Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Pero ya se tranquilizarían y seguirían durmiendo, si se puede llamar así. No era grave. Bajé la vista a la tumba vacía. ¿No era grave?

Les hice una seña a Dolph y a los otros para que se acercaran. Mientras tanto, me saqué una bolsa de plástico del bolsillo del mono y metí en ella un puñado de tierra de la tumba.

De repente, la luz de la luna pareció atenuarse. Dolph estaba a mi lado y la opacaba con su presencia.

– ¿Y bien? -preguntó.

– De esta tumba ha salido un zombi -dije.

– ¿Es el zombi asesino?

– No puedo estar segura.

– No lo sabes.

– Aún no.

– ¿Y cuándo lo sabrás?

– Voy a llevarle esto a Evans, para que haga todo eso de toquetear y notar cosas.

– ¿Evans? ¿El vidente? -preguntó Dolph.

– Ese mismo.

– Es un bicho raro.

– Pues sí, pero es bueno.

– La policía ha prescindido de sus servicios.

– Asunto vuestro -dije-. En Reanimators seguimos recurriendo a él cuando toca.

– No confío en Evans -dijo Dolph sacudiendo la cabeza.

– Y yo no confío en nadie, así que ¿dónde está el problema?

– Apúntate un punto -contestó con una sonrisa.

Metí en otra bolsa unos hierbajos, con cuidado de dejar las raíces intactas, y después aparté los matojos de la cabecera de la tumba. No había lápida. Mierda. Sólo quedaba la base; la habían roto y se habían llevado los fragmentos. Ya empezamos.

– ¿Por qué se habrán cargado la lápida? -preguntó Dolph.

– El nombre y las fechas podrían habernos dado alguna pista sobre el motivo por el que levantaron al zombi y sobre qué salió mal.

– ¿Mal?

– Habría gente capaz de levantar un zombi y ordenarle que matara a una o dos personas, pero no que organizara una masacre. Nadie haría eso.

– Excepto un lunático.

– Eso no ha tenido gracia -dije mirándolo fijamente.

– Ya.

Un maniaco que levantaba muertos; un zombi asesino controlado por un psicópata… Cojonudo. Y si lo había hecho una vez…

– Mira, Dolph, si fuera cosa de un lunático, podría haber más de un zombi.

– Y según lo loco que esté, puede que no tenga pauta.

– Mierda.

– Eso mismo.

Si no había pauta, no había motivo; si no había motivo, quizá no fuéramos capaces de resolver el caso.

– Prefiero no pensar eso -dije.

– ¿Por qué?

– Porque significaría que estamos perdidos. -Saqué la navaja que llevaba para esos casos y me puse a raspar los restos de la lápida.

– Es ilegal deteriorar tumbas -dijo Dolph.

– Qué pena.

Seguí raspando y metiendo las limaduras en una bolsa hasta que desprendí un trozo de piedra de buen tamaño. Después me guardé las tres bolsas en los bolsillos, junto con la navaja.

– ¿De verdad crees que Evans podrá sacar algo en claro de todo eso?

– No lo sé. -Me incorporé y eché un vistazo. Los dos exterminadores guardaban las distancias, para dejarnos hablar en privado. Qué educados-. Aunque hayan destrozado la lápida, la tumba sigue en su sitio.

– Pero sin cadáver.

– Ya, pero puede que el ataúd nos diga algo. Cualquier pista podría ser útil.

– De acuerdo -dijo asintiendo-. Pediré una orden de exhumación.

– ¿No podemos ponernos a cavar ahora mismo?

– No, tengo que guardar las formas. -Me miró con dureza-. Y no quiero volver y encontrarme con que se me han adelantado; las pruebas no valdrían para nada si las hubieran manipulado.

– ¿Pruebas? ¿Es que crees que esto va a llegar a los tribunales?

– Sí.

– Por favor, Dolph, lo que tenemos que hacer es pararle los pies a ese zombi.

– También quiero pillar a los hijoputas que lo levantaron y presentar cargos de asesinato contra ellos.

Asentí. Estaba de acuerdo con él, pero me parecía muy poco factible. Dolph era policía y tenía que preocuparse por la Ley; yo me preocupaba por cosas más sencillas, como la supervivencia.

