Laurell Hamilton - El Cadáver Alegre

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La reanimación de cadáveres se ha convertido en un negocio muy lucrativo al menos en San Luis, y en gran medida gracias al jefe de Anita Blake, un verdadero embaucador con un fino olfato para los negocios que le enseña cómo sacar partido de su talento y le ofreció trabajo en Reanimators Inc. Pero cuando reciben una oferta de un millón de dólares para que Anita reanime un cadáver de casi trescientos años, la joven se niega en redondo… y empiezan los problemas.
Con el segundo título de la serie protagonizada por Anita Blake, Laurell K. Hamilton renovó las expectativas generadas con Placeres Prohibidos y siguió sentando las bases de uno de los hitos de la literatura vampírica moderna. Sin alardes y recurriendo a un lenguaje coloquial ágil y chispeante, la autora construye narraciones tremendamente adictivas en las que desarrolla uno de los análisis más certeros que ha dado la literatura de género sobre los miedos y prejuicios representados en los monstruos

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Llamé al servicio de habitaciones envuelta en la toalla. Casi se me había olvidado. Encargué una cafetera llena, azúcar y nata. Me preguntaron si quería descafeinado, y contesté que no, gracias. Qué manía. Como cuando los camareros me preguntan si quiero la Coca-Cola light. Nunca les hacen esa pregunta a los hombres, por hermosos que estén.

Podía ponerme hasta arriba de cafeína y dormir como un bebé. No me mantiene despierta ni me pone nerviosa; sólo mejora el sabor del café.

Que sí, que claro, que dejarían el carrito en la puerta. Que ni siquiera llamarían, y que me cargarían el café en la cuenta. Les dije que muy bien. Tenían mi número de tarjeta de crédito, y a todos les encanta cargar cosas en la cuenta de los clientes, mientras el límite aguante.

Puse la silla de respaldo recto contra el pomo; si forzaban la puerta, me enteraría. Probablemente. Cerré el baño con pestillo, y tenía una pistola en la ducha. No se me ocurrieron más medidas de seguridad, pero no estaba mal.

No sé por qué, pero cuando estoy desnuda me siento más indefensa. Prefiero enfrentarme a los malos con la ropa puesta, aunque supongo que le pasa a todo el mundo.

Con el vendaje del mordisco en el hombro, era todo un problema lavarme la cabeza, pero estaba dispuesta a quitarme la sangre del pelo a toda costa.

Me las apañé con las botellitas de champú y suavizante del hotel, que olían como se supone que deberían oler las flores. Tenía el cuerpo moteado con costras de sangre seca, y el agua que caía por el desagüe estaba teñida de rosa.

Tuve que gastar todo el champú para conseguir que me quedara el pelo limpio, y al aclararme se empapó el vendaje. El dolor era agudo y persistente; eso me recordaría la antitetánica.

Me froté el cuerpo con una esponja y la minúscula pastilla de jabón. Cuando ya me había lavado a fondo y no podía estar más limpia, me quedé bajo el chorro caliente, dejando que el agua me resbalara por todo el cuerpo. A fin de cuentas, el vendaje ya se había echado a perder.

¿Qué pasaría si no conseguíamos relacionar a Dominga con los zombis, si no encontrábamos pruebas? Ella volvería a intentarlo: tenía una reputación que mantener. Me había mandado dos zombis, y yo había dado cuenta de ellos, aunque con un poco de ayuda de la policía. Seguro que se lo tomaba como una afrenta.

Había levantado un zombi que había escapado por completo a su control, y prefería que murieran inocentes a reconocer su error. Y prefería matarme a mí antes que arriesgarse a que la pusiera en evidencia. Zorra vengativa.

Había que detenerla. Si la orden de registro no resolvía nada, tendría que ser más pragmática. La señora había dejado claro que tenía que morir una de las dos, y yo prefería que fuera ella. Hasta estaba dispuesta a hacer lo necesario.

Abrí los ojos y cerré el grifo. No quería seguir pensando en ello. Estaba planeando un asesinato, por mucho que desde mi punto de vista fuera defensa propia. No creo que un jurado compartiera mi opinión; sería rematadamente difícil demostrarlo. Quería demasiadas cosas: que Dominga quedara fuera de circulación, o bien en la cárcel o bien muerta; seguir con vida; que no me encarcelaran ni me acusaran de asesinato; capturar al zombi asesino antes de que volviera a matar, aunque no veía cómo, y averiguar cómo encajaba John Burke en aquel lío.

Ah, e impedir que Harold Gaynor me obligara a realizar un sacrificio humano. Casi se me olvidaba eso.

Ya. Una semana movidita.

