Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Nos saludamos con un apretón de manos. La de Dave estaba cálida, firme y seca, y él estaba sonrosado y alegre: ya había comido. ¿Se habría dejado la víctima? Seguro que sí. Dave no era mal tipo para ser un nomuerto.

– Luther me dice muchas veces que has estado, pero siempre vienes de día. Me alegro de que te hayas quedado un poco más.

– La verdad es que tenía intención de salir del barrio antes de que se hiciera de noche.

Frunció el ceño.

– ¿Vas preparada? -me preguntó.

Le dejé entrever la pistola, y el metomentodo de Irving abrió los ojos desmesuradamente.

– ¡Vas armada! -Pareció que lo decía a gritos, pero no.

El bullicio se había convertido en un murmullo de expectación. Suficiente para que nos oyeran los parroquianos, pero a eso habían ido: a escuchar a los vampiros, a hacerles confidencias a los muertos.

– ¿Por qué no lo publicas en portada? -dije bajando la voz.

– Lo siento. -Irving se encogió de hombros.

– ¿De qué conoces a nuestro intrépido reportero? -preguntó Dave.

– A veces me ayuda a investigar.

– Vaya, vaya, investigar. -Sonrió sin que se le vieran los colmillos; un truco que se aprendía con los años-. ¿Luther te ha dado el recado?

– Sí.

– ¿Vas a ser lista o tonta?

Dave es un poco bestia, pero me cae bien de todas formas.

– Tonta, probablemente.

– Ya sé que tienes una relación muy especial con el nuevo amo, pero no te confíes. Sigue siendo un maestro vampiro, y siempre es peligroso joderlos. No te busques un lío con él.

– Eso es justamente lo que pretendo evitar.

Dave sonrió tanto que se le vieron los colmillos.

– ¡Mierda! ¿Quieres decir que…? Naaa, lo que quiere es algo más que echar un buen polvo.

Así que consideraba que yo tenía un buen polvo. Todo un detalle por su parte. Supongo.

– Sí -confirmé.

– ¿De qué va esto, Anita? -dijo Irving. Muy buena pregunta. La conversación lo tenía dando saltitos en el taburete.

– No es asunto tuyo.

– Anita…

– No seas cargante, Irving.

– ¿«No seas cargante»? No había oído esa expresión desde que murió mi abuela.

– Pues deja de darme el coñazo -le dije con firmeza, mirándolo a los ojos-. ¿Te gusta más así?

– Sólo intento hacer mi trabajo -dijo extendiendo los brazos en un gesto de rendición.

– Pues hazlo en otro sitio. -Me bajé del taburete.

– Ha dado instrucciones de localizarte -me dijo Dave-. Si algún vampiro actúa con exceso de celo…

– ¿Quieres decir que emplearían la fuerza? -Asintió-. Llevo pistola, crucifijo y toda la pesca. No te preocupes.

– ¿Te acompaño al coche? -preguntó Dave.

– Gracias mil -dije mirándolo a los ojos marrones y sonriendo-, pero puedo cuidarme sola.

La verdad era que muchos vampiros estaban cabreados con Dave por facilitarle información al enemigo. Yo era la Ejecutora, y si un vampiro se pasaba de la raya, me avisaban a mí para que le parase los pies. Con los nomuertos no había cadena perpetua ni hostias: pena de muerte o nada. Las cárceles no eran para los vampiros.

En California lo habían intentado, pero un maestro vampiro se les escapó, y se cargó a veinticinco personas en una sola noche. No les chupó la sangre; sólo las mató. Supongo que el encierro lo había puesto de mal humor. Las puertas y los guardas estaban cubiertos de crucifijos, pero el caso es que sólo funcionan si quien los lleva cree en ellos y, desde luego, dejan de funcionar en cuanto un maestro vampiro convence a alguien para que se los quite.

Para los vampiros, yo era el equivalente de la silla eléctrica y, qué sorpresa, no les caía muy bien.

– Yo la acompaño -dijo Irving. Pagó sus copas y se levantó. Yo llevaba el carpetón debajo del brazo, y al parecer, no estaba dispuesto a perderlo de vista. Cojonudo.

