Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Pero no todas esas cosas personales serán sexuales.

– No te sigo.

– Secretos personales que no estén relacionados con el sexo. Fuiste su chica durante casi dos años; supongo que hablaría contigo de más cosas.

– Supongo… -Frunció el ceño, pensativa-. A veces hablaba de su familia.

– ¿Qué decía?

– Es hijo de madre soltera, y está obsesionado con la familia de su padre biológico.

– ¿Sabe qué familia era?

– Sí. Gente de alcurnia. Su madre era una puta a la que su padre había retirado. La tenía de amante, pero la abandonó cuando se quedó embarazada.

La habían tratado como Gaynor trataba a sus chicas. Freud se las ingenia siempre para hacer acto de presencia.

– ¿Qué familia?

– No me lo dijo nunca. Probablemente tenía miedo de que me diera por chantajearlos o fuera a revelarles sus trapos sucios. Desea desesperadamente hacer que se arrepientan de no haberlo acogido en la familia. Creo que si ganó tanto dinero fue sólo para ser tan rico como ellos.

– Si no te dijo quiénes eran, ¿cómo puedes saber que lo que decía era verdad?

– No harías esa pregunta si lo hubieras oído. Habla de ellos con una vehemencia… Los odia, y está empeñado en que su dinero le corresponde por derecho de nacimiento.

– ¿Y cómo piensa conseguirlo? -pregunté.

– Poco antes de que me fuera, Harold había averiguado dónde estaban enterrados unos antepasados suyos, y hablaba de un tesoro. Un tesoro enterrado, ¿te lo puedes creer?

– ¿En las tumbas?

– No. El dinero de esa familia procede de la piratería. Sus antepasados se dedicaban a recorrer el Misisipi y abordar otros barcos. Eso llenaba de orgullo a Gaynor, y a la vez lo sacaba de quicio. Lo sacaba de quicio que, ya que todos ellos descienden de putas y ladrones, les diera por hacerse los estirados precisamente con él. -Me miraba fijamente cuando pronunció las últimas palabras. Puede que se diera cuenta de que se me empezaba a ocurrir una idea.

– ¿Cómo esperaba conseguir el tesoro a partir de las tumbas?

– Dijo que buscaría algún sacerdote vodun que levantara a sus ancestros, para averiguar dónde se encuentra el tesoro que lleva siglos perdido.

– Ah -dije.

– ¿Te ha servido de algo?

Asentí. Ya entendía mi participación en los planes de Gaynor. Lo que seguía sin entender era por qué me había elegido a mí, por qué no había recurrido a alguien de reputada mala fama, como Dominga Salvador. No faltaba gente dispuesta a aceptar dinero para sacrificar una cabra blanca sin perder el sueño. ¿Por qué quería encargarle el trabajo a una reanimadora notoriamente moralista?

– ¿Mencionó el nombre de algún sacerdote?

– Nada de nombres. -Negó con la cabeza-. Siempre es muy precavido con eso. Y por la cara que pones, parece que te acabo de decir algo útil…

– Creo que es mejor que no sepas nada de esto.

Se quedó mirándome durante largo rato, y al final asintió.

– Supongo.

– ¿Hay algún sitio…? -No terminé la frase. Iba a ofrecerle un billete de avión o autobús adonde fuera. A cualquier lugar donde no tuviera que venderse, donde pudiera reponerse.

Puede que lo captara en mi expresión o en mi silencio. Rio de buena gana. ¿No se supone que las putas deberían tener una risa triste?

– Al final va a resultar que tienes vocación de asistente social. Pretendes salvarme, ¿verdad?

– ¿Sería terriblemente ingenua si te ofreciera un billete a casa o algo así?

– Terriblemente. -Asintió-. Y ¿por qué quieres ayudarme? No eres un hombre ni te gustan las mujeres. ¿Por qué ibas a ofrecerte a mandarme a casa?

– Porque soy estúpida -dije poniéndome de pie.

– A mí no me parece ninguna estupidez. -Me cogió la mano y me la apretó-. Pero no serviría de nada. Soy puta. Por lo menos, aquí conozco la ciudad y a la gente, y tengo clientes fijos. -Me soltó la mano y se encogió de hombros-. No me va mal.

