Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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—Los preparo para lo que ha de venir, majestad. Imagináis que el peligro ha pasado, pero os equivocáis. El peligro nos rodea. Están los que nos temen, los que buscan nuestra destrucción. No debemos abandonarnos a la autocomplacencia, dejándonos arrullar con música agradable y buen vino. Por ello recuerdo a mis oficiales su deber.

—¿Qué peligro? —preguntó Silvanoshei, muy alarmado—. ¿Dónde?

—Cerca —contestó la muchacha, atrayéndolo hacia el ámbar—. Muy cerca.

—Mina, iba a esperar a darte esto —dijo Silvanoshei—. Tenía preparado un discurso... —Sacudió la cabeza—. Las palabras que realmente quiero decirte están en mi corazón, y tú las conoces. Las has oído en mi voz. Las has visto cada vez que me ves a mí.

Metió la temblorosa mano en la pechera del jubón y extrajo la bolsa de terciopelo. De ella sacó la caja de plata y la puso sobre la mesa, delante de Mina.

La muchacha miró la caja largos instantes. Estaba muy pálida. Él la oyó soltar un suave suspiro.

Al ver que no hacía intención de tocarla, Silvanoshei la cogió y la abrió.

Los rubíes del anillo relucieron a la luz de las velas, cada uno brillando como una gota de sangre, la sangre del corazón de Silvanoshei.

—¿Querrás aceptarlo, Mina? —preguntó con desesperada ansiedad—. ¿Querrás aceptar este anillo y llevarlo puesto por mí?

Mina extendió la mano, una mano fría y firme.

—Aceptaré el anillo y lo llevaré puesto. Por el Único.

Se lo colocó en el índice de la mano izquierda.

La alegría de Silvanoshei no tenía límites. Al principio le molestó que metiera a ese dios suyo en el asunto, pero tal vez sólo se limitaba a pedir su bendición. Él estaría dispuesto a pedírsela también. Estaría dispuesto a hincarse de rodillas ante ese dios Único si con ello ganaba a Mina.

La observó expectante, aguardando a que la magia del anillo hiciese efecto en ella, esperando que lo mirara con adoración.

Mina contempló el anillo y lo hizo girar para ver cómo destellaban los rubíes. Para Silvanoshei no existía nadie más, sólo ellos dos. Los demás sentados a su mesa, todos los que asistían al banquete, todas las personas del mundo eran un conjunto borroso de luz de velas, música y fragancia a rosas y gardenias, y todo ello era Mina.

—Ahora, Mina, tienes que besarme —dijo, extasiado.

La muchacha se inclinó hacia él. La magia del anillo funcionaba. Podía sentir que lo amaba. La rodeó con los brazos, pero antes de que sus labios llegaran a tocarse, los de ella se abrieron en un ahogado gemido. Su cuerpo se puso tenso, sus ojos se desorbitaron.

—¡Mina! —gritó, aterrado—, ¿qué te ocurre?

Ella soltó un grito de dolor, sus labios formaron una palabra, intentó hablar, pero la garganta se le cerró y sufrió arcadas. Cogió el anillo, frenética, e intentó sacárselo del dedo, pero una convulsión sacudió su cuerpo, que se retorció con dolores atroces. Se dobló sobre la mesa, con los brazos extendidos, derribando vasos y tirando platos. Exhaló un sonido inarticulado, de animal, que era espantoso de oír. Entonces se quedó inmóvil. Aterradoramente inmóvil, con los ojos fijos y abiertos, las pupilas ambarinas prendidas acusadoramente en Silvanoshei.

Kiryn se levantó de la silla en un acto involuntario. No tenía plan alguno, sus ideas eran un confuso remolino. Su primer pensamiento fue para Silvanoshei, que debía intentar fraguar de algún modo su huida, pero abandonó la idea de inmediato. Imposible con todos esos caballeros negros alrededor. En ese momento, aunque no lo supo conscientemente, Kiryn abandonó a Silvanoshei. El pueblo silvanesti era ahora responsabilidad suya. No podía hacer nada para salvar a su primo, pero quizá sí podría salvar a su gente. Los Kirath debían enterarse de lo ocurrido. Había que advertirles para que se prepararan y emprendieran las acciones que fueran necesarias.

Los otros elfos que se sentaban a la mesa del rey estaban paralizados por la impresión, demasiado aturdidos para moverse, incapaces de comprender lo que acababa de pasar. El tiempo pareció ir más y más lento, hasta detenerse del todo. Nadie respiraba, nadie parpadeaba, ningún corazón palpitaba; la incredulidad tenía petrificados a todos.