El café estaba en el pasillo. Dejé la bandeja en el suelo de la habitación, cerré con llave y volví a colocar la silla contra el pomo. Después me llevé la bandeja a una mesita, junto a las ventanas. La Browning ya estaba ahí, desnuda; había dejado la funda en la cama.

Descorrí las cortinas. Normalmente las habría dejado cerradas, pero me apetecía ver la luz. La mañana había avanzado, llenándolo todo de un resplandor difuso. El calor no había tenido tiempo de asentarse y eliminar el fresco del amanecer.

El café no estaba mal, pero tampoco era para tirar cohetes. Por supuesto, el peor café del mundo habría sido maravilloso. Bueno, calificar de maravilloso el de la comisaría habría sido pasarse, pero hasta eso era mejor que nada. Cuando estaba nerviosa necesitaba café. A otros les da por el alcohol.

Abrí la carpeta de Gaynor y me puse a leer. A las ocho de la mañana, bastante antes de la hora a la que suelo levantarme, ya había leído todas las notas y examinado todas las fotos borrosas. Sabía más de lo que quería saber de Harold Gaynor, pero no había encontrado ningún dato útil.

Gaynor estaba relacionado con la mafia, pero no había manera de demostrarlo. Era el típico multimillonario que se había hecho a sí mismo. Bien por él: podía pagar el millón y medio que me había ofrecido Tommy. No está mal que la gente sea capaz de afrontar sus pagos.

No había tenido más familia que su madre, fallecida diez años atrás. Al parecer, su padre había muerto antes de que él naciera, aunque su muerte no constaba en ningún lado. En realidad, su vida tampoco.

¿Sería un hijo ilegítimo cuyos orígenes se habían disimulado? Puede. Así que Gaynor era un bastardo en el verdadero sentido del término. ¿Y qué? Lo que me molestaba era que lo fuera en el otro sentido.

Apoyé la foto de Wanda la Tragamillas en la cafetera. Sonreía, casi como si supiera que la estaban fotografiando, aunque quizá fuera fotogénica, simplemente. Había dos fotos de ella con Gaynor. En una estaban los dos sonrientes, cogidos de la mano. Tommy empujaba la silla de ruedas de Gaynor, y Bruno, la de Wanda, que miraba a su novio con una mirada que no me resultaba desconocida: de amor y adoración. Hasta yo había tenido aquella mirada durante un tiempo, en la facultad, pero al final se supera.

La segunda foto era casi idéntica: Bruno y Tommy empujaban sus sillas. Pero no estaban cogidos de la mano, y sólo sonreía Bruno. Wanda parecía enfadada. Cicely, la del pelo rubio y los ojos vacíos, iba andando junto a Gaynor, y lo llevaba de la mano. Ajá.

Así que Gaynor había estado con las dos durante una temporada. ¿Por qué se habría marchado Wanda? ¿Por celos? ¿La habría echado Cicely? O igual Gaynor se había cansado de ella. Sólo había una forma de averiguarlo: preguntar.

Me quedé mirando la foto en la que salía Cicely, y la puse junto al primer plano de la Wanda sonriente. Una joven infeliz; una amante despechada. Si el odio pesaba más que el miedo, hablaría de Gaynor conmigo. No sería tan idiota como para hablar con la prensa, pero yo no pretendía divulgar ningún secreto.

Yo quería conocer los secretos de Gaynor, para evitar que me hiciera daño. Aparte de eso, quería algo que presentar a la policía.

Si conseguía meterlo en la cárcel, Gaynor tendría otras preocupaciones, y probablemente se olvidaría de la reanimadora cabezota. A no ser que averiguase que había tenido algo que ver con su detención. No me convenía; tenía pinta de vengativo. Ya sentía el aliento de Dominga Salvador en la nuca, y con eso tenía bastante.

Cerré las cortinas y pedí que me despertaran a mediodía. Irving tendría que esperar un poco para recuperar el expediente. Yo le había conseguido la entrevista con el nuevo amo de los vampiros de la ciudad, aunque hubiera sido sin querer, así que pedirle un poco de paciencia a cambio tampoco era pasarse. Y si no quería esperar, mala suerte, porque yo me iba a la cama.

Lo último que hice antes de irme a dormir fue llamar a casa de Peter Burke. Me imaginaba que John se alojaría allí. El teléfono sonó cinco veces y saltó el contestador.

– Soy Anita Blake. Creo que tengo información para John Burke, sobre un asunto del que hablamos el jueves.

El mensaje no era muy claro, pero tampoco era plan de decir: «Tengo información sobre el asesinato de tu hermano». Demasiado melodramático, y de mal gusto.

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