Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Creo que sólo me ha rozado -dije. Era una simple herida superficial. Me ardía y, a la vez, la notaba muy fría. Puede que el frío se debiera a la impresión. ¿Iba a entrar en shock por un simple arañazo de bala? Ni de coña.

– Tenemos que salir de aquí. Seguro que los disparos atraen a Bruno.

Me alegré de notar dolor en el brazo: significaba que había recuperado la sensación y que podía moverlo. El brazo protestó cuando agarré a Wanda por la cintura, pero no tenía otra forma de transportarla y seguir teniendo libre la mano de la pistola.

– Vamos hacia la izquierda -dijo Wanda-. Puede que Cicely entrara por ahí.

Tenía su lógica. Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia el cadáver de Cicely.

Seguía tumbada, con los ojos azules increíblemente abiertos. Los muertos recientes no suelen tener cara de espanto; es más de sorpresa que de otra cosa, como si la muerte los hubiera pillado desprevenidos.

Wanda miró hacia abajo cuando pasamos a su lado. -Nunca creí que fuera a morir antes que yo. Al doblar la esquina nos encontramos cara a cara con el monstruo de Dominga.

TREINTA Y OCHO

El monstruo estaba en mitad de un pasillo estrecho que probablemente recorría toda la parte trasera de la casa. Una pared estaba llena de ventanas con vidriera dividida por las que se veía el cielo nocturno, y en mitad del pasillo había una puerta que daba al exterior. El único obstáculo del camino a la libertad era el bicho.

Casi nada.

La montaña de trozos de cadáver se arrastró hacia nosotras trabajosamente. Wanda gritó; no podía culparla. Levanté la Magnum y apunté a la cara humana del centro. El ruido del disparo fue atronador.

La cara estalló como un aspersor de sangre, carne y huesos, pero el olor fue peor aún. Me sentía como si me hubieran metido un trozo de piel podrida por la garganta, con pelos y todo. Las bocas gritaron como un animal herido, pero la cosa siguió avanzando. Parecía desconcertada. Me pregunté si me habría cargado el cerebro dominante, en caso de que lo hubiera. A saber.

Disparé tres veces más y volé otras tantas cabezas. El pasillo estaba lleno de sesos, sangre y cosas peores. El monstruo seguía reptando hacia nosotras.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo se oyó un clic. Lancé la pistola descargada contra el bicho, que la desvió con una zarpa. No me tomé la molestia de sacar el arma de Cicely; si una Magnum no detenía al monstruo, ¿qué podría hacer con un 22?

Empezamos a retroceder; no podíamos hacer otra cosa. El monstruo se nos acercaba, con el mismo sonido húmedo y viscoso que habíamos oído Manny y yo en el sótano de Dominga. Aquello era lo que tenía enjaulado.

Los trozos de piel humana y animal estaban unidos limpiamente, sin costurones a lo Frankenstein ni nada parecido. Era como si se hubieran derretido y se hubieran fundido entre ellos.

Tropecé con el cadáver de Cicely. Estaba tan concentrada en el monstruo que había dejado de mirar por dónde pisaba. Caímos al suelo, y Wanda gritó.

El monstruo nos alcanzó, y unas manos contrahechas me cogieron por los tobillos. Me defendí a patadas mientras intentaba encaramarme al cadáver de Cicely para apartarme de aquello. Una zarpa se me clavó en los vaqueros y tiró de mí; creo que yo también grité entonces. Lo que había sido una mano de hombre me aferró el tobillo.

Me agarré al cuerpo de Cicely, que seguía caliente. El monstruo nos arrastró a las dos sin inmutarse por el peso adicional. Extendí las manos en el suelo vacío; no tenía nada a lo que aferrarme.

Volví la cabeza para mirar al monstruo, lleno de bocas podridas que intentaban morderme con avidez. Dientes rotos y manchados, lenguas descoloridas que parecían serpientes pútridas… Virgen santa.

Wanda me cogió por el brazo, intentando sujetarme, pero sin piernas con las que hacer fuerza sólo consiguió que la cosa también la arrastrara.

– ¡Suelta! -le dije.

