Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– ¿A cuánta gente ha matado? -pregunté mirándolo a los ojos. No esperé a que contestara-. Vamos a cargárnoslo y punto.

– Tienes mentalidad de policía, Anita. -Viniendo de Dolph, era todo un cumplido, y como tal me lo tomé.

Daba igual a qué se hubiera dedicado en vida. Pues bueno, pues había sido reanimador, o puede que practicara el vudú. ¿Y qué? Era una máquina de matar, y aunque no me había matado, aunque ni siquiera me había hecho daño, no podía permitirme el lujo de devolverle el favor.

Se oyeron disparos a lo lejos. Algún efecto acústico raro del aire de verano hizo que sonaran con eco. Dolph y yo nos miramos.

– Vamos -dije. Aún llevaba la Browning en la mano. Dolph asintió.

Echamos a correr, pero él me sacó ventaja rápidamente; sólo sus piernas medían tanto como yo, y no podía seguirle el ritmo. Puede que fuera capaz de derribarlo, pero nunca alcanzaría su velocidad. Se detuvo y se giró para mirarme.

– ¡Corre! -le dije.

Dio un acelerón y se perdió en la oscuridad, sin volver a mirar atrás. Si alguien le dice a Dolph que lo puede dejar solo y a oscuras con un zombi asesino suelto, Dolph lo cree. A mí me creyó, por lo menos.

Sí, me sentía muy halagada, pero allí estaba corriendo sin ver nada por segunda vez en aquella noche. Llegaban gritos de dos lados distintos: lo habían perdido. Joder.

Dejé de correr; no me apetecía toparme a ciegas con el zombi. Aunque él no me hubiera hecho daño de entrada, yo le había pegado un tiro, como mínimo, y hasta los muertos vivientes se cabrean por esas cosas.

Me quedé bajo un árbol. Allí hacía más fresco. Estaba en el límite de la urbanización, junto a la alambrada de espino que la rodeaba. Más allá se extendían campos de cultivo que se perdían en el horizonte. Por aquella zona habían plantado judías, por lo que el zombi debería tumbarse por completo si quería esconderse. Había varios policías con linternas, buscando en la oscuridad, pero ninguno estaba a menos de cincuenta metros de mí.

Exploraban el terreno, las sombras, porque les había dicho que a los zombis no les gustaban las alturas. Pero no se trataba de ningún zombi normal. Las ramas se agitaron sobre mi cabeza, y un escalofrío me recorrió la columna. Giré en redondo y miré hacia arriba, apuntando con la pistola.

El zombi gruñó y saltó.

Disparé dos veces antes de que me cayera encima. Los dos acabamos en el suelo. Había recibido dos balazos en el pecho y ni siquiera se inmutaba.

Volví a disparar, pero tanto habría dado que me liara a tiros con una pared.

Me gruñó en la cara. Tenía los dientes rotos y negros, y el aliento le olía a tumba recién abierta. Intenté gritar, aunque no me salió ningún sonido, y volví a apretar el gatillo. La bala le dio en la garganta, y se detuvo, intentando tragar. ¿Pretendía tragarse la bala?

Sus ojos resplandecientes me miraron. Tenía alma, como los zombis de Dominga: detrás de esos ojos había alguien. Nos quedamos paralizados durante uno de esos segundos que parecen años. Estaba sentado a horcajadas en mi cintura y me rodeaba el cuello con las manos, pero no apretaba, no me hacía daño, aún no. Yo tenía el cañón de la pistola apretado contra su barbilla. Ninguna de las balas anteriores le había hecho nada; ¿qué me hacía suponer que aquella sería distinta?

– No quería matar -dijo el zombi en voz baja-. Al principio no lo entendía. No recordaba quién era. -Estábamos rodeados de policías, y Dolph les pedía a gritos que no disparasen-. Necesssitaba carne; la necesssitaba para recordar. No quería matar. Quería passsar por delante de las casssasss, pero no podía. Demasssiadasss casssasss. -Sus manos se tensaron, y las uñas empezaron a clavarse. Le pegué un tiro en la barbilla y se sacudió hacia atrás, pero siguió apretándome el cuello.

