– ¿Qué otras opciones tenías?
– Quedar con él o esperar cruzada de brazos a que me secuestraran para llevarme a su presencia.
– Cojonudo.
– ¿Verdad?
Cuando abrí la puerta doble del portal, el calor me abofeteó. Salir a la calle era como entrar en el Infierno. ¿En serio pensábamos correr con aquel bochorno?
Levanté la vista para mirar a Ronnie. Me saca quince centímetros, casi todos de piernas. Soy capaz de aguantarle el ritmo cuando corremos juntas, pero me toca esforzarme. Es todo un ejercicio.
– Hoy quiero hacer más de seis kilómetros -dije.
– ¿Tienes el día masoca? -Ronnie llevaba una botella de agua en la mano; más no podíamos prepararnos.
– Venga, seis kilómetros de horno -dije-. Vimos allá.
Empezamos con paso lento pero firme. Normalmente corríamos algo menos de media hora. El calor parecía condensarse, y tenía la impresión de estar atravesando cortinas de aire ardiente. El nivel de humedad de San Luis suele estar alrededor del cien por cien; combinado con casi cuarenta grados, es como el interior de una olla exprés. San Luis en verano, ¡bieeen!
No me gusta hacer ejercicio, y nunca lo haría si a cambio sólo sacara unas caderas estrechas y unos muslos firmes, pero lo importante es ser capaz de correr más que los malos: a veces, todo depende de quién corra más. Aunque igual debería dedicarme a otra cosa. No es que me queje, pero con cuarenta y ocho kilos no voy sobrada de masa muscular.
Claro que a la hora de enfrentarse a un vampiro ya se pueden tener cien kilos de músculos; para lo que sirven. Hasta un nomuerto reciente podría aplastar un coche con una mano atada a la espalda, así que no hay tu tía. Lo tengo muy asumido.
Ya llevábamos cerca de dos kilómetros. Siempre cuesta más al principio; mi cuerpo suele tardar unos tres kilómetros en convencerse de que no me va a disuadir de esa locura.
Nos metimos por un barrio antiguo, con montones de jardincitos vallados y casas de los años cincuenta, o hasta del siglo XIX. Un almacén de más de ciento cincuenta años, con fachada de ladrillo pulido, marcaba la mitad del recorrido: tres kilómetros. Me sentía relajada y en forma con la impresión de que podría seguir corriendo indefinidamente con tal de que no fuera muy deprisa. Me concentraba en mantener el ritmo a pesar del calor; fue Ronnie quien se fijó en el hombre.
– No es por alarmarte -dijo-, pero ¿qué hace ahí ese tipo?
Alcé la vista. El edificio de ladrillo terminaba a unos quince metros de nosotras, y tenía un olmo al lado. Cerca había un hombre. No intentaba ocultarse, pero llevaba una cazadora vaquera, y hacía demasiado calor para salir con chaqueta a no ser que se quisiera ocultar una pistola.
– ¿Cuánto hace que lo has visto?
– Acaba de salir de detrás del árbol.
– Vamos a dar la vuelta. -Otra vez la paranoia-. Son tres kilómetros, en cualquier caso.
Ronnie asintió. Giramos y empezamos a correr en sentido contrario. A nuestra espalda, el hombre no gritó ni nos ordenó que nos detuviéramos. Si es que a veces me preocupo sin motivo.
Otro hombre dobló la esquina del almacén hacia la que nos dirigíamos. Seguimos corriendo un poco hacia él, hasta que me volví para mirar. El primero caminaba hacia nosotras como quien no quiere la cosa. Tenía la chaqueta vaquera desabrochada y se estaba llevando una mano al sobaco. Así que mi recelo era injustificado, ¿eh?
– ¡Corre! -dije.
El segundo hombre se sacó una pistola del bolsillo.
Dejamos de correr. En aquel momento nos pareció una buena idea.
– Bien -dijo el tipo-. No me apetecía perseguir a nadie con este calor y, a fin de cuentas, preferimos pillarte con vida.
Llevaba una automática del 22. Es difícil matar a alguien con ella, pero es perfecta para herir. Lo tenían bien pensado. Qué yuyu.
Ronnie estaba a mi lado, muy rígida. Contuve el impulso de cogerla de la mano: no sería muy propio de una cazavampiros dura como el acero, ¿verdad?
