Estaba roja como un tomate, y no me hacía ni pizca de gracia. Los dos hombres se marcharon, aún de la mano.
Jean-Claude miraba el escaparate como si fuera lo más normal del mundo, con absoluta naturalidad.
– ¿Qué le has hecho a esa mujer? -le pregunté.
Seguía concentrado en el escaparate, aunque no sé qué artículo le habría llamado la atención.
– Ha sido un descuido por mi parte, ma… Anita. Ha sido culpa mía.
– ¿Qué ha sido culpa tuya?
– Mis poderes aumentan cuando tengo cerca a mi sierva humana. -Me miró fijamente-. Cuando estás a mi lado soy más poderoso.
– ¡Un momento! ¿Quieres decir que soy como el gato negro de las brujas?
– Sí, algo parecido. -Ladeó la cabeza y me sonrió-. No sabía que entendieras de brujería.
– Tuve una infancia difícil. -No estaba dispuesta a cambiar de tema-. Así que cuando voy contigo se te da mejor hechizar a la gente con la mirada. Hasta tal punto que has hechizado a esa prostituta sin darte cuenta -dije. Asintió, y yo negué con la cabeza-. No te creo.
Se encogió de hombros con su elegancia habitual.
– No me creas si no quieres, pero es la verdad.
No quería creérmelo, porque si era cierto, yo era su sierva humana quisiera o no, independientemente de mis acciones: bastaba con mi presencia. El sudor me chorreaba espalda abajo, pero tenía frío.
– Mierda.
– Y que lo digas.
– No, ahora no puedo con esto, de verdad. -Lo miré fijamente-. Sean lo que sean esos poderes que nos damos mutuamente, mantenlos controlados, ¿vale?
– Lo intentaré.
– No lo intentes, joder. Hazlo.
– Por supuesto, ma petite. -Su sonrisa fue tan amplia que le vi la punta de los colmillos.
Empezaba a notar el peso del pánico en la boca del estómago. Cerré los puños.
– Como vuelvas a llamarme así, no respondo.
Ensanchó los ojos ligeramente, y sus labios se arquearon. Me di cuenta de que estaba esforzándose por no reírse. Odio que encuentren divertidas mis amenazas.
Tenía ganas de partirle la cara por tocacojones, por entrometido y porque me había asustado. No me extrañaba; no era la primera vez que sentía el impulso de recurrir a la violencia. Observé el regocijo que asomaba en su rostro. Era un hijo de puta condescendiente, pero si las cosas se ponían feas entre nosotros, uno de los dos moriría, y no descartaba la posibilidad de que fuera yo.
El humor desapareció de su cara, que quedó tersa, arrebatadora y arrogante.
– ¿Qué pasa, Anita? -preguntó en voz baja, íntima. A pesar del bullicio de alrededor, era una voz que me arrastraba. Menudo don.
– No me acorrales, Jean-Claude; no te conviene dejarme sin opciones.
– Creo que no te entiendo.
– Si tengo que elegir entre tú y yo, me elegiré a mí. No te olvides.
Me miró durante unos instantes, y después parpadeó y asintió.
– Sí, te creo, pero recuerda, ma…, Anita, que si me haces daño, te harás daño a ti. Yo podría sobrevivir a tu muerte, pero ¿estás segura, amante de moi, de que tú podrías sobrevivir a la mía?
¿Qué demonios significaría eso de amante de moi? Mejor no preguntar.
– Maldito seas, Jean-Claude. Maldito seas.
– Eso, mi querida Anita, ocurrió mucho antes de que nos conociéramos.
– ¿Qué quieres decir?
– Hace mucho que tu querida iglesia católica decretó que todos los vampiros somos suicidas, así que ya estamos malditos. -Me miraba con absoluta inocencia.
– Soy episcopaliana -repuse sacudiendo la cabeza-, pero supongo que da igual.
Se echó a reír, con un sonido que era como una caricia sedosa en la nuca: suave y agradable, pero estremecedor.
Me aparté de él y lo dejé ante el escaparate, para perderme en medio de las putas, los chulos y los clientes. No había nadie en aquella calle que pudiera ser tan peligroso como Jean-Claude. Lo había llevado para que me protegiera, ¿seré pardilla? Era ridículo. Obsceno, casi.
