La puntera de unas botas negras apareció al lado de mis deportivas. ¿Por qué tenía unas botas en casa? Empecé a dar la vuelta y me llevé la mano a la pistola. Demasiado tarde, demasiado despacio, mal de cojones.
Unos brazos fuertes y bronceados me aferraron el pecho, inmovilizándome los brazos y sujetándome contra la puerta. Intenté zafarme, pero a buenas horas. Me tenían bien cogida. Eché la cabeza hacia atrás, intentando combatir la puta medicación. Debería estar aterrorizada. La adrenalina hacía su trabajo, pero a algunas drogas les da igual que quien las ha tomado necesite usar el cuerpo: se hacen con el control mientras dura el efecto y punto. Si salía viva de aquello, el médico me iba a oír.
El que me apretaba contra la puerta era Bruno. Tommy apareció a su lado, jeringuilla en mano.
– ¡No!
Bruno me tapó la boca. Intenté morderle la mano y me dio una bofetada. Me ayudó a despejarme un poco, pero el mundo seguía amortiguado, distante. La mano de Bruno olía a loción de afeitado, un olor dulzón y asfixiante.
– Casi es demasiado fácil -dijo Tommy.
– Venga, date prisa -dijo Bruno.
Me quedé mirando la jeringuilla a medida que se me acercaba al brazo. Si no fuera porque la mano de Bruno me impedía hablar, les habría dicho que ya iba colocada, y les habría preguntado qué pensaban inyectarme y si creían que podía interaccionar con lo que me habían dado. Pero no tuve la oportunidad.
Cuando sentí el pinchazo tensé todo el cuerpo, resistiéndome, pero Bruno me agarraba con fuerza, y me resultaba imposible moverme. No podía escapar. Mierda, mierda y más mierda. La adrenalina empezaba a disipar las telarañas, pero era demasiado tarde. Tommy me sacó la aguja del brazo.
– Lo siento, pero no hemos encontrado alcohol para desinfectarla -me dijo con una sonrisa.
Lo odiaba. Los odiaba a los dos. Y si la inyección no me mataba antes, pensaba matarlos lentamente por asustarme, por hacerme sentir indefensa, por pillarme desprevenida, drogada y embotada. Si salía con vida de aquel error, no volvería a cometerlo. Recé con todas mis fuerzas para salir con vida de aquel error.
Bruno siguió inmovilizándome y tapándome la boca hasta que la inyección hizo efecto. Me sentía somnolienta. Un tipo me sujetaba contra mi voluntad y a mí me entraba sueño. Traté de resistirme, pero no sirvió de nada. Se me cerraban los ojos, por mucho que intentara mantenerlos abiertos. Dejé de intentar zafarme de Bruno y me concentré en no cerrar los ojos.
Miré la puerta, intentando seguir despierta. Los contornos se desdibujaron y parecieron moverse, como si los viera a través del agua. Los párpados se me caían por su propio peso; los subí, pero volvieron a bajar. No podía abrir los ojos. Parte de mí se sumergió en la oscuridad, gritando, pero el resto se dejó llevar, relajado y con una incongruente sensación de seguridad.
Estaba en la tierra de nadie que separa el sueño de la vigilia, cuando se sabe que se ha terminado de dormir pero tampoco se quiere despertar. Me pesaba todo el cuerpo, me iba a estallar la cabeza y me dolía la garganta.
El último pensamiento me hizo abrir los ojos. Tenía delante un techo blanco con cercos de humedad que parecían restos de café. No estaba en mi casa. ¿Dónde estaba?
De repente recordé los brazos de Bruno, que me aferraban, y la jeringuilla. Me incorporé de un salto, y el mundo empezó a dar vueltas en una espiral de colores desvaídos. Me dejé caer en la cama, me tapé los ojos con las manos y me sentí algo mejor. ¿Qué me habían inyectado?
Tenía la impresión de que no estaba sola. Creía recordar haber visto algo parecido a una persona en el torbellino. Abrí los ojos más despacio y me conformé con mirar el techo manchado. Estaba en una cama de matrimonio con dos almohadas, sábanas y una manta. Volví la cabeza con precaución y me encontré frente a Harold Gaynor, que estaba sentado al lado de la cama. No era lo que más me apetecía ver al despertarme.
