– Espere su turno, señora -me dijo la taquillera frunciendo el ceño.
¿Señoraaa?
– No quiero entrada; no he venido a ver el espectáculo. He quedado con Jean-Claude.
– ¿Seguro que no es periodista?
¿Periodista? Respiré profundamente.
– Llame a Jean-Claude y dígale que ha venido Anita, ¿de acuerdo? Si soy periodista, él ya sabrá qué hacer, y si soy quien digo, se alegrará de que lo haya avisado. No tiene nada que perder.
– No sé…
Tuve que esforzarme para no soltarle un ladrido. Se giró en el taburete y abrió la parte superior de una puerta que tenía detrás. La taquilla no era muy grande. No oí qué decía, pero tardó poco en volverse hacia mí.
– De acuerdo, el encargado dice que puede pasar.
– Estupendo. -Subí los escalones, con la mirada asesina de toda la cola clavada en la nuca. A nadie le gusta que se le cuelen, pero había recibido miradas peores de verdaderos profesionales, y tío me iba a amilanar por unos meros aficionados.
El interior de la discoteca estaba oscuro, como cabía esperar. Un tipo me pidió la entrada.
Me quedé mirándolo. Llevaba una camiseta blanca con la leyenda: «El Cadáver Alegre, el último grito» y la caricatura de un vampiro con la boca abierta. Era grande y musculoso; sólo le faltaba la palabra gorila tatuada en la frente.
– La entrada -repitió. ¿Primero la taquillera y luego el portero?
– El encargado ha dicho que puedo pasar a ver a Jean-Claude.
– Willie -dijo-, ¿tú la has dejado pasar?
Me volví, y a mis espaldas estaba Willie McCoy. Sonreí al verlo, y me sorprendí de alegrarme. No suele hacerme gracia ver a un muerto.
Willie es bajito y delgado, y lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Estaba demasiado oscuro para que se viera el color exacto de su traje, pero juraría que era rojo tomate. También llevaba una camisa blanca y una gran corbata verde chillón. Tuve que mirar dos veces para asegurarme, pero sí, la corbata estaba decorada con una hawaiana fosforescente. Era el atuendo más elegante que le había visto a Willie.
– ¡Anita! ¡Cuánto me alegro de verte! -dijo con una sonrisa llena de colmillos.
– Lo mismo digo.
– ¿De verdad?
– Sí.
Su sonrisa se amplió, y los caninos le resplandecieron a pesar de la poca luz. No llevaba muerto ni un año.
– ¿Cuánto hace que eres el encargado? -le pregunté.
– Alrededor de dos semanas.
– Felicidades.
Dio un paso hacia mí, y yo retrocedí por instinto. No era nada personal, pero un vampiro es un vampiro, y mejor que no se acerquen demasiado. Por muy reciente que fuera, Willie ya era capaz de hipnotizar con la mirada. Bueno, puede que a mí no, pero las viejas costumbres…
Se quedó cabizbajo, y una expresión, puede que de ofensa, cruzó su rostro. Bajó la voz, pero no volvió a intentar acercarse. Cuando estaba vivo tardaba más en pillar las cosas.
– Gracias por ayudarme la última vez; me gané el favor del jefe.
Parecía salido de una película de gánsteres, pero así es Willie.
– Me alegro de que Jean-Claude te trate bien.
– Desde luego. Es el mejor trabajo que he tenido en la vida. Y el jefe no es… -Subió y bajó las manos, buscando las palabras-. Ya sabes, cruel.
Asentí; lo sabía. Podía echar todas las pestes que quisiera de Jean-Claude, pero en comparación con la mayoría de los amos de una ciudad era un corderito. Un corderito grande, peligroso y carnívoro, pero mucho mejor que los otros.
– Ahora está ocupado -añadió Willie-. Ha dicho que te diéramos una mesa cerca del escenario si llegabas antes de que terminara.
Justo lo que estaba deseando.
– ¿Cuánto le queda? -pregunté en voz alta.
– Ni idea -contestó encogiéndose de hombros.
– Vale. Esperaré un rato.
