Dejé el número del hotel y el de mi casa, por si acaso. Probablemente habían desconectado el timbre del teléfono; yo lo habría hecho. La noticia había salido en portada porque Peter era reanimador, y no es muy frecuente que seamos víctimas de simples atracos. Los reanimadores suelen tener muertes más rebuscadas.
Cuando me fuera a casa dejaría el expediente de Gaynor en recepción. No estaba de humor para hablar con Irving de la entrevista; no quería que me explicara lo majo que era Jean-Claude ni lo interesantes que eran sus proyectos para la ciudad. El amo vampiro habría tenido mucho cuidado de decirle a la prensa algo que quedara bien en portada, pero yo conocía la verdad: los vampiros son monstruosos, como los zombis, o puede que más, porque los zombis no eligen serlo.
Claro que Irving había elegido quedarse con Jean-Claude. Aunque si no hubiera estado conmigo, el amo no le habría hecho ni caso. Probablemente. Me sentía responsable, por mucho que lo hubiera decidido él. Estaba agotada, pero no podría conciliar el sueño si no comprobaba que no le había pasado nada. Y podía decirle que lo llamaba porque le iba a devolver el expediente con retraso.
No sabía si estaría ya de camino al trabajo, pero probé antes en su casa. Contestó al primer timbrazo.
– ¿Diga?
El nudo que tenía en la garganta se aflojó.
– Hola, Irving, soy yo.
– ¿A qué debo el honor de que me llame a estas horas de la mañana, señorita Blake? -Su voz sonaba normal.
– Anoche hubo fiesta en mi casa. ¿Te importa que te devuelva el expediente un poco más tarde?
– ¿Qué clase de fiesta? -No intentó disimular la curiosidad.
– De las que le interesan a la policía y a ti no.
– Me lo temía. ¿Te vas a dormir ahora?
– Sí.
– Supongo que le puedo dar un respiro a una sufrida reanimadora. Y hasta es posible que lo entienda mi compañera.
– Gracias, Irving.
– ¿Tú estás bien?
Estuve a esto de decirle que ni de coña, pero preferí hacerme la loca.
– ¿Se portó bien Jean-Claude?
– ¡Fue estupendo! -contestó verdaderamente entusiasmado y rebosante de satisfacción-. Es una gozada entrevistarlo. -Se quedó callado un momento-. ¡Eh! ¡Has llamado para asegurarte de que no me pasó nada!
– Más quisieras.
– Gracias, Anita. Es un detallazo. Pero fue muy civilizado, de verdad.
– Estupendo. En fin, buenas noches. O para ti, buenos días.
– Insuperables. El jefe está encantado con la entrevista en exclusiva al amo de la ciudad.
Me hizo gracia su forma de pronunciar el cargo.
– Bueno, ya hablaremos.
– Duerme un poco, Blake. Te llamaré mañana o pasado por lo de los artículos de los zombis.
– Vale -dije. Y colgamos.
Irving estaba bien. Debería preocuparme más por mí y menos por los demás.
Apagué la luz y me acurruqué entre las sábanas, abrazada al pingüino… y con la Browning Hi-Power debajo de la almohada. No era tan fácil de alcanzar como en la pistolera de mi cama, pero menos da una piedra.
No sé qué me resultaba más reconfortante, si el pingüino o la pistola. Supongo que los dos, aunque por motivos muy distintos.
Recé mis oraciones como una niña buena, y rogué de todo corazón no soñar nada.
La empresa de limpieza tuvo una cancelación y me hizo un hueco. Por la tarde, mi casa estaba limpia y olía de maravilla. También habían cambiado el cristal roto, y los agujeros de bala estaban pintados de blanco, aunque quedaban hoyuelos en la pared. De todas formas, no tenía quejas.
John Burke no me había devuelto la llamada. Igual me había pasado de sutil; ya le dejaría un mensaje más directo después. Pero en aquel momento tenía cosas mejores en que pensar.
