Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Wanda sí que lo oyó; abrió los ojos desmesuradamente y se puso a temblar. Parecía que le estaban dando convulsiones. Las lágrimas le asomaron a los ojos y le cayeron por las mejillas trazando una curva elegante.

Vaya mierda.

– No, por favor. No se lo permitas -me rogó aterrorizada, con un hilo de voz.

En aquel momento odié a Jean-Claude, y me odié a mí. Se supone que yo era de los buenos, o eso me gustaba creer, y no estaba dispuesta a renunciar a ello aunque sirviera a mis intereses. Si Wanda no quería hablar, que no hablase, pero no quería atormentarla.

– Aparta, Jean-Claude -dije.

– Noto el sabor de su pánico -contestó levantando la vista hacia mí-. Es como un vino especiado. -Tenía los ojos de un azul tan oscuro que no se le distinguían las pupilas; parecía ciego. Y seguía siendo guapísimo mientras abría la boca y sacaba los colmillos.

Wanda seguía llorando y mirándome fijamente. Si hubiera visto a Jean-Claude, se habría echado a gritar.

– Yo creía que te controlabas mejor, Jean-Claude.

– Me controlo perfectamente… hasta que decido que ya basta.

Se apartó de ella y se puso a recorrer la sala, al otro lado del sofá, como un leopardo que pasea por su jaula: violencia contenida que se podía liberar en cualquier momento. No le veía la cara, y no sabía si lo hacía para acojonar a Wanda o porque le salía así.

Sacudí la cabeza. No era momento de preguntar; quizá más tarde. Quizá.

Me arrodillé delante de Wanda, que apretaba la lata de refresco con tanta fuerza que la estaba doblando. Ni la rocé; sólo me acerqué mucho.

– No voy a permitir que te haga daño, de verdad. Harold Gaynor me está amenazando, y por eso necesito la información. -Me miraba, pero estaba concentrada en el vampiro que tenía detrás. Se le notaba en la tensión de los hombros: mientras Jean-Claude siguiera en la habitación, era imposible que Wanda se relajara. Chica lista-. Jean-Claude, Jean-Claude… -Se volvió hacia mí con toda naturalidad, y una sonrisa le adornó los labios. Era postiza; maldito sea. ¿Será que cuando alguien se convierte en vampiro se le despierta la vena sádica?-. Vete un rato al dormitorio; quiero hablar a solas con Wanda.

– ¿A tu dormitorio? Será un placer, ma petite.

Le dediqué un gesto de reproche, pero no se inmutó. Qué sorpresa. En cualquier caso, se fue de la sala.

Wanda relajó los músculos y dejó escapar un suspiro tembloroso.

– ¿Me prometes que no le dejarás hacerme nada?

– Desde luego.

Se echó a llorar, y me quedé mirando las lágrimas sin saber qué hacer. Nunca sé reaccionar cuando alguien llora. ¿Se supone que tengo que abrazarlo, darle unas palmaditas, o qué?

Opté por sentarme en el suelo, delante de ella, y quedarme esperando. Tardó un rato, pero al final dejó de llorar y me miró parpadeando. Se le había corrido la pintura de los ojos y tenía un aspecto desvalido que la hacía aún más atractiva. Sentí el impulso de cogerla entre los brazos, acunarla como si fuera una niña y susurrarle mentiras al oído, decirle que todo iba a salir bien.

Cuando se fuera de mi casa seguiría siendo puta e inválida; si eso es que las cosas salgan bien… Sacudí la cabeza, más por mí que por ella.

– ¿Te traigo un pañuelo de papel?

Ella asintió.

Me acerqué a la encimera a coger la caja de pañuelos de papel y se la tendí. Se limpió la cara y se sonó con suavidad, como toda una dama.

– ¿Podemos hablar ahora?

Asintió, aún parpadeando con frecuencia, y bebió un trago.

– Conoces a Harold Gaynor, ¿verdad?

Se limitó a mirarme fijamente. Esperaba que no se desmoronase.

– Si lo averigua, me matará. No voy de buscamuertos, pero tampoco quiero morirme.

– Nadie quiere. Habla conmigo, por favor.

– De acuerdo: conozco a Harold -dijo con un suspiro tembloroso.