—¡Mina! —gritó Silvanoshei con desesperación, y alargó las manos para cogerla.

De repente estalló un pandemónium. Los oficiales de Mina, bramando de rabia, se abrieron paso entre la multitud aplastando sillas, tirando mesas, derribando a cualquiera que se encontraba en su camino. Los elfos chillaban. Algunos de los más astutos agarraron a la esposa o al esposo y huyeron a todo correr. Entre ellos se encontraba Kiryn. Cuando los caballeros negros rodeaban la mesa donde Mina yacía inmóvil, Kiryn lanzó una última y afligida mirada a su desdichado primo y, acongojado por un mal presentimiento, desapareció en la noche.

Una mano enorme, cubierta de pelaje marrón, aferró el hombro del rey con una fuerza aplastante. El minotauro, cuyo bestial rostro se crispaba en una mueca horrenda de furia y dolor, levantó a Silvanoshei de la silla y, barbotando una maldición, lanzó al joven elfo hacia un lado como quien aparta un desecho.

Silvanoshei se estrelló contra un emparrado ornamental y cayó trastabillando en el agujero donde antes se levantaba el Árbol Escudo. Yació aturdido, falto de resuello, y entonces unas caras sombrías, caras humanas, desfiguradas por una rabia asesina, lo rodearon. Unas manos lo sacaron sin contemplaciones del agujero; un fuerte dolor le recorrió el cuerpo y soltó un gemido. Quizá tenía un hueso roto, o tal vez los tenía rotos todos. Pero el verdadero dolor provenía de su corazón destrozado.

Los caballeros arrastraron a Silvanoshei hasta la mesa, donde el minotauro tenía posada la mano en el cuello de Mina.

—No hay pulso. Está muerta —dijo, cubiertos los labios de espuma. Se giró y apuntó con el dedo a Silvanoshei—. ¡Ahí está su asesino!

—¡No! —gritó el joven rey—. ¡La amaba! Le di mi anillo...

El minotauro cogió la mano inerte de Mina, dio un violento tirón al aro de rubíes y lo sacó del dedo. Acercó el anillo a Silvanoshei y lo sacudió delante de sus narices.

—Sí, le diste un anillo. ¡Un anillo envenenado! ¡Le diste el anillo que la mató!

De uno de los rubíes sobresalía una aguja minúscula, en la que brillaba una gotita de sangre.

—La aguja funciona con un resorte —anunció el minotauro, que ahora sostenía en alto la joya para que la vieran todos—. Cuando la víctima toca el anillo o lo gira sobre su dedo, se activa el mecanismo de la aguja y se clava en la carne, descargando el mortal veneno en la corriente sanguínea. Apuesto —añadió, sombrío—, que descubriremos que el veneno es de una clase cuyo uso es bien conocido para los elfos.

—Yo no lo hice... —gritó Silvanoshei, ahogado por la pena—. Fue el anillo... Yo no podría...

La lengua se le quedó pegada al paladar. Volvió a ver a Samar en sus aposentos. Samar, que conocía todos los pasadizos secretos de palacio. Samar, que había intentado obligarlo a huir, que no había ocultado su odio y su desconfianza hacia Mina. Sin embargo, la nota había sido escrita por la mano de una mujer. Su madre...

Un puñetazo, propinado por el minotauro, lo lanzó hacia atrás, pero en realidad Silvanoshei no lo sintió a pesar de que le rompió la mandíbula. El verdadero golpe era la certeza de su culpabilidad. Amaba a Mina y la había matado.

El siguiente puñetazo del minotauro lo sumió en la negrura de la inconsciencia.

11

El despertar

Las estrellas se apagaron lentamente con la llegada del amanecer, cada una de ellas un reluciente puntito de fuego sofocado por el fuego más intenso del sol de Krynn. El alba no llevó esperanza alguna a las gentes de Silvanost. Habían pasado un día y una noche desde la muerte de Mina. Por orden del general Dogah, la ciudad había sido acordonada y sus puertas cerradas. A los habitantes se les advirtió que permanecieran en sus casas por su propia seguridad, y los elfos obedecieron de buena gana. Las patrullas recorrían las calles, y los únicos sonidos que se oían eran el rítmico ruido de pasos de pies calzados con botas y alguna que otra orden seca de un oficial.

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