Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Dominga Salvador había intentado borrarme del mapa. Dos zombis, y uno de ellos como nuevo. Pretendía matarme. Aquella idea se me quedó clavada en el cerebro, como una canción pegadiza. Habíamos intercambiado amenazas, pero ¿a qué venía tanta violencia? Matarme, nada menos. No existían recursos legales que me permitieran detenerla, y ella lo sabía, así que ¿por qué se tomaba tantas molestias para eliminarme?

¿Porque tenía algo que ocultar, tal vez? Me había dado su palabra de que ella no había levantado al zombi asesino, pero quizá su palabra no significara nada. Era la única explicación posible: tenía que estar involucrada. ¿Lo habría levantado personalmente? O si no, ¿sabría quién había sido? De eso nada; si no lo hubiera levantado ella misma, tampoco creo que hubiera intentado matarme menos de cuarenta y ocho horas después de nuestra conversación, porque despertaría sospechas. Dominga Salvador había levantado un zombi que se le había ido de las manos; así de fácil. Podía ser todo lo malvada que quisiera, pero tampoco era ninguna psicópata, y no tenía sentido que se dedicara a crear zombis asesinos para soltarlos por ahí. La reina del vudú la había cagado soberanamente, y sería eso lo que más la molestaba, más que las muertes o una posible acusación de asesinato. No podía permitir que su reputación quedara en entredicho.

Contemplé la habitación. Aparte de los restos sanguinolentos y hediondos, tenía todos los pingüinos pringados de sangre y otras guarrerías. ¿Conseguirían salvarlos los sufridos empleados de mi tintorería? Con la ropa hacían maravillas.

Las balas explosivas no atraviesan las paredes, y ese era otro de los motivos por los que me gustaban. No me habría techo gracia acribillar a los vecinos. Las balas de los policías eran más perforantes, y había un montón de redondeles perfectos.

Era la primera vez que me atacaban en casa, al menos a esa escala. Debería estar prohibido; todo el mundo tiene derecho a estar a salvo en su propia cama. Ya, ya lo sé, a los malos les dan igual las prohibiciones. Entre otras cosas, por eso son los malos.

Sabía quién había levantado el zombi; sólo me faltaba demostrarlo. Había sangre por todas partes; sangre y cosas peores. La verdad es que ya me iba acostumbrando al olor, pero era asqueroso, Todo el piso apestaba. Además, casi todo era blanco: las paredes, la moqueta, el sofá, el sillón… Las manchas resaltaban como heridas recientes, y los agujeros de bala y la escayola resquebrajada hacían juego con la sangre.

Me habían destrozado la casa. Demostraría que había sido Dominga, y después, si tenía suerte, le devolvería el favor.

– Donde las dan las toman -susurré, aunque nadie me escuchaba. Empecé a notar el sabor de las lágrimas en la garganta, mezclado con el cosquilleo de un grito incipiente. No quería llorar, pero me parecía mejor que gritar.

Llegaron los enfermeros. Una de ellos era una negra bajita, más o menos de mi edad.

– Ven, cariño, vamos a echarte un vistazo -dijo con voz amable, mientras me alejaba de la carnicería con delicadeza. Ni siquiera me importó el apelativo. Estaba deseando que me abrazaran y me consolaran. Lo necesitaba desesperadamente, pero no veía cómo conseguirlo-. Tenemos que ver cuánto sangras antes de llevarte a la ambulancia, cariño.

– La sangre no es mía -dije sacudiendo la cabeza, con una voz que parecía llegar de muy lejos.

– ¿Qué?

La miré, esforzándome por fijar la vista en ella Lo sucedido empezaba a afectarme. No es algo que me pase normalmente, pero una noche tonta la tiene cualquiera.

– La sangre no es mía. Tengo un mordisco ex el hombro, nada más.

Por su expresión vi que no me creía. No podía culparla; lo habitual, cuando me ven cubierta de sangre, es que den por supuesto que estoy sangrando. Casi nadie tiene en cuenta que está tratando con una mata-vampiros y levantamuertos dura como el acero.

