Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Ya has conseguido cabrear a Dominga Salvador. ¿No es bastante para una semana?

– Para toda una vida -contesté-, pero si podemos ir haciendo algo mientras esperamos la orden judicial…

– De acuerdo -dijo Dolph asintiendo-. Llama a Burke mañana por la mañana, queda con él y llámame después.

– Vale.

Se quedó un momento en el umbral.

– Ten cuidado -me dijo.

– Siempre lo tengo.

– Bonitos pingüinos -dijo Zerbrowski inclinándose hacia mí. A continuación siguió a Dolph por el pasillo.

Sabía que cuando volviera a ver a los de la Santa Compaña, todos estarían al tanto de que colecciono pingüinos de peluche. Mi secreto había salido a la luz; Zerbrowski se encargaría de propagarlo a los cuatro vientos. Por lo menos era un tipo previsible.

Me alegraba de que algo lo fuera.

DIECIOCHO

Sin lugar a dudas, los peluches no son sumergibles: los dos que había dejado a remojo se habían echado a perder. ¿Tal vez con quitamanchas? El olor era demasiado intenso, y no parecía que fuera a irse. Dejé un mensaje urgente en el contestador de la tintorería, aunque no di demasiados detalles para no espantarlos.

Preparé una bolsa de viaje con dos mudas, un pingüino con la tripa recién frotada, el expediente de Harold Gaynor… y ya. También me llevé las dos pistolas: la Firestar en la funda de cintura y la Browning en la de sobaco, oculta por un chubasquero con munición de reserva en los bolsillos. Sólo en las dos pistolas ya llevaba veintidós balas, nada menos. ¿Por qué no me sentía a salvo?

A diferencia de la mayoría de los nomuertos, los zombis aguantan perfectamente la luz del sol. No les hace gracia, pero tampoco les molesta demasiado. Dominga podía ordenarle a un zombi que me matara a cualquier hora, tanto de día como a la luz de la luna. Tendría que haberlo levantado de noche, pero si lo planeaba con tiempo, podía enviarlo detrás de mí de buena mañana. Una sacerdotisa vodun con dotes de gestión de personal. Cosas más sorprendentes me encuentro.

En realidad no creía que Dominga tuviera zombis de repuesto preparados para abalanzarse sobre mí, pero aquella mañana yo estaba tirando a paranoica. Y la paranoia conlleva longevidad.

Salí al pasillo silencioso y miré a los dos lados, como si fuera a cruzar la calle. Nada: ningún cadáver ambulante acechando entre las sombras; sólo aquí la madrugadora. No se oía nada más que el aire acondicionado; lo normal en ese pasillo. Llegaba a casa al amanecer con suficiente frecuencia para reconocer aquella clase de silencio. Me quedé pensativa un momento. Sabía que estaba amaneciendo, no por el reloj ni por la luz, sino porque lo sabía. Algún instinto que se habría afinado algún antepasado mío mientras estaba escondido en una cueva oscura, deseando que saliera el sol.

Casi todo el mundo teme a la oscuridad de forma difusa, por miedo a lo que no se ve. Yo levanto muertos y he matado a más de una docena de vampiros; sé qué es lo que no se ve, y me aterroriza. Se supone que se teme a lo desconocido, pero con lo espeluznante que es la realidad, bendita sea la ignorancia.

Sabía perfectamente qué me habría pasado si hubiera fallado la noche anterior, hubiera sido más lenta o hubiera tenido peor puntería. Dos años atrás había habido tres asesinatos, sin más relación entre sí que la causa de la muerte: descuartizamiento producido por zombis, aunque no se los habían comido. Los zombis normales no comen; pueden dar algún que otro bocado, pero no pasan de ahí. A un hombre le habían desgarrado la garganta, pero por accidente; el zombi se había limitado a morder donde le pillaba más cerca, y lo mató a la primera por casualidad.

Normalmente, los zombis desgarran a sus víctimas por cualquier sitio. Como un niño que se pone a despedazar insectos.

Levantar un zombi con el fin de usarlo de arma homicida se castiga con la muerte. El sistema judicial se ha acelerado bastante de un tiempo a esta parte y no escatima ejecuciones, sobre todo si el delito tiene alguna relación con lo sobrenatural. Ya no queman a las brujas; ahora las electrocutan.