Detrás de él, apoyado en una cómoda destartalada, estaba Bruno. Las correas negras de su pistolera de sobaco resaltaban, nítidas, sobre la camisa azul de manga corta. Un tocador, a juego con la cómoda e igual de desvencijado, estaba situado cerca de los pies de la cama, entre dos ventanas entabladas con madera nueva de aroma dulzón. El olor de la resina de pino lo impregnaba todo.
Me puse a sudar en cuanto me di cuenta de que no había aire acondicionado.
– ¿Cómo se encuentra, señorita Blake? -preguntó Gaynor. Seguía hablando con voz alegre y un poco sibilante, como una serpiente feliz.
– He estado mejor.
– No lo dudo. ¿Sabe que se ha pasado usted veinticuatro horas durmiendo?
¿Sería verdad? Claro que ¿por qué iba a mentir sobre el tiempo que llevaba dormida? ¿De qué podía servirle? De nada, así que probablemente era cierto.
– ¿Qué demonios me pusieron?
Bruno se apartó de la pared. Parecía casi avergonzado.
– No nos dimos cuenta de que ya habías tomado sedantes.
– Analgésicos.
– Para el caso. -Se encogió de hombros-. El efecto es el mismo cuando se mezclan con acepromacina.
– ¿Me han inyectado un tranquilizante veterinario?
– Tranquila, señorita Blake -dijo Gaynor-. También se usa en las instituciones psiquiátricas.
– Qué bien. Menudo consuelo.
Gaynor me dedicó una amplia sonrisa.
– Si está en condiciones de dar réplicas ingeniosas, también estará en condiciones de levantarse.
¿Réplicas ingeniosas? Bueno, probablemente tenía razón. Me sorprendía no estar atada; me alegraba, pero no lo entendía.
Me incorporé mucho más lentamente. La habitación sólo se tambaleó un poco antes de volver a su sitio. Respiré profundamente, y me dolió. Me llevé la mano a la garganta; tenía el cuello en carne viva.
– ¿Cómo se ha hecho esas heridas tan feas? -preguntó Gaynor.
No sabía si decirle la verdad, así que opté por una verdad a medias.
– Ayudando a la policía a capturar a un sospechoso. La cosa se nos fue de las manos…
– ¿Y qué ha sido del sospechoso? -preguntó Bruno.
– Está muerto.
Una expresión cruzó su cara, demasiado deprisa para interpretarla. ¿Podría ser de respeto? Naaa.
– Sabe por qué la hemos traído aquí, ¿verdad?
– Porque quiere que le levante un zombi.
– Un zombi muy antiguo, sí.
– Ya he rechazado su oferta dos veces. ¿Qué le lace pensar que a la tercera va la vencida?
– Bueno, señorita Blake -dijo risueño-, estoy seguro de que a Bruno y a Tommy se les ocurrirá la forma de sacarla de su error. Sigo dispuesto a pagarle un millón de dólares por levantar al zombi. La oferta sigue en pie.
– La última vez, Tommy me ofreció un millón y medio.
– Eso era por venir voluntariamente. No le podemos pagar la tarifa completa cuando nos obliga a correr tantos riesgos.
– ¿Como el de ir a la cárcel por secuestro?
– Exactamente. Ya ha perdido quinientos mil dólares por ser tan obstinada. ¿De verdad cree que vale la pena?
– No pienso matar a un ser humano sólo porque a otro le dé por buscar tesoros.
– Ah, sí, mi querida Wanda ha estado largando.
– Es fácil de deducir, Gaynor. He leído un expediente sobre usted en el que se mencionaba su obsesión con la familia de su padre. -Era una mentira descarada. Al parecer, sólo lo sabía su ex.
– Me temo que es demasiado tarde. Sé que Wanda habló con usted. Lo ha confesado todo.
Me quedé mirándolo, intentando interpretar su semblante afable.
– ¿Qué quiere decir con eso de que ha confesado?
– Que Tommy se ha encargado de interrogarla. No es un artista de la talla de Cicely, pero hace menos destrozos. No me gustaría que le pasara nada malo a mi Wanda.
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