Las lágrimas amenazaban con volver; me mordían los párpados. Mis pingüinos estaban pringados de sangre. Las paredes y la moqueta me la sudaban: se podían cambiar. Pero había coleccionado esos putos peluches durante años. Dejé que la enfermera me apartara, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas. No estaba llorando; sólo me lagrimeaban los ojos. Porque mis juguetes estaban salpicados de trozos de zombi. Lo que hay que aguantar.

DIECISIETE

Había estado en suficientes escenas del crimen para saber qué esperar. Como quien está harto de ver una película: podía decir de carrerilla quién entraba, quién salía y la mayoría de los diálogos. Pero aquella escena era distinta: era mi casa.

Era una estupidez que encontrase ofensivo que Dominga Salvador me atacara en mi propia casa, pero es lo que hay, No supe que existía la norma hasta que esa mujer la transgredió: no atacarás al bueno en su propia casa. Mierda.

Pensaba hacérselo pagar con intereses. Ya, ¿yo y cuántas como yo? Aunque igual con ayuda de la policía…

La brisa agitaba las cortinas de la sala; un tiro había roto el cristal. Menos mal que había firmado un contrato de alquiler de dos años; por lo menos tardarían un poco en echarme.

Dolph se acercó a la cocina y se sentó enfrente de mí. La mesa, con sus dos sillas de respaldo recto, presentaba un aspecto minúsculo con él allí; era como si lo llenara todo. O igual era que yo me sentía más pequeña que nunca aquella noche… o aquella mañana. Lo que fuera.

Me miré el reloj, pero tenía la esfera manchada con algo oscuro y pringoso, y no pude ver la hora. Tendría que limpiarlo. Volví a meter el brazo debajo de la manta que me habían dado los enfermeros; tenía la piel más fría de lo que correspondía, y ni siquiera los planes de venganza me ayudaban a entrar en calor. Más adelante echaría humo, cuando el cabreo cobrara fuerza, pero de momento me alegraba de estar viva.

– Bueno, Anita, ¿qué ha pasado?

Miré hacia el salón. Estaba casi vacío; ya se habían llevado a los zombis. Y los habían incinerado en la calle, nada menos: fiesta en el barrio, un bonito espectáculo para toda la familia.

– ¿Te importa que me cambie de ropa antes de prestar declaración? -Me miró durante un segundo o así y asintió-, Estupendo.

Me levanté bien envuelta en la manta, con las puntas cuidadosamente recogidas. No quería tropezar; ya había hecho Distante el ridículo por una noche.

– Necesitaremos la camiseta como prueba -gritó Dolph.

– Vale -contesté sin volverme.

Habían cubierto las manchas más gordas con sábanas, para no pringarse los zapatos y llenar de sangre todo el edificio. Qué monos. El dormitorio apestaba a podrido, sangre estancada y cadáveres rancios. Aquella noche ya no sería capaz de dormir en él; hay cosas que no haría ni yo.

Necesitaba una ducha, pero no creía que Dolph estuviera dispuesto a esperar tanto tiempo, así que me conformé con coger unos vaqueros, unos calcetines y una camiseta limpia, y me lo llevé todo al baño. Con la puerta cerrada prácticamente no llegaba olor. Allí no había pasado nada.

Tiré al suelo la manta y la camiseta sucia. Tenía el hombro vendado, en la zona donde me había mordido el zombi; había tenido suerte de que no me arrancara un bocado. La enfermera me dijo que tenía que vacunarme contra el tétanos. Nadie se convierte en zombi por un mordisco, pero los muertos tienen la boca llena de bacterias. Aunque el riesgo principal es de infección, tampoco estaba de más tomar precauciones.

Tenía los brazos y las piernas llenos de sangre seca. No me molesté en lavarme; ya me ducharía después para limpiarme a fondo.

La camiseta, que me llegaba casi por las rodillas, tenía una caricatura enorme de Arthur Conan Doyle mirando por una gran lupa que le ampliaba el ojo desproporcionadamente. La contemplé en el espejo del baño. Era suave, cálida y reconfortante. Lo último era imprescindible en aquel momento.

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