– Tendrá que protegerte a ti también -dijo Dave.

Irving abrió la boca para contestar, pero se lo pensó mejor. Podía decirles que era licántropo, pero no quería que nadie se enterase. Se esforzaba mucho, mucho por parecer completamente humano.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? -insistió Dave.

Última oportunidad de tener escolta vampírica hasta el coche. Se estaba ofreciendo a protegerme del amo, pero no daba la talla; no llevaba ni diez años muerto.

– Me alegra saber que te preocupas tanto por mí.

– Anda, largo.

– Cuídate -dijo Luther.

Les sonreí a los dos y me volví para marcharme del bar, del que se había apoderado algo parecido al silencio. No creía que la gente hubiera pescado gran cosa de nuestra charla, pero tenía la impresión de que todo el mundo me miraba. Contuve el impulso de volverme y decir «¡Buuu!». Estoy segura de que más de uno habría gritado.

Sería por la cicatriz en forma de cruz que tengo en el brazo. Sólo los vampiros tienen marcas como esa, ¿no? Salen cuando la carne impía se marca con un crucifijo. La mía me la habían hecho con un hierro candente, por encargo de un maestro vampiro que ya estaba criando malvas. Le había parecido gracioso. Ja.

O quizá fuera sólo por Dave. Igual ni se había fijado en la cicatriz y me estaba volviendo paranoica. Llevarse bien con un vampiro respetuoso de la ley levanta sospechas. Pero a la que ven unas cuantas cicatrices raras se imaginan lo peor. Pero tampoco es tan grave. Las sospechas son sanas: ayudan a seguir con vida.

TRECE

La oscuridad sofocante se cerraba a mi alrededor como un puño cálido y pringoso. Una farola dejaba un charco brillante en la acera, como si chorreara luz derretida. Todas las farolas son reproducciones de las de gas de hacía un siglo. Son negras y estilizadas, pero no acaban de dar el pego. Como los disfraces: tienen buena pinta, pero son demasiado cómodos para ser de verdad.

El cielo era como una presencia oscura sobre los altos edificios de ladrillo, pero las farolas mantenían la penumbra a raya, sujetando la carpa de oscuridad con postes de luz. Era de noche pero no lo parecía.

Empecé a caminar en dirección al aparcamiento de la calle Uno. Es casi imposible aparcar en la Orilla, y el turismo sólo empeora el problema.

Los zapatos de Irving, de vestir, hacían tanto ruido que hasta producían eco. Era una calzada de adoquines, y como todo el barrio, estaba ideada para los coches de caballos. Una pesadilla para aparcar, pero claro, quedaba bonito.

Mis zapatillas de deporte no hacían prácticamente ningún sonido. Me sentía como si estuviera sacando de paseo a un cachorro ruidoso. Casi todos los licántropos que conozco se mueven con sigilo, pero Irving tenía más de chucho aparatoso que de hombre lobo.

Por la calle había parejas y grupos pequeños que se reían y charlaban estrepitosamente. Habían ido a ver vampiros en vivo y en directo… ¿o sería en muerto y en directo? Turistas, fijo. Aficionados, mirones. Me jugaría cualquier cosa a que yo había visto más nomuertos que todos ellos juntos, y no acertaba a entender qué les resultaba tan fascinante.

Ya era noche cerrada; Dolph y sus chicos estarían esperándome en el cementerio Burrell, y tenía que ir. ¿Qué hacía con el expediente de Gaynor? ¿Y con Irving? A veces tengo la agenda demasiado apretada.

Una figura salió de entre los edificios en penumbra; no sé muy bien si nos estaba esperando o si fue por casualidad, o por arte de magia. Me quedé paralizada, como un conejo que ve acercarse los faros de un coche.

– ¿Qué te pasa, Blake? -preguntó Irving.

Le tendí el expediente y lo aceptó, perplejo. Quería tener las manos libres por si necesitaba la pistola, aunque probablemente no me haría falta. Probablemente.

Jean-Claude, el amo de los vampiros de la ciudad, caminó hacia nosotros con movimientos felinos, de bailarín, fluidos, llenos de energía y elegancia contenidas que podían desencadenarse en un estallido de violencia.

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