– ¿Quieres que le diga que se dé prisa? -Volvió a sonreír, enseñando los colmillos.
– ¿Tú crees?
– Bien pensado, no -dijo con cara de querer tragarse sus palabras.
– Tranquilo. Si me canso de esperar, se lo diré yo misma.
– Serías capaz, ¿verdad? -Me miró de reojo.
– Sí.
Se limitó a sacudir la cabeza mientras me conducía entre las mesas redondas. Todas estaban llenas de gente que reía, hacía aspavientos, bebía y se acariciaba. La sensación de estar rodeada de vida densa y sudorosa era apabullante.
Miré a Willie. ¿Se habría fijado? ¿Se le retorcerían las tripas por el hambre con tanta humanidad alrededor? Cuando salía del trabajo, ¿soñaría con despedazar a la multitud vociferante? Estuve por preguntárselo, pero Willie me caía tan bien como me puede caer un vampiro, y si la respuesta era que sí, prefería no saberlo.
Había una mesa vacía, justo en la primera fila, con un cartón doblado en el que ponía reservada. Willie intentó apartarme la silla, pero le dije que no con un gesto. No por el rollo de la liberación de la mujer, sino porque nunca había sabido qué hacer cuando un hombre me apartaba la silla. ¿Sentarme y esperar a que él la acercara a la mesa conmigo encima? Qué corte. Normalmente me quedaba remoloneando delante de la silla, hasta que el tipo me la incrustaba en las corvas. Bah.
– ¿Quieres tomar algo mientras esperas? -me preguntó Willie.
– Una Coca-Cola.
– ¿No prefieres algo más fuerte?
Negué con la cabeza.
Willie se alejó entre las mesas repletas. En el escenario había un hombre delgado de pelo corto y oscuro. Su cara era casi una calavera, pero sin duda era humano. Su aspecto era fundamentalmente cómico, como el de un payaso larguirucho. A su lado había un zombi que miraba a la multitud sin verla.
Sus ojos seguían siendo claros, humanos, pero no parpadeaba. Era la mirada pétrea característica de los zombis. El público no prestaba demasiada atención a los chistes; casi todo el mundo estaba absorto en el cadáver. Estaba suficientemente deteriorado para dar miedo, pero no se percibía el mal olor, ni siquiera en la primera fila. Buen truco.
– Ernie es el mejor compañero de piso que he tenido en la vida -decía el humorista-. No come mucho, no me da la brasa, no es de los que vuelven a casa con una chica y me piden que me largue mientras se lo pasan bien… -Risas nerviosas del público; todos los ojos clavados en el bueno de Ernie-. Aunque una vez se me estropearon unas chuletas de cerdo que tenía en la nevera, y a Ernie le encantaren.
El zombi se giró, tan lentamente que casi resultó doloroso, para mirar al humorista, que le devolvió la mirada y se encaró de nuevo hacia el público, sin dejar de sonreír. Pero Ernie seguía mirándolo a él, que parecía incómodo. Ni a los muertos les gusta ser blanco de burlas; la verdad es que no lo culpaba.
De todas formas, tampoco tenía mucha gracia. El protagonista de la actuación era el zombi. Bastante original, y de bastante mal gusto.
Willie volvió con mi refresco. Me servía la bebida el encargado, nada menos. Por supuesto, también me habían reservado una buena mesa. El vampiro dejó el vaso en la mesa, encima de uno de esos posavasos inútiles de papel que imita encaje.
– Pásalo bien -me dijo, y se volvió para marcharse, pero le rocé el brazo. Me arrepentí en el acto.
Era un brazo sólido y real, pero fue como tocar madera; no se me ocurre otra forma de explicarlo. No transmitía sensación de movimiento. Nada.
Bajé la mano lentamente, y gracias a las marcas de Jean-Claude, pude mirarlo a los ojos. Eran marrones y transmitían algo parecido al dolor.
De repente podía oír mi propio pulso, y tuve que respirar profundamente para contener las palpitaciones. Mierda. Quería que Willie se fuera. Aparté la vista de él y la clavé en el vaso. Puede que fuera por el ruido de fondo, pero no lo oí marcharse.
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