– Si Evans descubre algo útil, te avisaré.

– De acuerdo.

– Y no sé dónde estará el bicho, pero sé dónde no está.

– ¿Ha salido del cementerio?

– Sí -dije.

– Y estará matando a más gente mientras nosotros perseguimos fantasmas.

Me apeteció darle unas palmaditas en el hombro y asegurarle que todo iba bien, pero no me lo creía ni yo. Lo entendía perfectamente, y en efecto, sólo estábamos persiguiendo fantasmas. Aunque aquella fuera la tumba del zombi asesino, dar con ella no nos había servido para encontrarlo, y teníamos que encontrarlo, atraparlo y acabar con él. La pregunta del millón era: ¿lo conseguiríamos antes de que le diera otra vez por comer? No tenía la respuesta. Mentira, sí que la tenía, pero no me gustaba: fuera, en algún sitio, el zombi se estaba poniendo ciego.

QUINCE

El camping de caravanas en el que vive Evans está en Saint Charles, al lado de la autopista 94: una extensión enorme con casas rodantes por todas partes… aunque de rodantes tienen poco, la verdad. Cuando yo era pequeña, había quien enganchaba la caravana a la parte trasera del coche para irse de viaje; para eso estaba. Ahora hay casas móviles que tienen tres o cuatro dormitorios y varios baños, y para moverlas haría falta un tráiler o un tornado.

La de Evans era de un modelo antiguo. Supongo que en caso necesario podría engancharla a la parte trasera de una furgoneta para llevársela. Mucho más fácil que contratar un camión de mudanzas, pero dudo que Evans llegue a mudarse nunca. Si ni siquiera ha salido de su caravana en un año…

Las ventanas refulgían al sol, y un porche artesanal, con toldo y todo, protegía la puerta. Sabía que Evans estaría levantado; siempre estaba levantado. El insomnio parece algo inofensivo, pero lo elevaba a la categoría de enfermedad.

Me había vuelto a poner el conjunto de los pantalones cortos negros, y llevaba las tres bolsas de muestras en una riñonera; si me hubiera presentado con ellas a la vista, a Evans le habría dado un ataque. Tenía que actuar con sutileza, como si pasara por allí, decidiera visitar a un viejo amigo y no pretendiera nada más. Ya.

Abrí la mosquitera y llamé. Silencio, ni un movimiento, nada. Fui a llamar otra vez, pero dudé. ¿Y si Evans había conseguido echar una cabezada por fin? No había dormido en condiciones desde que lo conocía. Mierda. Seguía allí plantada, sin saber si seguir llamando, cuando noté una mirada.

Subí la vista hacia la ventanita de la puerta y vi una cara pálida que asomaba entre las cortinas. Los ojos azules de Evans se clavaban en mí.

Lo saludé con la mano.

El rostro desapareció; después oí que quitaban el cerrojo, y se abrió la puerta. No había ni rastro de Evans, sólo la puerta abierta. Entré. Evans estaba escondido detrás.

Se apoyó en la puerta para cerrarla. Tenía la respiración agitada, como si hubiera estado corriendo, y un pelo amarillo como las guedejas de una fregona le caía por un albornoz azul oscuro. Tenía la cara cubierta por una barba rojiza, descuidada.

– ¿Cómo estás? -pregunté. Evans se apoyó en la puerta con los ojos desorbitados. Seguía respirando demasiado deprisa. ¿Estaría colocado?-. ¿Cómo estás? -repetí algo alarmada. En caso de duda, cambia la entonación.

– ¿Qué quieres? -jadeó.

Tenía el palpito de que no iba a tragarse lo de la visita de cortesía.

– Necesito tu ayuda.

– No -dijo sacudiendo la cabeza.

– Ni siquiera sabes qué quiero.

– No importa. -Siguió sacudiendo la cabeza.

– ¿Puedo sentarme? -Ya que no funcionaba lo de abordarlo directamente, a ver si apelando a su educación…

– Sí, claro. -Asintió.

Miré a mi alrededor. Estaba segura de que había un sofá debajo de las pilas de periódicos, platos de papel, tazas medio llenas y ropa sucia; la mesita estaba ocupada por un fósil de pizza. El aire estaba viciado.

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