Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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¿Y si Gaynor se enteraba de que había interrogado a Wanda? ¿Y si creía que Charles tenía algo que ver? No; había sido una egoísta al pretender que se arriesgara. Charles estaba casado y tenía un hijo de cuatro años.

Harold Gaynor se lo comería con patatas. No podía involucrarlo. Era como un osito, muy grande y ansioso por complacer, pero no necesitaba el apoyo de un osito. Necesitaba a alguien que fuera capaz de aguantar lo que le echara Gaynor.

Tuve una idea.

– Vete a casa, Charles. No iré sola, te lo prometo.

Me miró con incertidumbre. Quizá no me creyera. Pues bueno.

– ¿Estás segura? No quiero dejarte colgada…

– Márchate. Le pediré a otra persona que me acompañe.

– ¿A quién vas a encontrar a estas horas?

– No preguntes. Vete con tu hijo.

No parecía tenerlas todas consigo, pero era evidente que estaba aliviado. Le daba miedo ir al Tenderloin. Puede que la correa corta de Caroline fuera lo que él quería y necesitaba: una excusa para no hacer lo que no quería hacer en realidad. Vaya base para un matrimonio.

Pero bueno. Si funciona, no lo toques.

Charles se marchó deshaciéndose en disculpas, pero yo sabía que se alegraba de irse, y no se me olvidaría.

Llamé a la puerta del despacho.

– Adelante, Anita -oí tras un momento de silencio.

¿Cómo había sabido que era yo? Mejor no preguntar; no quería saberlo.

Jean-Claude parecía estar examinando un libro de cuentas de páginas amarillentas y tinta desvaída. Daba la impresión de haber salido de la época victoriana.

– ¿Qué he hecho para merecer el honor de dos visitas en una noche? -preguntó.

De repente me sentí gilipollas. Después de dedicarme a esquivarlo, ¿iba a invitarlo a que me acompañara a investigar? Pero de esa manera mataría dos murciélagos de un tiro: le daría gusto a Jean-Claude, porque de verdad que no me apetecía que se enfadara conmigo, y si Gaynor intentaba enfrentarse a él, me daba que el vampiro tenía todas las de ganar.

Era lo que me había hecho Jean-Claude unas semanas atrás: me había elegido para que salvara al mundo vampírico, y me había hecho enfrentarme a un monstruo que ya había matado a tres maestros vampiros. Suponía que yo tendría las de ganar contra Nikolaos y acertó, aunque por los pelos.

Donde las dan las toman, así que le dediqué una sonrisa encantadora. Era un placer poder devolver los favores tan deprisa.

– ¿Te importaría acompañarme al Tenderloin?

Parpadeó, con un gesto de sorpresa digno de una persona de verdad.

– ¿Con qué objeto?

– Tengo que interrogar a una prostituta sobre un caso en el que estoy trabajando, y necesito apoyo.

– ¿Apoyo?

– Debería ir con alguien de pinta más amenazadora que la mía, y tú cumples los requisitos.

– Así que quieres usarme de guardaespaldas -dijo con una sonrisa beatífica.

– Ya me has causado bastantes problemas, así que por una vez podrías hacerme un favor.

La sonrisa se desvaneció.

– ¿A qué viene este repentino cambio de opinión, ma petite?

– El tipo que me iba a acompañar ha tenido que irse a casa a quedarse con su hijo.

– ¿Y si no voy?

– Iré sola.

– ¿Al Tenderloin?

– Sí -dije. De repente se encontraba de pie junto a la mesa y caminaba hacia mí. No lo había visto levantarse-. ¿Por qué no dejas de hacer eso?

– ¿A qué te refieres?

– A lo de nublarme la mente para que no vea que te mueves.

– Lo hago siempre que puedo, ma petite, para demostrar que aún soy capaz.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Te transmití gran parte de mi poder cuando te puse las marcas, así que practico con los jueguecitos que aún no me están vedados. -Estaba casi delante de mí-. No quiero que te olvides de quién ni de qué soy.

Me quedé mirando sus ojos azules, azules.

