos que yo. Al parecer, el día anterior tocaba sacar la basura. ¿O tocaba aquel día, y la policía había impedido que pasara el camión?

– ¡Los cubos de basura! -exclamé.

– ¿Qué? -dijo Dolph.

– Los cubos de basura. -Me agarré a su brazo para no caerme por la emoción-. Llevamos todo el día viendo esos putos cubos. Ahí está.

John Burke se me acercó, con el ceño fruncido.

– ¿Qué tripa se te ha roto, Blake? -Zerbrowski también se me acercó. Iba fumando, y el extremo de su cigarrillo parecía una luciérnaga rolliza.

– Los cubos son suficientemente grandes para que se esconda una persona.

– ¿No se le dormirían los brazos y las piernas?

– Ya ves lo que le importará eso a un zombi. No les circula la sangre.

– ¡Todo el mundo a registrar los cubos de basura! -gritó Dolph-. ¡El zombi está en uno de ellos! ¡Venga, a moverse!

Los policías se desperdigaron como si un niño hubiera revuelto su hormiguero con un palo, pero no vagaban sin rumbe fijo. Yo acabé con dos policías de uniforme. En sus placas ponía «Ki» y «Roberts». Un asiático y una rubia. Qué equipo más variopinto.

Nos pusimos manos a la obra sin necesidad de asignar funciones. El agente Ki se acercaba a los cubos y los volcaba, mientras la agente Roberts y yo lo cubríamos pistola en mano, y los tres estábamos dispuestos a avisar a gritos si aparecía un zombi. Probablemente sería el que buscábamos; tendría gracia que saliera otro.

En cuanto avisáramos, un equipo de exterminadores acudiría a la carrera, o eso esperábamos. Aquel zombi era demasiado rápido y destructivo. Puede que fuera más resistente a los disparos, pero preferíamos no averiguarlo. Mejor achicharrarlo directamente y a otra cosa.

No había más equipos en aquella calle, y no se oía más sonido que el de nuestros pasos, el de los cubos que volcaba Ki y el de las latas y botellas que caían. ¿Es que nadie ataba las bolsas de basura?

La oscuridad ya era completa. Sabía que en algún sitio, por ahí arriba estaban la luna y las estrellas, pero no podía demostrarlo: del oeste habían llegado unas nubes densas y oscuras como el terciopelo, y si no fuera por las farolas, no se vería nada.

No sabía cómo estaría Roberts, pero a mí me dolían todos los músculos del cuello y los hombros. Cada vez que Ki empujaba un cubo de basura me tensaba, preparada para actuar, para disparar y salvarlo antes de que el zombi saltara y le desgarrara el cuello. Una gota de sudor le caía por la cara angulosa, y brillaba a pesar de la escasa iluminación.

Bueno era saber que el esfuerzo no me pasaba factura sólo a mí Claro que yo no era la que tenía que colocar la cara junto al posible escondite de un zombi desatado. El problema era que no sabía si mi acompañantes eran buenos tiradores. Sabía que yo sí, y que podría contener al bicho hasta que llegaran los refuerzos, así que tenía que mantenerme alerta para disparar. Nos habíamos repartido el trabajo de la mejor forma posible. Lo digo en serio.

Se oyó un grito a la izquierda, y los tres nos quedamos paralizados. Me giré hacia el sonido, pero no se veía nada más que casas oscuras y círculos de luz. No se apreciaba ningún movimiento, pero se oían más gritos, agudos y aterrorizados.

Empecé a correr hacia el lugar del que procedían, seguida por Ki y Roberts, con la Browning sujeta con las dos manos y apuntando. Así era más fácil correr; con las visiones de ositos cubiertos de sangre, y con aquellos gritos, no me atrevía a enfundar la pistola. Y menos cuando los gritos empezaron a desvanecerse. Alguien estaba muriendo a poca distancia.

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