Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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– Te estás metiendo en camisas de once varas… No puedo darte información sobre el amo, de verdad.

– Querrás decir que no te da la gana.

– Pues no me da la gana -contesté encogiéndome de hombros-, y no me da la gana porque no puedo.

– Eso es un razonamiento circular.

– Te aguantas. -Me terminé el zumo, aunque no me apetecía-. Escúchame, Irving: teníamos un trato. El expediente a cambio de los artículos sobre los zombis. Si quieres echarte atrás, pues qué se le va a hacer, pero dímelo, porque no tengo tiempo para andar con tiras y aflojas.

– Me mantendré fiel a mi palabra -dijo con la voz más afectada que le permitió el ruido ambiental.

– Entonces dame alguna pista de una vez, que quiero largarme de aquí antes de que el amo dé conmigo.

– Tienes problemas, ¿no? -De repente se había puesto serio.

– Es posible. Échame un cable, por favor.

– Venga, échale un cable -dijo Luther.

Tal vez fuera el por favor, o tal vez, la presencia imponente de Luther. En cualquier caso, Irving asintió.

– Según mi compañera, es inválido y va en silla de ruedas. -No dije nada; no quería que supiera qué me interesaba-. Y además le gustan las minusválidas.

– ¿Qué quieres decir? -pregunté recordando a Cicely, la chica de mirada vacía.

– Ciegas, paralíticas, mujeres con miembros amputados… Cosas por el estilo.

– ¿Sordas?

– También su tipo.

– ¿Por qué? -Yo y mis preguntas sagaces.

– Puede que sea para no sentirse en inferioridad de condiciones por lo de la silla de ruedas. Mi compañera no sabe por qué; sólo que tiene esa fijación.

– ¿Qué más te ha dicho?

– Que nunca lo han acusado de ningún delito, pero corren rumores muy bestias. Se sospecha que está relacionado con la mafia, pero nadie tiene pruebas.

– ¿Algo más?

– Una ex novia lo demandó para intentar sacarle una pensión. Desapareció.

– Y ya podemos darla por muerta.

– Exacto.

Sonaba verosímil. Y si ya les había encargado a Tommy y a Bruno que mataran a alguien, no le costaría nada darles la orden por segunda vez. O puede que la hubiera dado montones de veces y no lo hubieran pillado nunca.

– ¿Qué hace para la mafia que le haga necesitar dos guardaespaldas?

– Así que has conocido a sus especialistas en seguridad… -Se lo confirmé asintiendo-. A mi compañera le encantaría hablar contigo -comentó.

– No le habrás dicho nada de mí, ¿verdad?

– ¿Por quién me has tomado? -Me dedicó una sonrisa radiante.

Lo dejé estar.

– Bueno, y ¿qué hace para la mafia?

– Sospechamos que se encarga de blanquear dinero.

– ¿No tenéis nada concreto?

– Nada. -Y no le hacía ninguna gracia.

Luther sacudió la cabeza y echó la ceniza en el cenicero. Cayó un poco en la barra, y la limpió con el paño.

– No parece una compañía muy recomendable -me dijo-. Yo en tu lugar me mantendría lejos de él.

Era un buen consejo, pero por desgracia…

– No creo que me deje en paz.

– No voy a preguntar; no quiero saberlo.

Varios clientes hacían señas frenéticas para que los atendiera, y Luther se fue hacia ellos. El espejo de detrás de la barra me permitía controlar todo el bar, y hasta podía ver la puerta sin girarme. Era práctico y reconfortante.

– Yo sí que voy a preguntar. Yo sí que quiero saberlo -dijo Irving. Cuando vio que me limitaba a negar con la cabeza, añadió-: Además sé una cosa que tú no sabes.

– ¿Y me interesa? -Asintió con tanto ímpetu que se le agitó el pelo frito. Suspiré-. Venga, dímelo.

– Tú primero.

– Ya te he dicho todo lo que pensaba decirte esta noche, Irving. -Me tenía hasta los mismísimos-. Tengo el expediente, pero si me puedes ahorrar un poco de tiempo, te aseguro que me vendrá de puta madre.

– Joder, contigo no tiene gracia ponerse en plan periodista implacable. -No, si al final empezaría a hacer pucheros.

– Dímelo de una vez si no quieres que me ponga violenta.