Si conseguíamos pruebas, el Gobierno me ahorraría el trabajo de quitar de en medio a Dominga Salvador. Y a John Burke, si demostrábamos que había hecho algo para que se descarriara el zombi. El problema que tienen los delitos sobrenaturales es que hay que demostrarlos en el juzgado, y no es frecuente que los miembros del jurado estén muy puestos en lo relativo a hechizos y encantamientos. Bueno, ni yo, pero me ha tocado hablar de vampiros y zombis en varios juicios, y he aprendido a dar explicaciones sencillas y añadir tanta carnaza como me permita la defensa: a los jurados les gustan los detalles escabrosos. La mayoría de las declaraciones son terriblemente aburridas o espeluznantes, y yo intento mantener el interés, por variar.

El aparcamiento estaba a oscuras, y en el firmamento aún brillaban las estrellas, aunque atenuadas, como llamas ahogadas por el viento. El aire sabía a amanecer; lo notaba en la lengua. Puede que sea por lo de cazar vampiros, pero percibía los cambios entre luz y oscuridad mejor que cuatro años atrás. No siempre había sido consciente del sabor del alba.

Por supuesto, cuatro años atrás tenía pesadillas mucho menos interesantes. Y es que así es la vida: quien algo gana, algo paga.

Cuando me metí en el coche dispuesta a dirigirme al hotel más cercano eran las cinco pasadas. No soportaría quedarme en casa hasta que los de la limpieza sacaran el olor. Y esperaba que lo consiguieran; a mi casero no le haría gracia que fuera permanente.

Aunque aún le harían menos gracia los agujeros de bala y la ventana destrozada. Tendría que poner una nueva, y puede que hasta enyesar y todo. La verdad es que no sé cómo se tapan los agujeros de bala; sólo esperaba que no invalidaran legalmente mi contrato de alquiler.

La primera luz se asomaba por el horizonte, en el este. Era un resplandor que se extendía como la escarcha por la oscuridad. La mayoría de la gente cree que el amanecer es tan vistoso como la puesta de sol, pero al principio es sólo blanquecino, totalmente incoloro, como una simple ausencia de noche.

Había un motel, pero tenía todas las habitaciones en la planta baja o el primer piso, y algunas quedaban terriblemente aisladas. Quería estar rodeada por una multitud, de modo que me registré en el Stouffer Concourse. No era nada barato, pero obligaría a los zombis a coger el ascensor, y dudo que el pestazo les permitiera pasar desapercibidos. Además, el hotel tenía servicio de habitaciones incluso a aquellas horas intempestivas, y necesitaba el servicio de habitaciones. Café, mucho café.

El recepcionista puso cara de «soy demasiado educado para decir lo que pienso», pero en el espejo del ascensor pude entretenerme durante varios pisos examinando mi reflejo. Tenía el pelo apelmazado por la sangre seca, y un reguero me pasaba junto a la oreja y me caía hasta el cuello. No me lo había visto en el espejo de casa; la impresión hace que se pasen por alto esas cosas.

De todas formas, dudo que la expresión del recepcionista se debiera a las manchas de sangre; si no se sabe qué es, no se identifica. El problema era que estaba blanca como la nieve, y aunque tengo los ojos marrones, parecían negros. Los tenía muy abiertos, oscurecidos y… extraños. Como si hubiera visto al lobo, sorprendida de estar viva. Puede ser. Seguía conmocionada, y por mucho que creyera que había recobrado la compostura, mi expresión lo desmentía. Cuando me tranquilizara de verdad podría dormir; hasta entonces leería el expediente de Gaynor.

La habitación tenía dos camas de matrimonio. No necesitaba tanto espacio, pero qué cono. Saqué ropa limpia, dejé la Firestar en el cajón de la mesita de noche y me llevé la Browning al baño. Si tenía cuidado y no ponía la ducha muy fuerte, podía colgar la pistolera del toallero y ni siquiera se mojaría. Las pistolas modernas no suelen estropearse con la humedad, siempre que se limpien después, y la mayoría hasta dispara debajo del agua.

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