– ¿Qué queréis? -pregunté.
– Así está mejor. -Una camiseta azul claro le contenía la barriga cervecera, que escapaba por encima del cinturón, pero sus brazos parecían musculosos. Quizá estuviera gordo, pero estaba segura de que sus hostias dolían. Esperaba no tener que comprobarlo.
Retrocedí para que la pared de ladrillo quedara a mi espalda. Ronnie me imitó. El de la chaqueta vaquera ya estaba llegando, con una Beretta de 9 mm en la mano. Eso sí que mataba.
Miré a Ronnie y luego al gordito, que estaba casi a su lado. Después miré al otro, que estaba casi a mi lado. Volví a mirar a Ronnie, y sus ojos se agrandaron un poco. Se humedeció los labios y se volvió hacia el matón que le había tocado. El de la Beretta era mío. A Ronnie le tocaba el de la 22. No hay nada como saber delegar.
– ¿Qué queréis? -volví a decir. Odio repetirme.
– Que vengas a dar una vuelta con nosotros, nada más -contestó el gordito, sonriente.
Le devolví la sonrisa y me volví hacia el de la cazadora y su muy solícita Beretta.
– ¿Tú no sabes hablar?
– Claro que sí. -Dio dos pasos hacia mí, sin dejar de apuntarme con pulso firme-. Hablo de maravilla. -Me rozó el pelo con los dedos. Tenía la pistola muy cerca; si apretaba el gatillo, se acabó. El tambor negro mate pareció agrandarse. Será una ilusión óptica, pero cuanto más se mira una pistola, más crece… si se mira desde el lado incorrecto.
– De eso nada, Seymour -dijo el gordito-. No podemos tirárnosla ni matarla, son las reglas.
– Joder, Pete.
– Quédate con la rubia -dijo Pete, el de la barriga-. Nadie ha dicho que no podamos divertirnos con ella.
No miré a Ronnie, sino a Seymour. Tenía que estar preparada por si surgía alguna oportunidad, y mirar la cara que ponía mi amiga ante la perspectiva de que la violaran no iba a ayudarme demasiado.
– Ya empezamos con el falocentrismo, Ronnie -dije-. Todo se reduce a las gónadas.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó Seymour frunciendo el ceño.
– Quiero decir que eres gilipollas y tienes el cerebro en los huevos -contesté con una sonrisa encantadora.
Me dio una bofetada que me hizo tambalearme, pero mantuve el equilibrio. Seguía apuntándome sin vacilar. Mierda. Gruñó y volvió a golpearme, con el puño. Caí al suelo y me quedé un momento tirada en la acera, escuchando el golpeteo del pulso en los oídos. La bofetada había dolido, y el puñetazo, más.
Noté una patada en las costillas.
– ¡Dejadla en paz! -gritó Ronnie.
Me tumbé y fingí que me retorcía de dolor. No fue muy difícil. Alargué la mano hacia el bolsillo de velcro, mientras Seymour apuntaba a Ronnie con la Beretta, que le gritaba. Pete la había sujetado por los brazos e intentaba inmovilizarla. Las cosas se estaban complicando. Así me gusta.
Me puse de rodillas sin perder de vista las piernas de Seymour y le clavé la pistola en los huevos. Se quedó mirándome paralizado.
– Muévete y tendremos huevos revueltos -le dije.
Ronnie hundió el codo en el plexo solar del gordito, que se dobló y se llevó las manos al estómago. Ronnie se zafó y le soltó un rodillazo en la cara. La sangre salió a borbotones de la nariz del gorila, que se tambaleó hacia atrás. Lo embistió con un hombro en la mejilla, impulsándose con todo el cuerpo, y lo derribó. Mi amiga tenía la 22 en la mano.
Contuve el impulso de gritar: «Así se hace, Ronnie»; no sonaba suficientemente duro. Ya la felicitaría después.
– Seymour, dile a tu amigo que se quede quietecito, o aprieto el gatillo.
El matón tragó saliva con tanto esfuerzo que lo oí.
– No te muevas, Pete -dijo-. ¿Vale?
Pete sólo nos miró.
– Ronnie, por favor -dije-, coge la pistola de Seymour, ¿quieres? Gracias.
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