Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Grité y me volví hacia el zombi que tenía encima. Casi me había alcanzado el cuello con la mano, pero conseguí apartarme y ponerle delante su propio brazo seccionado, y lo agarró. Vaya. Así que sin cerebro ya no era tan listo. Noté que el brazo cortado sufría un espasmo, y los dedos que me sujetaban se aflojaron cuando la carne reventó como un melón maduro, soltando sangre. Me liberé, y el zombi siguió aplastando su propio brazo hasta partirle los huesos.

Oí acercarse al otro zombi. Virgen santa.

– ¡Policía! ¡Salgan con los brazos en alto! -gritó una voz de hombre desde el pasillo.

– ¡Socorro! -Decidí que no era el momento adecuado para hacerme la dura.

– ¿Qué está pasando aquí, señorita?

Tenía al primer zombi casi encima; volví la cabeza y prácticamente me di de narices con él. Le metí la Browning en la boca abierta, y sus dientes rasparon el cañón. Apreté el gatillo.

De repente había un policía en la puerta, recortado contra la oscuridad. Visto desde el suelo, era gigantesco. Pelo castaño rizado, algo canoso; bigote; pistola en mano.

– Joooder -dijo. El segundo zombi soltó su brazo destrozado e intentó alcanzarme de nuevo. El policía lo sujetó firmemente por el cinturón y tiró de él con una mano-. ¡Sácala de aquí!

Su compañero fue a entrar en el dormitorio, pero no le di tiempo. Salí de debajo del cadáver y corrí al salón a cuatro patas; no hacía falta que me lo pidieran dos veces. Me ayudó a incorporarme, sujetándome por el brazo derecho. El de la Browning.

Normalmente, cualquier policía habría empezado por ordenarme que tirase la pistola; a veces es difícil discriminar quién es el malo, y cualquier persona armada lo es hasta que demuestre lo contrario. La presunción de inocencia no funciona con armas de por medio.

Me quitó la pistola, y se lo permití. Sé cómo van las cosas.

Oímos un disparo procedente del dormitorio, y los dos dimos un brinco. El policía que me sujetaba tendría mi edad, pero en aquel momento me sentía como si tuviera un millón de años. Nos giramos y vimos al primer policía disparando al zombi, que se había liberado y se había puesto de pie. Las balas lo retrasaban, pero no lo detenían.

– Ven aquí, Brady -gritó.

El policía más joven desenfundó y avanzó un poco, pero vaciló y se quedó mirándome.

– Ayúdalo -le dije.

Asintió y empezó a disparar contra el zombi. Los tiros resonaban como truenos en la habitación. Me zumbaban los oídos, y el olor de la pólvora lo impregnaba todo. En las paredes surgían más y más agujeros, y el zombi continuaba avanzando. Sólo lograban incomodarlo un poco.

El problema de la policía es que no puede usar balas explosivas Glazer. Pocos agentes se topan con cosas sobrenaturales con tanta frecuencia como yo; casi siempre están persiguiendo a malhechores humanos, y a los poderes fácticos no les hace ninguna gracia que se le vuele una pierna a un chorizo de tres al cuarto sólo por haber disparado. Los policías no deben cargarse a quienes intentan cargárselos a ellos, ¿no?

Así que tenían balas normales, puede que con un bañito para platear la píldora, pero nada que pudiera pararle los pies a un nomuerto. Los polis se cubrían mutuamente: cuando uno disparaba, el otro cambiaba el cargador. El zombi seguía avanzando, con el brazo que le quedaba extendido, buscándome a mí. Mierda.

– Usa mi pistola -dije-. Tiene balas explosivas.

– Te he dicho que la sacaras de aquí, Brady -dijo el primer policía.

– Necesitabas ayuda -protestó Brady.

– No quiero civiles.

Huy. Me había llamado civil.

Brady no volvió a cuestionarlo; retrocedió hacia mí, apuntando al zombi pero sin disparar.

– Acompáñeme, señorita, tenemos que salir de aquí.

