Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Oferta y demanda -me dijo con una sonrisa inocente-. A ver dónde más encuentras esto. -Se pasó las manos por las piernas, y yo, obediente, las seguí con la mirada. Joder, qué grima.

– De acuerdo -dije, asintiendo-. Trato hecho.

Se lo cargaré a Bert: papel para la impresora, bolígrafos de punta fina, una prostituta, carpetas… ¿Veis? Nada fuera de lo corriente.

A Bert le iba a encantar.

VEINTICINCO

Nos llevamos a Wanda a mi piso, pero no tengo ascensor, y dos tramos de escaleras no son fáciles de subir en silla de ruedas. Jean-Claude cogió a Wanda en brazos y subió delante de mí, a paso normal. Yo los seguía con la silla, aunque más despacio.

Por lo menos podía mirar a Jean-Claude mientras subía. Qué se le va a hacer; por muy vampiro que sea, tiene un culo que no está nada mal.

Me esperaba en el descansillo, con Wanda acurrucada entre los brazos. Los dos me miraron con una especie de deferencia inexpresiva.

Dejé la silla doblada en la moqueta, y Jean-Claude me siguió. La gasa de la falda de Wanda susurraba con cada movimiento.

Me apoyé la silla de ruedas en la pierna, abrí la puerta y la empujé del todo, para dejar sitio a Jean-Claude. La silla se doblaba hacia dentro, como los cochecitos de bebé, y forcejeé para volver a montarla. Tal como sospechaba, era más fácil de plegar que de desplegar.

Levanté la mirada y me encontré con que Jean-Claude seguía en el umbral. Wanda lo miraba con el ceño fruncido.

– ¿Qué pasa? -pregunté.

– Es la primera vez que vengo a tu casa.

– ¿Y?

– Pues vaya experta en vampiros. ¡Vamos, Anita!

Ah.

– Tienes permiso para entrar.

– Es un honor -dijo con una inclinación de cabeza.

Por fin conseguí montar la silla, y Jean-Claude dejó a Wanda en ella. Mientras cerraba la puerta, la mujer se alisó la ropa.

Jean-Claude se quedó de pie en mitad de la sala, mirando a su alrededor. Se acercó al calendario de pingüinos que tenía en la pared de la cocina y pasó las páginas de los meses siguientes hasta que hubo visto todas las imágenes de aves rechonchas.

Quería decirle que parase, pero era inofensivo; nunca apunto nada en el calendario. No sé por qué me molestaba tanto interés.

Me volví hacia la prostituta que tenía en la sala. Qué noche más rara.

– ¿Quieres tomar algo? -le pregunté; en caso de duda, mejor ser educada.

– Un vino tinto, si hay -dijo Wanda.

– Lo siento, pero no tengo nada con alcohol. Café, Coca-Cola con azúcar de verdad o agua: eso es todo.

– Entonces, una Coca-Cola.

Saqué una lata de la nevera.

– ¿Quieres vaso?

Wanda negó con la cabeza.

Jean-Claude estaba apoyado en la pared, mirándome mientras me desplazaba por la cocina.

– Yo tampoco necesito vaso -dijo en voz baja.

– No te hagas el gracioso.

– Demasiado tarde.

No pude evitar sonreír.

Mi sonrisa pareció complacerlo, cosa que me molestó. Se me hacía cuesta arriba tenerlo cerca. Se acercó al acuario como quien no quiere la cosa; estaba examinando mi piso. Qué raro. Pero por lo menos nos dejaba a nosotras un poco de intimidad.

– Mierda, es un vampiro -dijo Wanda. Parecía alarmada, y eso me sorprendió. Yo me daba cuenta siempre; para mí, la muerte saltaba a la vista, por mono que fuera el cadáver.

– ¿No te habías dado cuenta? -pregunté.

– Pues no; no voy de buscamuertos -dijo, tensa. Seguía a Jean-Claude con la mirada, aprensiva. Tenía miedo.

– ¿Qué es eso? -Le pasé la bebida.

– Una puta que trabaja con vampiros.

Buscamuertos, mira tú.

– No te va a tocar.

Volvió hacia mí los ojos marrones y me miró fijamente, como si intentara leerme la mente para ver si le decía la verdad.

