– Sí -confirmó.
Aquello sí que acojonaba. Si le parecía que alguien capaz de torturarlo con su peor temor era un buen tipo, ¿cómo habría sido Nikolaos? Bueno, ya conocía la respuesta: era una psicópata. La crueldad de Jean-Claude no era gratuita; no torturaba a nadie por el placer de verlo sufrir. Todo un adelanto.
– Tengo que irme -dijo levantándose-. Gracias por ayudarme con el zombi.
– Has sido muy valiente, ¿sabes?
Me dedicó una breve sonrisa, enseñando los colmillos, y de repente la borró como quien acciona un interruptor.
– No puedo permitirme el lujo de no serlo.
Los vampiros son como las manadas de lobos: los débiles acaban dominados o muertos, y no existe la opción del destierro. Willie iba subiendo en el escalafón, y un indicio de debilidad podía detener su ascenso, o algo peor. Me había preguntado muchas veces a qué tenían miedo los vampiros, y ante mí había uno que tenía miedo de los zombis. Me habría parecido gracioso si no fuera por su mirada de temor.
El humorista del escenario era un vampiro reciente. Tenía la piel blanquísima, los ojos negros como tizones, unas encías pálidas y retraídas, y unos colmillos que habrían sido la envidia de cualquier pastor alemán. Nunca había visto un vampiro de aspecto tan monstruoso. Casi todos se esfuerzan por parecer humanos; aquel, todo lo contrario.
No me había fijado en la reacción del público cuando había salido a escena, pero todo el mundo se descojonaba. Si los chistes sobre el zombi ya eran malos, aquellos eran directamente penosos. En la mesa de al lado, una mujer se reía con tanta fuerza que le saltaban las lágrimas.
– Fui a Nueva York, que dicen que es muy peligroso. Y bueno, intentó atacarme una banda callejera, pero no tenía ni medio bocado. -La gente se sujetaba la tripa como si le doliera.
No lo entendía. De verdad, no tenía la menor gracia. Miré a mi alrededor y vi que todos tenían la vista clavada en el escenario, y lo contemplaban con la devoción de los hechizados.
Estaba usando trucos. Los vampiros son aficionados a ellos, y se los he visto emplear para seducir, amenazar, aterrorizar y todo a la vez, pero era la primera vez que veía a un vampiro obligar a la gente a reírse.
Peores usos he visto hacer de los poderes vampíricos. El cómico no intentaba hacerle daño a nadie, y aquella hipnosis colectiva era inocua y provisional. Pero aun así me parecía mal. El control mental de una multitud es una de las cosas más espeluznantes que pueden hacer los vampiros sin que nadie se entere.
Yo me enteraba, y no me hacía ni pizca de gracia. El vampiro no llevaba mucho tiempo muerto, y ni siquiera me habría afectado antes de las marcas de Jean-Claude. Reanimar zombis proporciona cierta inmunidad contra otros nomuertos; es uno de los motivos por los que es frecuente que los reanimadores hagamos horas extras de cazavampiros. Jugamos con ventaja, por así decirlo.
Había quedado con Charles allí, pero no aparecía. Y no es alguien que pueda pasar más desapercibido que Godzilla en medio de Tokio. ¿Dónde se habría metido? Y ya puestos, ¿cuándo se dignaría recibirme Jean-Claude? Eran más de las once; hacía falta ser un capullo displicente para obligarme a quedar con él y luego hacerme esperar.
En aquel momento, Charles entró por la puerta basculante que daba a la zona de la cocina y atravesó el local en dirección a la salida. Sacudía la cabeza y le murmuraba algo a un asiático bajito que tenía que trotar para no perderle el paso.
Le hice una seña, y Charles giró en mi dirección.
– Mi cocina está muy limpia -decía el otro hombre.
Charles murmuró algo que no alcancé a oír. El público hechizado no se daba ni cuenta. Podríamos haber disparado una salva con veintiún mosquetones y nadie se habría percatado. Hasta que el vampiro humorista terminara el número, nadie oiría nada más.
– Ni que fuera el ministro de Sanidad -decía el hombrecillo. Llevaba ropa de cocinero, aunque retorcía el gorro entre las manos, y sus ojos almendrados brillaban de cólera.
