Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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La hierba se agitaba y susurraba como las hojas de los árboles en otoño. Si usábamos un lanzallamas en el cementerio, se montaría una buena, y no nos resultaría fácil escapar. Pero el fuego es lo único que puede detener a un zombi. Aunque estaba por ver que fuera un zombi y no algo distinto, claro.

Sacudí la cabeza y eché a andar; las dudas no me iban a llevar a ningún sitio. En estos casos, mí máxima es: «Compórtate como si supieras qué haces».

Estoy segura de que la señora Salvador conocería un rito o un sacrificio que sirviera para buscar la tumba de un zombi; su forma de hacer esas cosas estaba sujeta a más normas que la mía. Por un lado, ella era capaz de encerrar almas en cuerpos putrefactos; por otro, yo tampoco había odiado nunca a nadie tanto como para hacerle algo así. Para matarlo, sí, pero ¿para atrapar su alma y esperar a que se le pudriera el cuerpo antes de volver a ponérsela? No, eso era peor que perverso; era el no va más de la maldad. Había que pararle los pies, pero como no me la cargase… Suspiré; era un problema del que ya me encargaría en otra ocasión.

Me incordiaba tener a Dolph pisándome los talones. Me volví a mirar a los exterminadores. Su trabajo consistía en matar lo que fuera, desde termitas hasta algules, pero los algules son carroñeros asustadizos, y yo no definiría así al bicho que buscábamos.

Los tres caminaban detrás de mí, y tenía la impresión de que hacían más ruido que yo. Intenté concentrarme en la búsqueda, pero sólo conseguía oír sus pasos y sentir el miedo de la mujer. Así no hay quien trabaje.

– Necesito más espacio, Dolph-dije, deteniéndome.

– ¿Qué quieres decir?

– Quedaos a más distancia. Me estáis desconcentrando.

– Entonces puede que estemos demasiado lejos para ayudarte.

– Si el zombi sale de la tierra y me ataca… -Me encogí de hombros-. ¿Qué vais a hacer? ¿Rociarlo con napalm y gratinarme a mí de propina?

– Según tú, el fuego es lo único que sirve.

– Y es cierto, pero si el zombi engancha a alguien, diles a tus chicos que no frían también a ese alguien.

– ¿No podemos usar el napalm si el zombi los atrapa? -preguntó Dolph.

– Ahí quería yo llegar.

– Podías haberlo dicho antes.

– Acabo de caer en la cuenta.

– Cojonudo.

– Tienes razón -dije con otro encogimiento hombros-, ha sido un descuido. Y ahora, retrasaos y dejadme hacer mi trabajo. -Me acerqué y bajé la voz, para que sólo me oyera él-. Mantén vigilada a la chica; está tan asustada que le puede dar por disparar a las sombras.

– Son exterminadores, no policías ni matavampiros.

– Esta noche es posible que nuestra vida dependa de ellos, así que no la pierdas de vista, ¿vale?

Se volvió a mirarlos. El hombre sonrió y saludó con la cabeza; la mujer se quedó mirando con los ojos muy abiertos. Su miedo se podía masticar.

Tenía derecho a estar acojonada, así que ¿por qué me molestaba tanto? Quizá porque tenía la impresión de que las mujeres debíamos ser mejores que los hombres: más valientes, más rápidas, más lo que fuera. No teníamos más remedio si queríamos jugar en primera.

Me adelanté sola hasta que no pude oír nada más que el sonido de la hierba, seco y susurrante, que parecía intentar decirme algo con su voz rasposa. Era un sonido apremiante, como si la hierba tuviera miedo, aunque menuda estupidez. La hierba no siente una mierda. Pero yo sí, y estaba sudando a mares. ¿Estaría cerca esa cosa? ¿Me estaría acechando entre los matojos el monstruo que podía convertir a una persona en un pedazo de carne cruda?

