Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Volvió la cabeza y me clavó los ojos oscuros.

– Muchas personas confunden lo uno con lo otro.

Me quedé mirando la carretera. Se me había erizado el vello.

– Hoy no has tomado sangre, ¿verdad?

– Tú eres la experta en vampiros; tú dirás. -Su voz se había convertido en un susurro rasposo.

– Ya sabes que contigo me cuesta notarlo.

– Muchas gracias por el cumplido.

– No te he traído a cazar -dije con firmeza, puede que en voz más alta de lo necesario. El sonido de mi pulso me llenaba la cabeza.

– ¿Vas a prohibirme que cace?

Medité la respuesta mientras daba otra vuelta en busca de un sitio donde aparcar. ¿Iba a prohibirle que cazara? Sí, y él lo sabía. Era una pregunta con trampa; el problema era que no sabía dónde estaba la trampa.

– Te agradecería que no cazaras aquí esta noche.

– Dame un motivo, Anita.

Me había llamado por mi nombre sin que se lo pidiera. Sin duda, tramaba algo.

– Te he traído yo, y si no fuera por mí, no cazarías aquí.

– ¿Te sientes culpable por la persona de la que pueda alimentarme esta noche?

– Chupar sangre a la fuerza es ilegal -dije.

– Desde luego.

– Y se castiga con la muerte.

– De tu mano.

– Si cometes el delito en este estado, sí.

– Sólo son putas, chulos, estafadores… ¿Qué te importan, Anita?

Creo que nunca me había llamado Anita dos veces seguidas. Mala señal. Un coche salió de donde estaba aparcado, a menos de una manzana de El Gato Pardo. Qué suerte. Metí el Nova en el hueco. No se me da muy bien aparcar en paralelo, pero por suerte, el vehículo que se había marchado medía el doble que el mío, y tenía sitio de sobra para maniobrar.

Después de dejar el coche no demasiado lejos del bordillo, pero más o menos apartado del tráfico, apagué el motor. Jean-Claude seguía apoyado en el asiento, mirándome.

– Te he hecho una pregunta, ma petite. ¿Qué significa esa gente para ti?

Me quité el cinturón y me volví para mirarlo. Por algún juego de luces y sombras, casi todo su cuerpo estaba sumido en la oscuridad, pero una franja de luz dorada le atravesaba la cara, resaltándole los pómulos. La punta de los colmillos le sobresalía entre los labios, y los ojos le resplandecían como si fueran de neón azul. Me aparté y clavé la vista en el volante.

– No es nada personal, Jean-Claude, pero están vivos. Me caigan bien o mal, o aunque me sean indiferentes, nadie tiene derecho a matarlos arbitrariamente.

– ¿Así que te aferras a eso de que la vida es sagrada?

– A eso y a que todos los seres humanos son especiales. Cada muerte supone la pérdida de algo valiosísimo e insustituible. -Una vez dicho aquello, lo miré.

– Sé que has matado, Anita. Has destruido algo que te parece insustituible.

– Yo también lo soy, y nadie tiene derecho a matarme a mí, tampoco.

Se incorporó con un movimiento fluido, y dio la sensación de que la realidad se reagrupaba a su alrededor. Casi pude percibir el paso del tiempo en el coche, como una explosión sónica procedente del interior de mi cabeza.

Jean-Claude estaba delante de mí, con aspecto completamente humano. Su piel pálida estaba un poco sonrojada, y su pelo negro ondulado, cuidadosamente peinado, invitaba a hundir los dedos. Tenía los ojos azul oscuro, simplemente, sin nada excepcional salvo el color. En un instante se había vuelto a convertir en humano.

– Virgen santa -dije entre dientes.

– ¿Qué pasa, ma petite?

Sacudí la cabeza. Si le preguntaba cómo lo había hecho, se limitaría a sonreír.

– ¿A qué vienen tantas preguntas? -le dije-. ¿Qué te importa mi opinión sobre la vida?

– Eres mi sierva humana. -Levantó la mano para detener mi protesta automática-. He empezado el proceso de convertirte en mi sierva humana, y me gustaría entenderte mejor.

– ¿Es que no puedes… oler mis emociones, como hueles las de la gente de la calle?

– No, ma petite. Percibo tu deseo y poco más. Renuncié a leerte la mente cuando te puse las marcas.