Charles pasa de uno ochenta y cinco, pero parece aún más alto. Su cuerpo es un mazacote, desde los hombros anchísimos hasta los pies. No creo que tenga cintura; es una montaña ambulante. Sus ojos, de un marrón inmaculado, son del mismo color que su piel, muy oscuros, y una mano suya bastaría para cubrirme toda la cara.
A su lado, el cocinero asiático parecía un cachorro enfadado. Sujetó a Charles por el brazo. No sé qué pretendía, pero mi amigo dejó de moverse y bajó la vista hacia la mano inoportuna.
– No me toque -dijo muy despacio, con una voz tan grave que casi hacía daño.
El cocinero lo soltó como si se hubiera quemado y dio un paso atrás. Charles sólo le había dedicado parte de su famosa mirada. El tratamiento completo puede hacer que un aspirante a atracador pida socorro a gritos, pero en aquella ocasión bastó con una muestra.
– Mi cocina está muy limpia -insistió con voz más contenida.
– Es ilegal tener zombis en la zona donde se prepara la comida -dijo Charles, negando con la cabeza-. Las normas sanitarias prohíben que los cadáveres se acerquen a los alimentos.
– Mi ayudante es un vampiro. También está muerto.
Charles me lanzó una mirada de impotencia; le devolví otra de comprensión. Yo había tenido la misma charla con un par de cocineros.
– Los vampiros ya no se consideran muertos legalmente, señor Kim. Los zombis, sí.
– Pues no lo entiendo.
– Los zombis se pudren y transmiten enfermedades como cualquier otro cadáver. Que se muevan no significa que no sean una fuente de infecciones.
– Pero…
– O mantienen a los zombis fuera de la cocina o precintamos el local. ¿Entiende eso?
– Y tendrá que explicarle al propietario por qué se cierra su negocio -intervine, sonriéndoles a los dos.
El cocinero palideció un poco. Qué mono.
– De… De acuerdo. Lo resolveremos.
– Muy bien -dijo Charles.
El chef me lanzó una mirada atemorizada y volvió a la cocina. Tenía gracia que Jean-Claude empezara a inspirar temor en tanta gente. Antes de convertirse en el chupasangres jefe había sido uno de los vampiros más civilizados. El poder corrompe.
Charles se sentó delante de mí. La mesa le quedaba pequeña.
– He recibido tu mensaje. ¿Qué pasa?
– Necesito que me acompañes al Tenderloin.
Es difícil averiguar cuándo se sonroja Charles, pero se agitó en la silla.
– ¿Qué demonios se te ha perdido en ese barrio?
– Busco a una persona que trabaja allí.
– ¿Quién?
– Una prostituta.
Volvió a mostrar su inquietud. Era como ver una montaña incomodada.
– A Caroline no le va a hacer ninguna gracia.
– Pues no se lo digas.
– Ya la conoces, y ya sabes que no nos ocultamos nada.
Me esforcé por mantener la compostura. Si Charles quería rendirle cuentas a su mujer de todo lo que hacía, era asunto suyo. No tenía por qué permitir que Caroline lo controlase; lo hacía porque le daba la gana. Pero me daba más grima que una limpieza bucal.
– Dile que te has retrasado en el trabajo y no te pedirá detalles.
A Caroline le parecía asqueroso nuestro trabajo: decapitar gallos, levantar zombis… Qué guarrería.
– ¿Por qué buscas a esa prostituta?
Pasé por alto esa pregunta y contesté a la que no me había hecho. Cuanto menos supiera Charles sobre Harold Gaynor, más a salvo estaría.
– Sólo necesito a alguien con pinta amenazadora; no quiero tener que pegarle un tiro al primer imbécil que se pase conmigo. ¿Vale?
– Vale -contestó, asintiendo-. Me halaga que me lo pidas a mí.
Le dediqué una sonrisa alentadora. En realidad, Manny era mucho más duro, y con él me habría sentido más a salvo, pero le pasaba lo que a mí: no acojonaba. Charles, sí. Lo que necesitaba era tirarme un farol, no llevar refuerzos.
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