Soltó una risita; sospecho que no se lo había temado en serio. Bendita inocencia.

– Tachán…

Se llevó una mano a la espalda, con un gesto de mago de feria, y sacó una foto en blanco y negro. Era de una mujer de veintitantos años, con el pelo castaño, largo y bien peinado, y la gomina justa para afilar las puntas. Era guapa, pero no la reconocí. Evidentemente, no era ningún posado; su expresión no parecía la de alguien que espera que le saquen una foto.

– ¿Quién es?

– Era la novia de Gaynor hasta hace cinco meses.

– ¿Tiene alguna minusvalía? -Miré aquel rostro atractivo de expresión franca; por la foto no se podía saber.

– Es Wanda la Tragamillas. Ha conseguido convertir en negocio su silla de ruedas. Hay gente que se la rifa.

– ¿En serio? -Lo miré sin poder evitar que los ojos se me abrieran como platos. Una prostituta en silla de ruedas… Demasiado raro para mí. Sacudí la cabeza-. Vale. ¿Dónde puedo encontrarla?

– Nosotros también queremos ir.

– Por eso tenías la foto aparte.

– Wanda no soltará prenda si te presentas sola. -Ni siquiera tuvo el detalle de simular vergüenza.

– ¿Ya ha hablado con tu compañera? -Irving frunció el ceño, y sus ojos perdieron el brillo de triunfo. Sabía qué significaba aquello-. No quiere hablar con la prensa, ¿verdad?

– Tiene miedo de Gaynor.

– No es para menos.

– ¿Y por qué esperas que te cuente a ti lo que no nos cuenta a nosotros?

– ¿Por mi irresistible encanto personal?

– Menos lobos, Blake.

– ¿Qué sitios frecuenta?

– Ah, mierda. -Irving apuró el whisky de un trago-. Trabaja en un putero que se llama El Gato Pardo.

¿Sería por la peli o por aquello de que de noche, todos los gatos…? Qué ingenioso.

– ¿Dónde está?

Contestó Luther, aunque no lo había visto volver.

– En la calle principal del Tenderloin: Grand, esquina con la Veinte. Pero no deberías ir sola.

– Soy mayorcita.

– Sí, pero no lo pareces, y no creo que te apetezca liarte a tiros con el primer mindundi que te meta mano. Si vas con alguien que imponga un poco, todo eso que te ahorras.

– Yo no iría solo, desde luego -dijo Irving encogiéndose de hombros.

No me hacía gracia reconocerlo, pero tenían razón. Puede que sea una matavampiros de la hostia, pero no se me nota a simple vista.

– De acuerdo, me llevaré a Charles. Tiene pinta de poder vérselas sólito con un equipo de fútbol americano, aunque es un pedazo de pan.

– Pues no dejes que vea según qué cosas-dijo Luther, riendo mientras soltaba el humo-, no sea que se te desmaye.

Pobre Charles; se desmaya una vez en público, y la gente le cuelga el sambenito.

– Lo mantendré a salvo.

Dejé en la barra más dinero del necesario. No es que Luther me hubiera dado demasiada información, pero siempre me proporcionaba datos muy útiles. En cualquier caso, valían mucho más de lo que le pagaba, pero no se quejaban porque estaba relacionada con la policía. Dave el Muerto había sido poli, pero sus superiores lo echaron por convertirse en nomuerto. Qué gente más quisquillosa. Él se seguía haciendo el ofendido, pero en realidad quería echar una mano, así que me daba la información a mí, y yo les transmitía a sus antiguos compañeros lo que me parecía.

En aquel momento, Dave apareció por la puerta de detrás de la barra. Miré las ventanas oscuras; no se notaba nada, pero si el dueño del bar estaba en pie, ya era de noche. Mierda. Me tocaba volver al coche rodeada de vampiros. Por lo menos llevaba la pistola; algo es algo.

Dave es alto y corpulento, y el pelo castaño le empezaba a clarear cuando murió. No había seguido perdiéndolo, pero tampoco lo había recuperado. Me dedicó una sonrisa suficientemente amplia para que le viera los colmillos, y un murmullo de nerviosismo recorrió el bar. Los susurros se extendieron como las ondas en un estanque. Había aparecido un vampiro: empezaba el espectáculo.

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