Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Se sentó a horcajadas encima de mí, apoyando todo el peso en mis piernas. Tenía el pecho apretado contra mi cara, y yo no podía hacer nada para evitarlo.

– Puedes acabar con esto cuando quieras. -Me pasó la hoja del cuchillo por la mejilla-. Basta con que accedas, e iré a decírselo a Gaynor. -Su voz sonaba cada vez más pastosa. Se le estaba poniendo dura; lo notaba en la tripa.

La idea de que Tommy me utilizara así casi me daba ganas de acceder. Casi. Tiré de las cuerdas, y la de la derecha cedió un poco más. Otro tirón y podría liberarme. Pero sería una mano mía contra las dos de Tommy, que además tenía una pistola y un cuchillo. No tenía muchas probabilidades, pero tampoco confiaba en que se presentase ninguna oportunidad mejor.

Se inclinó a besarme y me metió la lengua en la boca, por la fuerza. No le devolví el beso, porque él no se lo habría tragado. Tampoco le mordí la lengua, porque quería tenerlo muy cerca. Si sólo tenía una mano, cuanto más cerca, mejor, para hacerle todo el daño posible. Aunque ¿qué podía hacerle?

Me acarició el cuello con una mano y me hundió la cara en el pelo. Ahora o nunca. Tiré con todas mis fuerzas y conseguí soltarme la muñeca derecha. Me quedé paralizada, segura de que se había dado cuenta, pero estaba demasiado ocupado chupándome el cuello para fijarse en nada. Con la mano libre, la que no tenía el cuchillo, se dedicaba a amasarme una teta.

Me besaba la parte derecha del cuello con los ojos cerrados. No podía quitarle el cuchillo, pero tenía que arriesgarme. No había más remedio.

Le acaricié la mejilla y se frotó contra mi mano, antes de reaccionar y abrir los ojos al darse cuenta de que me había desatado. Le hundí el pulgar en el ojo y noté como estallaba.

Soltó un grito y se echó hacia atrás, tapándose el ojo. Le agarré firmemente la mano del cuchillo, por la muñeca. Si seguía gritando iba a conseguir que llegaran refuerzos. Mierda.

Unos brazos fuertes rodearon la cintura de Tommy y tiraron de él hacia atrás. Soltó el cuchillo, y lo atrapé al vuelo. Tommy se debatía para liberarse de Wanda, pero al parecer, el dolor era tan intenso que le hizo olvidar la pistola. Que a alguien le salten un ojo debe de ser más doloroso y terrorífico que una patada en los huevos.

Mientras cortaba la cuerda que me sujetaba la otra mano, me hice una herida en el brazo. Si me descuidaba, acabaría abriéndome las venas. Tuve más cuidado al cortar las cuerdas de los tobillos.

Tommy había conseguido zafarse de Wanda, y se puso en pie sin dejar de taparse el ojo. La sangre y un líquido transparente le chorreaban por la cara.

– ¡Te mataré! -dijo mientras se llevaba la mano a la pistola.

Cogí el cuchillo por el filo y se lo lancé. Se le clavó en un brazo, aunque yo había apuntado al pecho. Volvió a gritar. Levanté la silla y se la estampé contra la cara. Wanda lo sujetó por los tobillos y lo derribó.

Seguí golpeándolo con la silla hasta que se hizo añicos, y seguí dándole con una pata cuando su cara se había convertido en una pulpa sanguinolenta.

– Está muerto -dijo Wanda, que me tiraba de la pernera de los pantalones-. Está muerto. Vámonos de aquí.

Solté el trozo de silla ensangrentado y caí de rodillas. No podía tragar. No podía respirar. Estaba pringada de sangre. Era la primera vez que mataba a alguien a golpes, y la verdad era que me había sentido bien. Sacudí la cabeza. Ya me preocuparía por ello más tarde.

Wanda me pasó un brazo por los hombros, y yo la sujeté por la cintura. Cuando nos enderezamos me di cuenta de que pesaba mucho menos de lo que debería. No quería ver qué había debajo de aquella falda tan bonita. Estaba claro que no eran unas piernas acordes con el resto de su cuerpo, pero en aquel momento resultó un alivio: era más fácil cargar con ella.