Me vestí para salir a hacer footing: unos pantalones cortos azul marino con borde blanco, unas zapatillas blancas con las costuras azul claro, unos calcetines cortos y una camiseta. Los pantalones eran de esos que tienen un bolsillo interior con cierre de velcro, y en él llevaba una pistola de cañón corto, concretamente una American: calibre 38 especial, de doce centímetros y doscientos gramos, casi como una pluma.
El bolsillo cerrado con velcro no era lo mejor para desenfundar deprisa, y tratándose de una derringer de dos disparos, un escupitajo resultaría más certero. Aunque los hombres de Gaynor no tenían intención de matarme. Sólo querían herirme un poquito, y para eso tendrían que acercarse y darme tiempo de sacar la pistola. Eso sí: después de disparar dos veces tendría problemas.
Había intentado dar con la forma de llevar una 9 mm, pero no se puede correr y, a la vez, ir armada hasta los dientes, Putas decisiones.
Veronica Sims, más conocida como Ronnie, me esperaba en el salón. Mide uno setenta y cinco, es rubia y tiene los ojos grises. A veces contratamos sus servicios de detective en Reanimators, Inc., y hacemos ejercicio juntas al menos dos veces por semana, salvo si una de las dos está de viaje, herida o hasta el cuello de vampiros. Las dos últimas cosas ocurren con más frecuencia de la deseable.
Llevaba unos pantalones cortos morados, abiertos por los lados, y una camiseta en la que ponía: «Fuera del perro, el libro es el mejor amigo del hombre. Dentro del perro no hay bastante luz para leer». Por algo somos amigas.
– Te eché de menos el jueves en el gimnasio -me dijo-. ¿Fue muy coñazo el entierro?
– Sí.
No me pidió que elaborara; sabe que los entierros no me hacen gracia. La mayoría de la gente los odia porque están asociados a la muerte; yo, por todo el rollo melodramático.
Inclinó el cuerpo hacia el suelo, con las piernas rectas, para estirarse. Siempre calentamos en mi casa: mejor no hacer flexiones en público con un pantalón tan corto.
Imité el movimiento, y los músculos de mis muslos protestaron. La pistola era incómoda, pero no muy grave.
– Sólo por curiosidad -dijo Ronnie-, ¿por qué te parece necesario salir a correr armada?
– Siempre llevo pistola -contesté.
– Si no quieres decírmelo, no me lo digas -dijo mirándome con cara de reproche-, pero no me salgas con chorradas.
– De acuerdo, de acuerdo. La verdad es que no es ningún secreto.
– ¿Nada de amenazas para evitar que recurras a la policía?
– Pues no.
– Vaya, qué considerados.
– Ya me gustaría -dije mientras me sentaba en el suelo con las piernas abiertas. Ronnie me imitó; parecía que íbamos a lanzarnos una pelota-. Yo no los llamaría considerados precisamente. -Bajé el torso hasta que me toqué el muslo izquierdo con la mejilla.
Me pidió que se lo contara y se lo conté. Cuando terminé ya estábamos listas para salir a correr.
– Joder, Anita. Zombis en tu casa, un millonario loco que pretende que realices sacrificios humanos… -Me miró con intensidad-. Eres la única persona que conozco a la que le pasan cosas aún más raras que a mí.
– Muchas gracias.
Cuando salimos, cerré la puerta y me guardé las llaves en el bolsillo, al lado de la pistola. Supongo que la rayarían, pero no iba a correr con las llaves en la mano, ¿no?
– ¿Quieres que investigue a Harold Gaynor? -me preguntó Ronnie.
– ¿No estás trabajando en nada? -íbamos bajando por la escalera.
– En tres fraudes de seguros. Casi todo vigilancia y fotografías. Se me salen las hamburguesas por las orejas.
– Puedes ducharte y cambiarte en mi casa -dije sonriendo-, y después salimos a cenar algo comestible.
– Suena muy bien, pero no querrás hacer esperar a Jean-Claude.
– Vete al guano.
– Deberías mantenerte tan lejos como puedas de esa… cosa -dijo encogiéndose de hombros.
– Ya lo sé. -Me tocó a mí encogerme de hombros-. Pero acceder a verlo me pareció el menor de los males.
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