– ¿Dónde está ahora?
– ¿Le importa lo que le pase a una puta? -Me observaba con los ojos brillantes, muy atento. Estaba evaluando mis reacciones.
– La verdad es que me da igual -contesté con la esperanza de que mi expresión fuera tan indiferente como mi voz. No parecían tener intención de matarla, pero si creían que podían usarla para convencerme, quizá le hicieran algo.
– ¿Está segura?
– Yo no soy quien se acostaba con ella. Por mí como si se opera.
Gaynor sonrió.
– ¿Cómo puedo convencerla para que levante el zombi?
– No estoy dispuesta a cometer un asesinato por usted, Gaynor. No me cae tan bien.
Suspiró, y su cara redondeada adoptó el aspecto de una muñeca repollo tristona.
– No me va a poner las cosas fáciles, ¿eh, señorita Blake?
– No sé cómo facilitárselas. -Me apoyé en la cabecera de madera resquebrajada. Estaba bastante cómoda, pero aún me sentía un poco alelada. Nada demasiado grave, dadas las circunstancias, y siempre era mejor que estar inconsciente.
– Aún no nos hemos puesto serios con usted -dijo Gaynor-. La reacción de la acepromacina con la otra medicación fue accidental; no se la provocamos a propósito.
Podía habérselo rebatido, pero me abstuve.
– Bueno, ¿qué hacemos ahora?
– Tenemos sus pistolas -dijo Gaynor-. Desarmada, tan sólo es una mujer indefensa a merced de dos hombres fuertes.
– Estoy acostumbrada a tratar con abusones, Harry -dije con una sonrisa.
– Llámeme Harold o Gaynor, pero nunca Harry. -Parecía afectado.
– Vale. -Me encogí de hombros.
– ¿No la intimida ni un poquito estar en nuestras manos?
– Eso habría que verlo.
– ¿De dónde sacará tanto aplomo? -preguntó mirando a Bruno. El gorila no contestó; se limitó a mirarme con sus ojos vacuos de muñeca. Ojos de guardaespaldas: atentos, desconfiados e inexpresivos, todo a la vez-. Demuéstrale que vamos en serio.
Bruno sonrió, con un lento ensanchamiento de los labios que no añadió expresividad a sus ojos. Relajó los hombros e hizo unos estiramientos contra la pared, sin dejar de mirarme.
– Supongo que me toca hacer de saco de boxeo -dije.
– Ni yo mismo lo habría expresado mejor -contestó Gaynor.
Bruno se apartó de la pared, preparado e impaciente. Vaya. Me levanté por el otro lado de la cama; no me apetecía que Gaynor me sujetase. Los brazos de Bruno tenían aproximadamente el doble de alcance que los míos, y sus piernas eran interminables. Me sacaría más de veinte kilos, todos ellos invertidos en músculo. Iba a salir muy malparada, pero dado que no se habían molestado en atarme, pensaba ponerles las cosas difíciles. Además, me daría por satisfecha si de paso lograba dejarlo maltrecho.
Me aparté de la cama, dejé los brazos colgando, relajados, y adopté la postura ligeramente agazapada que usaba en el tatami. Dudaba que el judo fuera el arte marcial favorito de Bruno; seguro que prefería el kárate o el taekwondo.
Él estaba en una postura rara, a medio camino entre una equis y una te. Daba la impresión de que le habían retorcido las rodillas, pero en cuanto avancé retrocedió rápidamente, como un cangrejo, y se puso fuera de mi alcance.
– ¿Jiujitsu? -Era una pregunta retórica. Bruno arqueó una ceja.
– Poca gente lo reconoce.
– Ya ves.
– ¿Lo practicas?
– No.
– Entonces lo vas a pasar mal -dijo sonriente.
– Lo pasaría mal aunque supiera jiujitsu.
– Sería un combate justo.
– Si los contendientes son igual de hábiles, el tamaño importa. El más corpulento tiene todas las de ganar. -Me encogí de hombros-. No es que me haga gracia, pero así son las cosas.
– Te lo tomas con mucha calma.
– ¿Me serviría de algo ponerme histérica?
– No -dijo sacudiendo la cabeza.