– Háblame de él.

Wanda se quedó mirándome y entrecerró los ojos. A los lados se le formaron unas líneas que indicaban que era mayor de lo que me había parecido.

– ¿Ya te ha mandado a Bruno o a Tommy?

– Sí, Tommy vino hace poco.

– ¿Y qué pasó?

– Que le saqué una pistola.

– ¿Esa? -preguntó con un hilo de voz.

– Sí.

– ¿Qué hiciste para cabrearlo?

Intenté decidir si le decía la verdad o una mentira. Ni lo uno ni lo otro.

– Me negué a hacer una cosa que me pedía.

– ¿Qué?

– Eso no importa. -Sacudí la cabeza.

– No sería nada sexual; no estás lisiada. -Puso mucho énfasis en la última palabra-. Sólo le gustan las minusválidas. -Sentí físicamente la acritud de su voz.

– ¿Cómo lo conociste?

– Yo estaba estudiando en la Universidad de Washington, y Gaynor hizo una donación por no sé qué.

– ¿Y te invitó a salir?

– Sí. -Hablaba en voz tan baja que tuve que inclinarme para oírla.

– ¿Y qué pasó?

– Los dos íbamos en silla de ruedas. Él era rico, y todo funcionaba de maravilla. -Apretó los labios como si se estuviera arreglando el carmín y tragó saliva.

– ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas? -pregunté.

– Me fui a vivir con él y dejé la facultad. Era… más fácil que seguir estudiando. Era lo más fácil de todo. No se cansaba de estar conmigo. -Volvió a bajar la vista-. Hasta que empezó a apetecerle un poco más de variedad en la cama. No puede mover las piernas, pero no ha perdido la sensación. Yo no tengo. -Su voz era apenas audible, y tuve que apoyarme en sus rodillas-. Le gustaba hacerme cosas en las piernas, aunque yo no las notaba, así que al principio no me parecía mal, pero… Se volvió cada vez más enfermizo. -De repente levantó la cabeza y me miró desde muy cerca. Tenía los ojos muy abiertos, rebosantes de lágrimas contenidas-. Me hacía cortes. No me dolía, pero eso es lo de menos, ¿verdad?

– Verdad -confirmé. Una lágrima le resbaló por la mejilla, y le agarré la mano. Ella me apretó los dedos-. No pasa nada, no pasa nada. -Se echó a llorar, y yo mentí sin soltarle la mano-. Ya pasó, Wanda, ya no puede hacerte daño.

– Todo el mundo me hace daño. Tú ibas a hacerme daño -replicó con una acusación en la mirada.

Era un poco tarde para explicarle lo del poli bueno y el poli malo; de todas formas, no me habría creído.

– Háblame de Gaynor.

– Me cambió por una sordomuda.

– Cicely.

– ¿La conoces? -Me miró sorprendida.

– De vista.

– Esa chica está como una cabra -dijo Wanda, sacudiendo la cabeza-. Le gusta torturar; la pone cachonda. -Se quedó mirándome como si quisiera evaluar mi reacción. ¿Me extrañaba? No.

– Harold se acostaba con las dos a la vez de tanto en tanto. La cosa siempre acababa en trío, y yo era quien salía peor parada. -Bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. A Cicely le gustan los cuchillos. Se le da muy bien desollar. -Volvió a hacer el gesto de quien se arregla el pintalabios-. Gaynor me mataría por contarte sus secretos de alcoba.

– ¿Y conoces sus secretos de negocios?

– No, te lo aseguro. -Negó con la cabeza-. Siempre tuvo mucho cuidado de mantenerme al margen. Al principio creía que era para evitar que me detuvieran si lo pillaban a él. -Bajó la vista-. Más adelante me di cuenta de que era porque, como pensaba cambiarme por otra, no quería que supiera nada que pudiera usar contra él cuando me diera la patada.

Ya no había amargura ni cólera en su voz; sólo una tristeza hueca. Habría preferido verla alterada y furiosa; la desesperación muda transmitía un dolor incurable. Gaynor había hecho algo peor que matarla: la había dejado con vida, pero tan paralizada por dentro como por fuera.

– Todo lo que te puedo contar es personal. No te servirá de nada contra él.

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