Qué acojone, meterse en una habitación con unos desconocidos sin saber qué pueden hacer. Hay que estar desesperado o ser autodestructivo.

– Entonces, ¿vamos a hacerlo tú y yo? -me preguntó sin dejar de mirarme.

Tardé un momento en caer en la cuenta.

– No. -Sacudí la cabeza-. No, te he dicho que sólo quería hablar, y lo decía en serio. -Creo que me había puesto colorada.

Igual fue el rubor lo que la convenció, pero abrió la lata y bebió un trago.

– ¿Quieres que hable de cómo me lo hago con otros mientras tú te lo haces con él? -Señaló con un gesto al vampiro errante.

Jean-Claude estaba delante del único cuadro que tenía en la habitación. Era moderno y pegaba con la decoración: gris, blanco, negro y rosa claro. Era una de esas imágenes abstractas en las que, cuanto más se miran, más formas se descubren.

– Sólo vamos a hablar; eso es todo. Nadie va a hacer nada con nadie, ¿de acuerdo?

– Tú pagas. -Se encogió de hombros-. Tú decides qué hacemos.

Aquella última frase hizo que se me encogiera el estómago. Hablaba en serio: yo pagaba, y ella haría lo que yo quisiera. ¿Cualquier cosa? Me parecía espantoso que se dijera en serio algo así. Bueno, cualquier cosa menos tirarse a un vampiro, que hasta las putas tienen sus límites.

Wanda me miraba sonriente. El cambio había sido espectacular: estaba radiante y hasta le brillaban los ojos. Me recordó la cara risueña y muda de Cicely.

Al grano.

– Tengo entendido que hace tiempo eras la amante de Harold Gaynor. -Hala. Habiendo lubricante, ¿para qué los preliminares?

La sonrisa de Wanda se desvaneció, y la aprensión sustituyó al buen humor.

– No conozco a nadie que se llame así.

– Ya empezamos. -Yo seguía de pie, de modo que para mirarme, ella debería torcer el cuello en un ángulo casi doloroso. Bebió un trago y sacudió la cabeza sin levantar la vista-. Vamos, Wanda, sé que fuiste la chica de Gaynor. No niegues que lo conoces, y seguiremos a partir de ahí.

Me miró brevemente y volvió a bajar la cabeza.

– Si quieres, me lo hago contigo mientras nos mira el vampiro. También puedo deciros guarradas a los dos. Pero el nombre de Gaynor no me suena de nada.

Me incliné y apoyé las manos en los brazos de la silla. La miré desde muy cerca.

– No soy periodista, y Gaynor no se enterará nunca de que has hablado conmigo, a no ser que se lo digas tú.

Sus ojos se habían agrandado. Los seguí y vi que se me había abierto el chubasquero, dejando la pistola a la vista. La estaba poniendo nerviosa. Mierda.

– Habla conmigo, Wanda -dije con suavidad, aunque aquel tono se podía interpretar como una amenaza.

– ¿De dónde habéis salido? No sois policías ni periodistas, y los asistentes sociales no van armados. ¿Quiénes sois? -La última pregunta tenía un tinte de miedo.

Jean-Claude salió de mi dormitorio. El que faltaba.

– ¿Tienes problemas, ma petite?

No protesté por el apelativo; era mejor que Wanda no supiera que había desavenencias en nuestras filas.

– Se ha puesto cabezota -dije.

Me aparté de la silla, me quité el chubasquero y lo dejé en la barra que daba a la cocina. Wanda se quedó mirando la pistola, como me esperaba.

Puede que yo no dé miedo, pero la Browning es otro cantar.

Jean-Claude se colocó detrás de ella y le puso las manos en los hombros. Wanda dio un respingo como si se hubiera quemado, pero yo sabía que no le había hecho daño. Aunque igual habría sido mejor que se lo hiciera.

– Me matará -dijo Wanda.

Últimamente había mucha gente que decía eso de Gaynor.

– No se enterará nunca -le aseguré.

Jean-Claude le acarició el pelo con la mejilla, sin dejar de masajear los hombros con delicadeza.

– Y, mi querida coquette, esta noche no está aquí -le dijo al oído- Estamos nosotros. -Añadió algo más, en voz tan baja que no lo oí; sólo vi que movía los labios.

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