Se me acercó un chaval que no debía de tener más de quince años. Llevaba un chaleco sin nada debajo y unos vaqueros destrozados.
– ¿Quieres algo? -Era un poco más alto que yo y tenía los ojos azules. Detrás de él, otros dos chicos nos miraban-. No vienen muchas mujeres por aquí, ¿sabes?
– No me extraña. -Joder, era un crío-. Estoy buscando a Wanda la Tragamillas.
– ¿Te ponen las lisiadas? -dijo un chico-. Puaj.
Estaba de acuerdo con él, pero en fin.
– ¿Sabéis dónde está? -Saqué un billete de veinte. Era demasiado por la información, pero quizá le sirviera para irse antes a casa. Igual si tenía veinte dólares extra podría rechazar a alguno de los clientes que pasaban despacio con el coche. Sí, claro, iba a cambiarle la vida con veinte dólares. Y luego podía detener un escape nuclear con el dedo.
– Está en la puerta de El Gato Pardo, en la esquina.
– Gracias. -Le di el billete; tenía las uñas sucias.
– ¿Seguro que no te apetece un poco de marcha?
Su voz era insegura, como su mirada. Vi de reojo que Jean-Claude avanzaba por la multitud. Me buscaba para protegerme. Me volví hacia el chaval.
– Creo que ya tengo más marcha de la que necesito.
El chico frunció el ceño, desconcertado. No era para menos; yo también lo estaba. ¿Qué se hace con un maestro vampiro acosador? Buena pregunta. Lástima que no tuviese ninguna buena respuesta.
Wanda la Tragamillas era menuda y estaba sentada en una de esas sillas de ruedas deportivas, como las que se usan en las carreras. Llevaba guantes de deporte, y los músculos de los brazos se le tensaban bajo la piel bronceada cuando giraba las ruedas. El pelo largo y castaño le caía en ondas, enmarcando una cara atractiva y bien maquillada. Llevaba una camiseta azul con un brillo metálico, sin sujetador. Una falda larga con un par de capas de gasa multicolor y unas botas altas muy elegantes le ocultaban las piernas. Avanzaba hacia nosotros a buen ritmo. En comparación, casi todas las prostitutas y chaperas tenían un aspecto chabacano, con ropa demasiado llamativa que enseñaba un montón de chicha; claro que con aquel calor no había más remedio. Supongo que si alguien se pusiera un mono de rejilla, la policía se le echaría encima.
Jean-Claude se detuvo a mi lado y miró el neón, que proclamaba el gato pardo en un fucsia deslumbrante. Qué buen gusto.
¿Cómo se acerca una a una prostituta, aunque sólo sea para charlar? No tenía ni idea; cada día se aprende algo nuevo. Me quedé en su camino, esperando a que llegara. Levantó la vista y me pilló observándola; al ver que no me apartaba, me miró a los ojos y sonrió.
Jean-Claude se me acercó, y la sonrisa de Wanda se amplió. Sin duda, era una sonrisa de «ven conmigo», como decía mi abuela paterna.
– ¿Trabaja aquí? -me preguntó Jean-Claude.
– Sí.
– ¿Y va en silla de ruedas?
– Ya ves.
– Vaya. -No dijo nada más. Creo que estaba impresionado; bueno es saber que podía impresionarse.
Wanda detuvo la silla con destreza y estiró el cuello hacia nosotros, sonriente. ¿No le dolía estirarse así?
– Hola -dijo.
– Hola -contesté. Siguió sonriendo, y yo seguí mirando. ¿Por qué me sentía incómoda de repente?-. Me han hablado de ti. -Ella asintió-. Eres Wanda la Tragamillas, ¿no?
De repente, su sonrisa se volvió auténtica. Detrás de todos sus gestos complacientes pero afectados había una persona de carne y hueso.
– Exactamente.
– ¿Podemos hablar?
– Claro. ¿Tenéis habitación?
¿Cómo que si teníamos habitación? ¿No se suponía que de eso se encargaba ella?
– No -dije. Se quedó mirándome. A la mierda-. Sólo queremos hablar contigo durante una hora, puede que dos. Te pagaremos tu tarifa. -Me informó de cuánto cobraba-. ¡Cono! Qué precios.
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