Cada vez notaba más presión, y se me empezaba a nublar la vista. La negrura de la noche derivaba hacia el gris. Le incrusté el cañón encima del puente de la nariz y volví a disparar, varias veces.

Ya no veía nada, pero aún era capaz de apretar el gatillo. La oscuridad me desbordó los ojos y se tragó el mundo. Perdí la sensación en las manos.

Me despertaron unos gritos espeluznantes. El hedor de la carne y el pelo quemados se me pegaba a la lengua y me impedía respirar.

Me llené los pulmones de aire, y me dolió. Tosí e intenté sentarme en el suelo, ayudada por Dolph, que tenía mi pistola en la mano. Dejé escapar el aliento poco a poco y volví a toser, tanto que se me quedó la garganta en carne viva. O puede que fuera por el estrangulamiento.

Algo del tamaño de un hombre rodaba por la hierba, envuelto en llamas de un naranja intenso que arrojaban destellos como los del sol reflejado en el agua.

Al lado había dos exterminadores, con sus trajes ignífugos, rodándolo de napalm, como si fuera un algul. El zombi seguía gritando, un sonido agudo y estremecedor.

– Joder, ¿por qué no se muere? -Zerbrowski estaba al lado, con la cara iluminada por el fuego.

No contesté. No quería decirlo en voz alta, pero el zombi no moría porque en vida había sido reanimador. Era algo que sabía sobre los zombis de los reanimadores; lo que no sabía era que salían de la tumba con ansia de carne, que no recuperaban la memoria hasta que comían. Y habría preferido quedarme sin saberlo.

Las llamas iluminaron a John Burke, que estaba sujetándose un brazo contra el pecho y tenía la ropa manchada de sangre. ¿También habría hablado con el zombi? ¿Sabría por qué no moría?

El zombi giró, y el fuego formó remolinos a su alrededor. Era como la mecha de una vela. Dio un paso tambaleante hacia nosotros y me tendió una mano llameante. A mí.

Después cayó hacia delante, lentamente, como un árbol derribado a cámara lenta, aferrándose a la vida, si se podía decir así. Los exterminadores se apartaron. No podía culparlos por no correr riesgos.

Había sido nigromante en otro tiempo. Aquel bulto llameante que incendiaba la hierba había sido lo que era yo. ¿Me convertiría en un monstruo si me levantaban de la tumba? Mejor no averiguarlo. Había pedido expresamente que me incinerasen, porque no me apetecía que alguien me reanimara para pasar el rato, pero ya tenía otro motivo. Aunque con uno bastaba.

Observé la carne mientras se ennegrecía, se retorcía y se desprendía. Los músculos y los huesos se deshacían en pequeñas explosiones que lanzaban chispas.

Mientras veía morir al zombi me prometí que me encargaría de hacer que Dominga Salvador ardiera en el Infierno por haber hecho aquello. Hay fuegos que duran toda la eternidad; en comparación con ellos, el napalm no es más que una molestia pasajera. Ardería durante toda la eternidad, aunque no me parecía bastante tiempo.

TREINTA Y TRES

Estaba en una sala de examen de urgencias, tumbada de espaldas y oculta por una cortina blanca. Los sonidos que llegaban del otro lado eran fuertes y desagradables. Me gustaba mi cortina. La almohada era fina, y la camilla, dura, pero todo me parecía limpio y maravilloso. Me dolía al tragar; hasta me dolía un poco con sólo respirar. Pero respirar era importante, y me alegraba de ser capaz.

Me quedé tumbada en silencio: por una vez no estaba mal obedecer. Escuché mi respiración, los latidos de mi corazón. Siempre que estoy a punto de morir me interesa mucho mi cuerpo; me fijo en todo tipo de cosas en las que no me fijo normalmente. Podía sentir la sangre circulando por las venas de los brazos, y notaba en la boca el sabor del pulso regular, como si fuera un caramelo.

Estaba viva. El zombi estaba muerto. Dominga Salvador estaba en la cárcel. Todo marchaba bien.

Dolph apartó la cortina, pasó y volvió a correrla, como quien cierra la puerta de una habitación. Los dos fingimos que estábamos a solas, aunque podíamos ver los pies de la gente al otro lado.

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