– Nunca me olvido de que eres un cadáver ambulante, Jean-Claude.

Una expresión que no supe interpretar le atravesó el rostro. Quizá fuera de dolor.

– No, veo en tus ojos que sabes qué soy. -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro, aunque sin nada de seductor. Parecía humano-. Tus ojos son el espejo más nítido que he visto en mi vida, ma petite. Siempre que empiezo a engañarme, siempre que rae dejo llevar por la fantasía de que estoy vivo, me basta con mirarte para ver la verdad.

¿Qué esperaba que dijera? No pretendería que pasara por alto su vampirismo.

– ¿Y por qué no me rehúyes?

– Puede que Nikolaos no se hubiera convertido en el monstruo que era si hubiera tenido un espejo así.

Me quedé mirándolo. Quizá tuviera razón. Aquello casi convertía su elección de sierva humana en un acto de nobleza. Casi. Ya, lo que faltaba. ¿Ahora iba a empezar a sentir lástima del puto amo de la ciudad? Ni harta de vino.

Íbamos al Tenderloin. Cuidado, chicos malos: llevaba al amo de apoyo. Era matar moscas a cañonazos, pero siempre ha sido una de mis especialidades.

VEINTITRÉS

En el siglo XIX, el Tenderloin era el barrio chino de la Orilla, pero al igual que gran parte de San Luis, se había revalorizado. Si bajáis por la calle Washington, pasáis el teatro Fox, donde las compañías itinerantes representan musicales de Broadway, y seguís bajando hasta el final del centro de San Luis, al oeste, llegaréis al cadáver resucitado del Tenderloin.

De noche, las calles están llenas de neones y todo son luces parpadeantes, vibrantes, de colores vivos. Es como un carnaval pornográfico; sólo falta que instalen una noria en un descampado. Podrían vender algodón dulce con forma de cuerpo desnudo, y los niños se quedarían a jugar mientras papá visitaba las otras atracciones. Mamá no tendría por qué enterarse.

Jean-Claude estaba sentado a mi lado en el coche. Había estado tan callado, todo el camino, que tuve que mirarlo de reojo un par de veces para asegurarme de que seguía allí. La gente hace mido. No me refiero a la conversación, a los eructos ni a nada tan llamativo. Simplemente, las personas no pueden quedarse sentadas en silencio. Se revuelven y la ropa roza el asiento; respiran y se oye como toman aire; se humedecen los labios y emiten un sonido bajo y húmedo pero audible… Jean-Claude no hizo ninguna de esas cosas; ni siquiera sé si llegaría a parpadear. Ah, los muertos vivientes.

Me gusta el silencio tanto como al que más; me lo tomo mejor que la mayoría de las mujeres y que muchos hombres. Pero de repente sentía el impulso de llenarlo, de hablar sólo para oír algo. Era un desperdicio de energía, pero lo necesitaba.

– ¿Estás ahí, Jean-Claude? -Volvió el cuello, con cabeza y todo, y vi los neones reflejados en sus ojos, que parecían espejos oscuros. Mierda-. Sé que sabes hacerte pasar por humano mejor que casi cualquier vampiro, así que ¿a qué viene esta gilipollez sobrenatural?

– ¿Gilipollez? -repitió en voz baja.

– Sí. ¿Por qué te pones tan misterioso?

– ¿Misterioso? -Su voz llenó el coche, como si la palabra tuviera otro significado.

– Ya vale.

– ¿Qué vale?

– Vale de contestarme con preguntas.

– Lo siento, ma petite. -Parpadeó-. Es que siento la calle.

– ¿Cómo que sientes la calle?

Volvió a apoyar la espalda y la cabeza en el asiento, y se llevó una mano al estómago.

– Aquí hay mucha vida.

– ¿Vida? -De pronto era yo la que contestaba con preguntas.

– Sí. Siento a la gente que va de un lado a otro: criaturas que buscan desesperadamente amor, dolor, comprensión, codicia… Hay mucha codicia por aquí, pero sobre todo, amor y dolor.

– La gente no va de putas en busca de amor, sino en busca de sexo.

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