Ya sólo faltaba el sacrificio.
– No te muevas -me dijo Dominga.
Me quedé en el sitio, paralizada por arte de magia. ¿Seguiría el monstruo paralizado en el pasillo, como yo en aquel momento?
Dominga dejó el machete en la hierba, al borde del círculo, y salió.
– Empieza a reanimar, Anita -me ordenó.
– Por favor, antes hazle una pregunta a Gaynor. -Tanta educación resultó dolorosa, pero cumplió su cometido.
– ¿Qué quieres que le pregunte? -dijo mirándome con curiosidad.
– Si este antepasado suyo también fue sacerdote vodun.
– ¿Qué importa eso? -preguntó Gaynor.
– ¡Estúpido! -Dominga se volvió hacia él con los puños cerrados-. Eso fue lo que salió mal la primera vez, y usted empeñado en que habían sido mis poderes.
– ¿Se puede saber de qué habla?
– A veces, cuando se levanta a un sacerdote vodun o a un reanimador, las cosas se tuercen -expliqué.
– ¿Por qué? -preguntó él.
– La magia de su antepasado interfirió con la mía -dijo Dominga-. ¿Está seguro de que este de aquí no dominaba el vudú?
– Que yo sepa, no.
– ¿Sabía lo del primero?
– Sí.
– ¿Y por qué no me lo dijo? -El poder de Dominga rugió a su alrededor como una tormenta. ¿Tendría intención de matarlo, o el dinero le importaba más?
– No pensé que tuviera nada que ver.
Creo que a Dominga le rechinaban los dientes, y no me sorprendía en absoluto. Aquella omisión le había costado la reputación y una docena de vidas; claro que a Gaynor le daba igual. Pero no lo fulminó; sudo la codicia.
– Siga con esto -dijo Gaynor-, ¿o no quiere el dinero?
– ¡No me amenace!
Huy, qué pena, los malos se peleaban entre ellos.
– No la estoy amenazando, se ñ ora; simplemente, no pienso pagar si no levantan el zombi.
Dominga respiró profundamente, se enderezó y se volvió hacia mí.
– Haz lo que te he ordenado: empieza a reanimar.
Abrí la boca mientras intentaba dar con otra excusa que me permitiera ganar tiempo. Faltaba poco para el amanecer.
– Basta de retrasos. ¡Empieza ahora mismo, Anita! -Era una orden incontestable.
Tragué saliva y caminé hacia el borde del círculo. Quería atravesarlo, salir de allí, pero era incapaz. Me apoyé en la barrera invisible; era como una pared que me retenía, aunque no podía verla ni tocarla. Seguí en el sitio hasta que me tembló todo el cuerpo, y respiré profundamente.
Recogí el machete.
– No, Anita, por favor -dijo Wanda.
Se debatió en vano. Matarla resultaría muy fácil; más que decapitar a un gallo con una mano. Y eso era algo que hacía casi a diario.
Me arrodillé delante de Wanda. La mano de Enzo le sujetaba la cabeza firmemente, impidiéndole moverse, pero ella gimió con un sonido desesperado y gutural.
Dios, ayúdame.
Le coloqué el machete debajo del cuello y miré a Enzo.
– Sostenle la cabeza en alto, para que no falle.
Enzo se llenó la mano de pelo y le dobló el cuello hacia atrás. Eso tuvo que doler. Los ojos de Wanda casi estaban en blanco, y hasta con la luz de la luna le veía el pulso en el cuello.
Le puse el machete en la garganta y noté el contacto de la carne sólida con el filo del cuchillo. Lo aparté, vacilé un momento y descargué un tajo en el cuello de Enzo. Se lo rebané con una sola cuchillada, y la sangre oscura salió a borbotones.
Todos los demás se quedaron paralizados durante un instante, pero yo no interrumpí el movimiento y hundí el machete en el pecho de Bruno. Echó mano a la pistola, pero no llegó a cocerla. Me apoyé en el machete y lo levanté hacia su garganta. Las vísceras salieron en un torrente cálido.