Cogí la pistola de Tommy con la mano derecha.

– Necesito tener esta mano libre, así que agárrate bien. -Wanda asintió. Estaba muy pálida, y el corazón le latía a toda velocidad. Le notaba el pulso en las costillas-. Saldremos de esta.

– Sí, claro -dijo con voz temblorosa. No sé si me creyó. Tampoco sé si yo misma me creí.

Wanda abrió la puerta y salimos.

TREINTA Y SIETE

El pasillo era tal como lo recordaba: largo, despejado y con dos esquinas al final. No se veía qué había a los lados.

– ¿A la izquierda o a la derecha? -le pregunté a Wanda en voz baja.

– No sé. Esta casa es un laberinto. Creo que a la derecha.

Torcimos a la derecha, porque por algún lado teníamos que ir. Lo último que debíamos hacer era quedarnos cruzadas de brazos esperando a que volviera Gaynor.

Oímos unos pasos a nuestra espalda. Empecé a girarme, pero el peso de Wanda me ralentizaba. El disparo resonó en el pasillo, y noté un golpe en el brazo con el que sujetaba a Wanda por la cintura. Las dos caímos al suelo.

Acabé de espaldas, con el brazo izquierdo atrapado bajo el cuerpo de la mujer. Había perdido la sensación en él.

Cicely estaba al final del pasillo, con una pistola de calibre pequeño en las manos y las piernas interminables separadas. Parecía saber lo que se hacía.

Levanté la 357 y la apunté, aún con la espalda en el suelo. La explosión de sonido me ensordeció, y el retroceso me lanzó el brazo hacia arriba. Tuve que hacer un esfuerzo considerable para evitar que se me cayera el arma. Si hubiera tenido que disparar por segunda vez, no habría tenido tiempo. Pero no hizo falta.

Cicely se había desmoronado en mitad del pasillo, con la parte delantera de la blusa pringada de sangre. Estaba inmóvil, pero eso no significaba nada. Seguía agarrando la pistola firmemente, aunque con una sola mano. Quizá estuviera haciéndose la muerta, dispuesta a pegarme un tiro en cuanto empezáramos a alejarnos. Tenía que asegurarme.

– ¿Puedes quitarte de encima?

Wanda no dijo nada, pero se incorporó y conseguí verme el brazo. Aún lo tenía en su sitio. Bien. Estaba sangrando, y la insensibilidad cedía el paso a una punzada de dolor intenso. Me gustaba más cuando no notaba nada.

Hice lo posible por no prestarle atención mientras me levantaba y caminaba hacia Cicely, apuntándola con la Magnum y dispuesta a volver a disparar al menor movimiento. La minifalda se le había subido, mostrando un liguero negro y unas bragas a juego. Pobre, qué postura más indigna.

Me incliné sobre ella para examinarla y vi que no podría moverse, al menos por sí misma: tenía la blusa de seda empapada de sangre, y un agujero por el que podría meter el puño en mitad del pecho. Estaba muy, muy muerta.

Por si acaso, aparté la pistola del 22 de una patada; cuando hay vudú de por medio, nunca se sabe. He visto levantarse a gente con heridas peores. Pero Cicely siguió tumbada en su charco de sangre.

Había tenido suerte de que le gustaran las pistolas para nenas; si me hubiera disparado con un arma de más calibre, me habría arrancado el brazo. Me guardé su pistola en la parte delantera de los pantalones, porque no sabía qué otra cosa hacer con ella, pero antes le puse el seguro.

Era la primera vez que me pegaban un tiro. Me habían mordido, apuñalado, golpeado y quemado, pero no me habían disparado hasta entonces. Lo que me asustaba era que no podía saber hasta qué punto sería grave. Volví con Wanda, que estaba muy pálida y con los ojos marrones muy abiertos.

– ¿Está muerta? -me preguntó. Asentí-. Te sale mucha sangre. -Se arrancó un jirón de la falda-. Será mejor que te haga un torniquete.

Me arrodillé para que Wanda me anudara la tira de tela multicolor por encima de la herida. Antes me limpió la sangre con otro trozo de falda, y vi que no tenía tan mala pinta. Si no fuera por lo que sangraba, parecería un arañazo.

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