– ¡Anita! -gritó ella mientras me soltaba.

– ¡No! ¡Quieto! ¡Quieto! -grité hacia el monstruo con todas mis fuerzas, aunque más para canalizar el poder que para subir la voz. A fin de cuentas, sólo era un zombi, y si no había recibido órdenes precisas, me obedecería. Era un zombi más y sólo eso: nuestra supervivencia dependía de mi convicción-. ¡Para ahora mismo! -Estaba al borde de la histeria, a punto de ponerme a berrear sin control. Pero el monstruo se detuvo, justo cuando iba a llevarse mi pie a una de las bocas inferiores, y me miró expectante con su colección de ojos. Tragué saliva e intenté hablar con calma, aunque al zombi le daría igual-. Suéltame.

Me soltó.

Con un nudo en la garganta, me tumbé en el suelo mientras recordaba cómo se hacía eso de respirar. Cuando levanté la vista, el monstruo seguía allí, esperando a que le diera más órdenes, como un buen zombi.

– Quédate aquí y no te muevas -le dije.

Me miró fijamente, con la obediencia de los muertos. Se quedaría allí hasta que alguien le diera una orden que refutara la mía. Menos mal que todos los zombis son iguales.

– ¿Qué pasa? -preguntó Wanda, con la voz distorsionada por los sollozos. Estaba a punto de desmoronarse.

– No pasa nada -dije mientras me arrastraba hacia ella-. Ya te lo explicaré después; ahora no tenemos tiempo que perder. Tenemos que salir de aquí.

Wanda asintió. Las lágrimas le corrían por la cara magullada.

La ayudé a incorporarse una vez más y caminamos a duras penas hacia el monstruo. Wanda intentó apartarse, y el tirón me castigó el brazo herido.

– No pasa nada. Si nos damos prisa, no nos hará daño.

No sabía dónde andaría Dominga, y no me apetecía que le diera órdenes nuevas al bicho mientras estábamos cerca de él. Pasamos tan deprisa como pudimos, pegadas a la pared, mientras los ojos de la espalda de aquella cosa, si se podía decir que tuviera espalda, seguían nuestros movimientos. El hedor de las heridas abiertas era insoportable, pero ¿qué son unas náuseas entre amigos?

Wanda abrió la puerta que conducía al mundo exterior, y un viento tórrido nos echó el pelo contra la cara. Una sensación maravillosa.

No entendía por qué no habían acudido al rescate Gaynor y los demás; era imposible que no hubieran oído los disparos y los gritos. Como mínimo, los disparos tenían que haber atraído a alguien.

Bajamos a trompicones la escalinata de piedra y llegamos a un camino de grava. Escudriñé en la oscuridad y pude ver las colinas cubiertas de hierba alta y las lápidas descuidadas del cementerio Burrell. Estábamos en la casa del guarda. No quería pensar qué habría hecho Gaynor con él.

Estaba llevando a Wanda a la salida del cementerio, en dirección a la carretera, cuando me detuve en seco. Acababa de averiguar por qué no había acudido nadie.

El cielo negrísimo estaba tachonado de estrellas, tan numerosas que daba la impresión de que se podían pescar con red, tan intensas que opacaban el brillo de la luna. Un viento cálido recorrió el cementerio, y noté que me aferraba como si tuviera manos. Tiraba de mí. Dominga Salvador había terminado de realizar el hechizo. Me quedé mirando las hileras de tumbas y supe que tenía que ir en su busca. Tal como el zombi me había obedecido, yo tenía que obedecerla a ella. No había forma de evitarlo, ni un resquicio de esperanza. Así de fácil había sido pillarme.

TREINTA Y NUEVE

Me quedé inmóvil en el camino de grava. Wanda se agitó entre mis brazos y se volvió para mirarme, con la cara enormemente pálida a la luz de las estrellas. ¿Estaría yo igual de pálida? ¿Se me notaría la conmoción en la cara? Intenté dar un paso al frente para poner a salvo a Wanda, pero no pude. Me esforcé hasta que me temblaron las piernas, pero era incapaz de seguir.

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