– Dame mi pistola -dije. Me miró y sacudió la cabeza-. Trabajo en la Brigada Regional de Investigación Preternatural. -Eso era verdad. Esperaba que me tomara por policía; eso era mentira, pero el chaval se enredó al atar los cabos y me devolvió la Browning-. Gracias. -Avancé hacia el policía mayor-. Estoy en la Santa Compaña.

– Pues haz algo -dijo mirándome de reojo, sin dejar de apuntar al zombi.

Habían encendido la luz de la sala. Ahora que nadie le disparaba, el zombi avanzaba a paso normal, como quien sale de paseo, aunque sin cabeza y con un solo brazo. Hasta parecía más vivaz; igual percibía mi proximidad.

Estaba en mejores condiciones que el primer zombi; podía lisiarlo, pero no dejarlo fuera de combate. En fin, algo es mejor que nada, así que disparé de nuevo contra la pierna que ya le había tocado. Tuve más tiempo para apuntar y le di de lleno.

Se derrumbó otra vez, pero siguió avanzando con demasiada rapidez, apoyándose en el brazo y la otra pierna; por fin le quedaba sólo una. Empecé a sonreír y luego a reír, pero enseguida se me pasaron las ganas. Me acerqué rodeando el sofá; después de lo que le había visto hacer con su propio brazo, no quería más accidentes. No me apetecía que me espachurrase nada.

Aparecí detrás de él, y dio la vuelta más deprisa de lo que debería para enfrentárseme. Tuve que dedicarle dos disparos a la otra pierna. Ya no recordaba cuántas balas había usado. ¿Me quedaban dos, una o ninguna?

Me sentí como Harry el Sucio, con la diferencia de que a mi adversario le daba tres leches cuántas veces hubiera disparado. No se le puede preguntar a un muerto si se siente afortunado.

Seguía arrastrándose, sin piernas ni nada; le bastaba con un brazo. Disparé casi a bocajarro, y la mano estalló dejando una flor carmesí en la moqueta blanca. Siguió avanzando con la única ayuda del muñón.

Volví a apretar el gatillo, pero sólo sonó un clic. Mierda.

– No me quedan balas -dije mientras me alejaba. La cosa aún intentaba seguirme.

El policía mayor se acercó y lo sujetó por los tobillos. Cuando tiró de él hacia atrás se quedó con una pierna en la mano.

– ¡Joder! -Soltó la pierna, que se puso a revolverse, como una serpiente con la columna partida.

Me quedé mirando el cadáver, que no cejaba en su empeño de alcanzarme, aunque a duras penas. El policía lo sujetaba en vilo por una pierna, pero el zombi no dejaba de intentarlo. Y seguiría intentándolo hasta que lo incinerásemos o hasta que Dominga Salvador le ordenara algo distinto.

En la puerta aparecieron más agentes de uniforme, que se abalanzaron sobre el zombi descuartizado como buitres sobre un despojo, con la diferencia de que se debatía y se esforzaba por cumplir su misión: acabar conmigo. Menos mal que había suficientes policías para sujetarlo hasta que llegaran los del laboratorio forense. Cuando hubieran terminado de investigar los cadáveres, un equipo de exterminadores los incineraría.

Antes los llevaban al depósito para examinarlos, pero siempre se escapaban trocitos, que se escondían en los sitios más insospechados. Al final, la forense se había negado a recibir zombis que no estuvieran muertos del todo, y tanto los de la ambulancia como los técnicos del laboratorio estaban de acuerdo con ella. Yo los entendía, pero el fuego tenía el inconveniente de que destruye las pruebas. ¿Malo o peor?

Yo estaba en la sala, a un lado. Con todo aquel lío se habían olvidado de mí, y me parecía muy bien, porque no estaba de humor para más combates con zombis. De repente me di cuenta de que sólo llevaba una camiseta enorme y las bragas, y la sangre me pegaba la camiseta al cuerpo. Empecé a acercarme al dormitorio, creo que con intención de ponerme unos pantalones, pero lo que vi en el suelo me hizo parar en seco.

El primer zombi era como un insecto al que le hubieran arrancado las patas: no podía moverse, pero lo intentaba. Era un tronco que seguía tratando de cumplir sus órdenes y aniquilarme.

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