– Entonces será mejor que pase el mal trago cuanto antes, como un machote, si me permites la expresión.
Bruno frunció el ceño. Estaba acostumbrado a que la gente le tuviera miedo, pero yo no me asustaba. Estaba resignada a encajar la paliza, y aquello me tranquilizaba en cierto modo. Me iban a pegar; no era agradable, pero ya me había mentalizado. Podía soportarlo. No sería la primera vez. Y si tenía que elegir entre llevarme una paliza y realizar un sacrificio humano, me quedaba con lo primero.
– No sé si ya estás lista…
– Pero allá vas. -Terminé la frase por él. Me estaba hartando de tanta chulería-. Pégame o ponte recto, que en esa postura estás ridículo.
Su puño avanzó hacia mí como un relámpago oscuro, y lo bloqueé con un brazo. Se me durmió. Una de sus largas piernas salió disparada y me dio de lleno en la boca del estómago. Me doblé del dolor, como cabía esperar, mientras se me vaciaban los pulmones de golpe, y su otro pie subió a encontrarse con mi mejilla, la misma en la que me había golpeado Seymour. Caí al suelo, sin saber muy bien a qué parte del cuerpo consolar primero.
Bruno intentó darme otra patada; la intercepté con las dos manos y me puse de pie rápidamente, con la esperanza de atraparle la pierna y dislocarle la rodilla, pero él se zafó de un salto.
Me dejé caer y sentí el rebufo causado por su pierna al pasar por el lugar donde estaba mi cabeza un segundo antes. Por lo menos, esa vez me había tumbado a propósito. Se cernió sobre mí en toda su altura, mientras yo me colocaba en posición fetal.
Cuando se me acercó, con la intención evidente de levantarme, le descargué los dos pies en la rodilla. Para descoyuntar la articulación hay que dar en el punto exacto.
La pierna se le dobló en un ángulo antinatural, y Bruno soltó un grito. Había funcionado. Coño, qué buena soy. No intenté seguir golpeando, ni quitarle la pistola; salí disparada hacia la puerta.
Gaynor intentó agarrarme, pero abrí y atravesé la puerta antes de que él pudiera hacer girar esa silla tan virguera. El pasillo estaba despejado: sólo había unas cuantas puertas, dos esquinas que a saber qué tenían a la vuelta… y Tommy.
Pareció sorprendido de verme. Se llevó la mano a la pistolera, pero le di un empujón en el hombro a la vez que le ponía la zancadilla. Empezó a caer hacia atrás, pero se agarró a mí, de modo que me dejé arrastrar por su caída, apañándomelas para empotrarle la rodilla en los huevos al aterrizar. Aflojó la presa lo suficiente para que pudiera ponerme fuera de su alcance. A mis espaldas se oían sonidos procedentes de la habitación. No volví la cabeza; si iban a pegarme un tiro, no quería verlo.
Estaba llegando a la esquina del pasillo cuando un olor me llamó la atención. Aminoré la marcha: al otro lado había un cadáver. ¿Qué habían estado haciendo mientras dormía?
Me volví para mirar a los hombres. Tommy seguía en el suelo, con las manos en la entrepierna, y Bruno estaba apoyado en la pared, con la pistola en la mano, aunque no me apuntaba. Gaynor, en su silla, sonreía.
Algo marchaba muy mal.
De repente, ese algo que marchaba muy mal dobló la esquina. No mediría más que un hombre alto, puede que un metro ochenta y poco, pero medía casi un metro y medio de ancho. Tenía dos piernas, o puede que tres; a saber. Su palidez era malsana, como la de todos los zombis, pero tenía al menos una docena de ojos. En el lugar que debería ocupar el cuello había una cara de hombre, de ojos oscuros, atentos y desprovistos de cualquier atisbo de cordura. De un hombro le salía una cabeza de perro putrefacta, que lanzó un mordisco en mi dirección. En el centro de aquel amasijo se veía una pierna de mujer, con zapato de tacón y todo.
La cosa avanzó hacia mí. Se arrastraba con varios brazos y dejaba un rastro babeante, como un caracol.
Dominga Salvador apareció detrás.
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