– Con un poco de ayuda de tus amigos.

Sonrió, aunque con un poco de amargura.

– Las putas no tenemos amigos.

– No tienes por qué dedicarte a esto. Gaynor te convirtió en puta, pero no es obligatorio que sigas siéndolo.

Por tercera vez en la noche se le humedecieron los ojos. Joder, aquella chica no tenía estómago para aguantar la calle. Nadie lo tiene.

– Llámame un taxi, ¿vale? No quiero seguir hablando.

¿Qué podía hacer? Llamé a una agencia de taxis y pedí uno en el que se pudiera subir en silla de ruedas, tal como me dijo Wanda. Permitió que Jean-Claude la bajara porque yo no podía con ella, pero estaba muy rígida en sus brazos. La dejamos en la acera, sentada en la silla.

Esperé hasta que llegó el taxi y se la llevó. Jean-Claude se quedó a mi lado, en el círculo de luz dorada de delante de mi edificio. La luz cálida parecía aclararle la piel.

– Ahora tengo que dejarte, ma petite. Ha sido muy educativo, pero se me acaba el tiempo.

– Tienes que comer, ¿verdad?

– ¿Se me nota?

– Un poco.

– Debería llamarte ma v é rit é , Anita. Siempre me dices la verdad.

– ¿Eso es lo que significa v é rit é ? ¿Verdad? -pregunté.

Asintió.

Me encontraba mal. Picajosa, malhumorada, inquieta… Estaba furiosa con Harold Gaynor por haber convertido a Wanda en su víctima; con Wanda, por haberlo permitido, y conmigo, por no ser capaz de hacer nada. Estaba de uñas con el mundo en general. Para colmo de males, ya sabía qué quería Gaynor de mí, y eso no me hacía sentir mejor.

– Siempre existirán las víctimas, Anita. No puedes evitar que existan los depredadores y las presas.

– ¿No habíamos quedado en que ya no puedes leerme el pensamiento?

– Pero sí la cara, y además te conozco.

No me hacía gracia que Jean-Claude supiera tanto de mí, que estuviera tan familiarizado con mis expresiones.

– Lárgate, ¿quieres?

– Como desees, ma petite.

Y con las mismas, se marchó. Una ráfaga de viento, y ya no estaba.

– Numerero -murmuré. Me quedé de pie en la acera y noté el sabor incipiente de las lágrimas en la garganta. ¿Por qué quería llorar por una puta a la que acababa de conocer? ¿O era por la injusticia del mundo en general?

Jean-Claude tenía razón: siempre habría depredadores y presas. Y yo me había esforzado mucho para pertenecer al primer grupo. Era la Ejecutora. Entonces, ¿por qué me identificaba siempre con las víctimas? Y ¿por qué la desesperación de la mirada de Wanda me avivaba el odio hacia Gaynor más que nada me hubiera hecho a mí?

Eso. ¿Por qué?

VEINTISÉIS

Sonó el teléfono. Sólo moví los ojos, lo justo para mirar el reloj: las siete menos cuarto de la mañana. Mierda. Seguí tumbada, y estaba a punto de volver a dormirme cuando saltó el contestador.

– Soy Dolph. Hemos encontrado otro. Llámame al busca.

Busqué el teléfono a tientas y tiré el auricular. Lo recogí.

– Hola, Dolph, estoy aquí.

– ¿Una noche movida?

– Sí. ¿Qué pasa?

– Nuestro amigo les ha cogido el gusto a las viviendas unifamiliares. -Tenía la voz ronca por la falta de sueño.

– Virgen santa. No me digas que se ha cargado a otra familia.

– Eso me temo. ¿Puedes salir?

Era una pregunta estúpida, pero no se lo comenté. Se me había caído el alma a los pies. No quería volver a pasar por lo de la casa de los Reynolds; no creía que mi imaginación pudiera con ello.

– Dame la dirección y voy para allá. -Me la dio-. ¿Saint Peters? No está muy lejos de Saint Charles, pero aun así…

– Aun así, ¿qué?

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