El olor de la muerte reciente saturó el círculo. La sangre me cubría la cara, el pecho, las manos, todo el cuerpo. Era el último paso que se necesitaba para cerrar el círculo.
Lo había hecho miles de veces, pero no era comparable: el estallido de poder fue tan intenso que me dejó sin aliento. Era como si una corriente eléctrica me recorriera de pies a cabeza, tensándome la piel tanto que hasta dolía.
Wanda, tirada en la hierba y rebozada de sangre ajena, tenía un ataque de histeria.
– ¡Por favor! -gritaba-. No me mates, por favor, no me mates.
No necesitaba matarla. Dominga me había ordenado que me empezara a reanimar, y pensaba hacer justamente eso.
Los sacrificios de animales no provocan una sensación tan potente. Sentía un cosquilleo en todo el cuerpo, y el poder ascendía de la tierra y se concentraba en mí. Pero no abarcaba sólo la tumba rodeada por el círculo; tenía demasiado poder para un solo muerto, para un puñado de muertos. Se extendía a mi alrededor como las ondas por el agua, cada vez más lejos. Percibí todas y cada una de las tumbas que había recorrido cuando visité el cementerio con Dolph, excepto las de los fantasmas, porque la nigromancia no funciona cuando quedan vestigios de alma.
Era consciente de todas las tumbas, de todos los cadáveres. Notaba cómo se recomponían el polvo y los huesos, cómo volvían a la vida.
– Muertos que oigáis mi llamada, levantad de la tumba. Levantad y quedad a mi servicio.
En circunstancias normales no habría podido reanimar ni siquiera a uno sin mencionar su nombre, pero no podían resistirse al poder de dos sacrificios humanos.
Los cadáveres empezaron a alzarse, como nadadores que surgieran del agua. El suelo se agitó bajo mis pies.
– ¿Qué haces? -preguntó Dominga.
– Reanimar. Ya he empezado.
Puede que me lo notara en la voz, o puede que lo presintiera. En cualquier caso, empezó a correr hacia el círculo, pero no llegó a tiempo.
Unas manos brotaron de la tierra, sujetaron a Dominga por los tobillos y la derribaron entre los marojos. La perdí de vista, pero seguía controlando a los zombis.
– Matadla -les ordené.
La hierba se agitó y pareció hincharse, mientras el ruido de los músculos arrancados llenaba la noche. Los huesos crujían al romperse, y en medio de aquello se oían los chillidos de Dominga.
Con un último sonido húmedo, espeso y nauseabundo, la mujer dejó de gritar. Me di cuenta de que le habían desgarrado la garganta. La sangre salpicó la hierba como si saliera de un aspersor.
El hechizo se desvaneció, pero ya no necesitaba que me instigaran; el poder se había adueñado de mí, y lo remonté como un ave llevada por el viento. Me sujetaba, me permitía alzarme. Me hacía sentir muy sólida y a la vez liviana como el aire.
La tierra seca de la tumba sobre la que me encontraba se resquebrajó, y de la grieta salió una mano cadavérica, y después, otra. El zombi se abrió paso hasta la superficie. La apertura de otras tumbas antiguas rasgó el silencio de la noche. Tal como quería Gaynor, su antepasado se había levantado.
Gaynor seguía en la silla de ruedas, rodeado de muertos en la cima de la colina. Docenas de zombis en distintos estadios de descomposición se arremolinaban a su alrededor, pero aún no les había dado la orden. No le harían daño si no se lo pedía.
– Pregúntale dónde está el tesoro -gritó Gaynor.
Me volví hacia él, y todos los zombis me imitaron, pero no entendió lo que sucedía. Como muchos millonarios, confundía el dinero con el poder. Y no, resulta que no son lo mismo.
– Matad a Harold Gaynor -dije en voz suficientemente alta para que el viento no se llevara mis palabras.
– Te pagaré un millón de dólares por haberlo levantado, da igual que encuentre el tesoro o no -dijo Gaynor.
– No quiero tu dinero.
Los zombis avanzaban desde todos los lados, lentamente, con las manos extendidas, como en cualquier película de terror al uso. Y es que, mirad qué cosas, los de Hollywood aciertan a veces.
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