No. Los zombis no eran suficientemente listos para acechar a nadie… Claro que este había sabido ocultarse de la policía. No estaba mal para un cadáver; estaba demasiado bien. Quizá no fuera un zombi ni nada parecido. Por fin había encontrado algo que me asustaba más que los vampiros. La muerte no me preocupaba tanto, por aquello de que soy cristiana, pero la forma de morir era otro cantar, y que me comieran viva no estaba en mi lista de preferencias.

Quién iba a pensar que yo tendría miedo de un zombi, fuera del tipo que fuera. No dejaba de ser irónico, pero tenía la boca demasiado seca para reírme.

Como en todos los cementerios, reinaba una especie de calma desasosegada, como si los cadáveres estuvieran conteniendo la respiración, pero ¿a qué esperaban? ¿A que los resucitaran? Quizá, pero ya he tratado bastante con los muertos como para creer que haya una sola respuesta. Cada muerto, igual que cada vivo, tiene sus propias expectativas.

Normalmente, la gente muere, va al Cielo o al Infierno y eso es todo. Pero en algunos casos, sea por el motivo que sea, se tuercen las cosas. Los fantasmas, los espíritus inquietos, la violencia, el mal y la simple confusión pueden aprisionar los espíritus en la tierra. No creo que eso signifique que el alma se queda atrapada; más bien diría que perdura una especie de recuerdo del alma, de su esencia.

¿Esperaba que un espectro saliera de la hierba y se abalanzara sobre mí, gritando? No, aún no había visto ningún fantasma capaz de provocar daños físicos. Los demonios y algunos espíritus de lechuceros, mediante la magia negra, sí que pueden provocarlos, pero los fantasmas no hacen nada.

Por lo menos podía consolarme con eso.

El terreno cayó en picado y perdí pie, pero me sujeté a una lápida. La tierra hundida significaba que había una tumba sin señalar. Me subió un cosquilleo por la pierna, una especie de electricidad fantasmal. Me aparté y me quedé sentada en el suelo.

– ¿Te has hecho daño, Anita? -gritó Dolph.

Volví la vista; la hierba me ocultaba por completo.

– Estoy bien -grité.

Me levanté con cuidado de no pisar la vieja turaba. Fuera quien fuera su ocupante, no estaba satisfecho con su morada: era una zona activa. No se trataba de un fantasma ni de una presencia, pero algo había. Era probable que en sus tiempos hubiera sido un fantasma hecho y derecho, pero se había ido debilitando. Los fantasmas se deshilachan, como la ropa, y se van marchando poco a poco adonde sea que se marchen.

La tierra de la tumba volvería a nivelarse, probablemente antes de que me enterraran a mí… si antes no me mataba un zombi asesino, vamos. O un vampiro. O un humano de gatillo fácil. Bien pensado, era probable que la zona activa durase más que yo.

Volví la cabeza y vi que Dolph y los exterminadores estaban a unos veinte metros. ¿No era demasiado lejos? Les había pedido que no me resoplaran en el cogote, pero tampoco esperaba que se quedaran a tanta distancia. Está visto que nunca estoy contenta.

¿Se enfadarían si les pedía que se acercaran más? Probablemente. Empecé a caminar de nuevo, con cuidado de no pisar más tumbas, pero no era fácil con la mayoría de las lápidas ocultas por los matojos. Cuántas tumbas sin identificar, cuánto abandono.

Podría pasarme toda la noche dando vueltas sin rumbo fijo. ¿Acaso pensaba que podía topar accidentalmente con la tumba adecuada?

Supongo que sí. La esperanza es lo último que se pierde, sobre todo cuando la alternativa es inhumana.

Tanto los vampiros como los zombis han sido antes seres humanos normales y corrientes. Y casi todos los licántropos también, aunque a veces nacen así. Todos los monstruos empiezan por ser normales, excepto yo, y no levantaba muertos por vocación. No es que un día me plantara en el despacho de un asesor profesional y le dijera: «Quiero dedicarme a reanimar cadáveres». Nada tan fácil, ni de lejos.

Siempre he tenido cierta afinidad con la muerte. Nada que tenga que ver con los muertos recientes; con las almas no me meto, pero me doy cuenta en cuanto se van. Puedo sentirlo. Reíos todo lo que queráis, pero lo sé.

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