– Entonces, ¿no sabes qué pienso?

– No.

Me alegraba saberlo, pero si Jean-Claude no tenía por qué decírmelo, ¿a qué se debería su confesión? Nunca daba nada a cambio de nada; seguro que aquello conllevaba alguna atadura que yo no sabía ver. Negué con la cabeza.

– Sólo has venido a servirme de apoyo, así que no le hagas nada a nadie si no te lo pido, ¿vale?

– ¿Que no haga nada?

– No le hagas daño a nadie a no ser que intente hacernos daño a nosotros.

Asintió con solemnidad, pero me temo que por dentro se partía de risa. Mira que darle órdenes al amo de la ciudad… Sí, supongo que tenía gracia.

En la calle había mucho ruido. De los edificios salía música, nunca la misma canción, pero siempre a todo volumen. Los carteles proclamaban chicas, chicas, chicas, topless. En un anuncio luminoso de letras de color rosa ponía habla con la mujer desnuda de tus SUEÑOS. Uf.

Una mujer negra, alta y esbelta, se nos acercó. Llevaba un pantalón corto morado, tan pequeño que parecía un tanga, y unas medias negras de rejilla que le cubrían las piernas y las nalgas. Muy provocativa.

Se detuvo entre los dos y nos miró a uno y otro.

– ¿Quién es el activo y quién el mirón?

Jean-Claude y yo intercambiamos una mirada. Vi que sonreía.

– Lo siento, pero estamos buscando a Wanda -le dije.

– No conozco a todo el mundo, pero cualquier cosa que haga esa tal Wanda, os garantizo que la puedo hacer mejor.

Se quedó muy cerca de Jean-Claude, casi rozándolo. Él le cogió la mano y se la llevó a los labios, sin dejar de mirarme.

– Tú eres el activo -dijo la puta con voz ronca, sexy. O tal vez era el efecto que tenía Jean-Claude en las mujeres. A saber.

El caso es que se acurrucó contra él. Su piel negra contrastaba con la camisa de encaje blanco. Llevaba las uñas pintadas de color pantera rosa.

– Perdonad que os interrumpa -dije-, pero no tengo toda la noche.

– Entonces no es a esta a la que buscas -dijo Jean-Claude.

– No.

La cogió por los brazos, justo por encima de los codos, y la apartó. Ella intentó volver a acercarse y lo agarró, pero él la mantuvo alejada sin esfuerzo. Podría haber mantenido alejado un coche en marcha sin esfuerzo.

– Contigo me voy gratis -dijo ella.

– ¿Qué le has hecho? -le pregunté.

– Nada.

No me lo creí.

– ¿No le has hecho nada y no quiere cobrarte? -El sarcasmo es uno de mis talentos naturales. Me aseguré de que lo percibiera.

– Estate quieta -dijo Jean-Claude.

– No te atrevas a decirme que…

La mujer se había quedado inmóvil. Dejó caer las manos a los lados, inertes. Jean-Claude no hablaba conmigo.

La soltó, pero ella siguió sin moverse. La rodeó como si fuera un socavón y me cogió del brazo. Se lo permití. Me quedé mirando a la prostituta, esperando a que se moviera.

Su espalda recta y casi desnuda se estremeció, y hundió los hombros. Echó la cabeza hacia atrás y respiró profundamente.

Jean-Claude me cogió del codo y echó a andar. La prostituta se volvió y nos miró, pero no reaccionó. Era como si no nos reconociera.

Tragué saliva con tanta fuerza que me dolió. Me aparté de Jean-Claude, que no intentó retenerme. Bien por él.

Me apreté contra un escaparate. Jean-Claude estaba frente a mí, cabizbajo.

– ¿Qué le has hecho?

– Nada, ma petite, ya te lo he dicho.

– No me llames así. Y no me mientas, porque la he visto.

Dos hombres se detuvieron junto a nosotros para mirar el escaparate. Iban cogidos de la mano. Me volví hacia la tienda y me ruboricé: látigos, máscaras de cuero, esposas acolchadas y cosas cuyo nombre ni siquiera conocía. Uno de los hombres susurró algo al oído del otro, que rio. Me vieron mirar y nuestros ojos se encontraron; aparté la vista rápidamente. En aquella zona, el contacto visual era peligroso.

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