Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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Su ministro de protocolo malgastó dos de esas veinticuatro horas intentando convencer con protestas a su majestad de que tal hazaña era de todo punto imposible. Su majestad se mostró inflexible, de modo que el ministro no tuvo más remedio que darse por vencido, completamente desesperado, y salir a todo correr a reunir a su personal.

Se llevó la invitación a Mina, que la aceptó en su nombre y en el de sus oficiales. El ministro estaba horrorizado; los elfos no habían tenido intención de invitar a los oficiales de los Caballeros de Neraka. Ni siquiera los silvanestis más longevos guardaban memoria de que ningún elfo hubiese compartido una comida con un humano en suelo silvanesti. Pero Mina era diferente; habían empezado a considerarla como una de ellos. Entre sus seguidores, corrían rumores de que por sus venas circulaba sangre elfa, olvidando por completo el hecho de que era comandante del ejército de los Caballeros de Neraka. Mina fomentaba esos rumores al no aparecer jamás en público con su armadura negra, sino vestida siempre con ropas de un blanco plateado.

El asunto de los invitados humanos levantó polémica. El ayudante del ministro de protocolo mantenía que durante la Guerra de la Lanza, cuando la hija de Lorac — que era Alhana Starbreeze, pero como se trataba de una elfa oscura su nombre no podía pronunciarse, de manera que se referían de ese modo a ella— regresó a Silvanost había llevado consigo a varios compañeros humanos. No se tenía constancia de si habían comido o no durante su permanencia en suelo silvanesti, pero era de suponer que lo habían hecho. Así pues, existía un precedente. El ministro de protocolo hizo notar que tal vez hubiesen comido, pero, de ser así, tuvo que ser una comida informal debido a las desgraciadas circunstancias del momento. En consecuencia, esa comida no contaba.

En cuanto a la idea de que el minotauro compartiera mesa con los elfos, quedaba completamente descartada.

Muy nervioso, el ministro insinuó a Mina que sus oficiales se aburrirían con los procedimientos, que les resultarían largos y tediosos, en especial habida cuenta de que ninguno de ellos hablaba el idioma elfo. No les gustaría la comida, no les gustaría el vino. El ministro estaba seguro de que sus oficiales se sentirían mucho más felices cenando como solían hacer, en su campamento, fuera de las murallas de Silvanost. Su majestad enviaría viandas, vino y todo lo demás.

—Mis oficiales asistirán, o yo no iré —le contestó la joven.

Ante la idea de transmitir ese mensaje a su majestad, el ministro decidió que tomar la cena con los humanos sería menos traumático. Asistirían todos: el general Dogah, el capitán Samuval, el minotauro Galdar y los caballeros de Mina. Al ministro no le quedó más que esperar fervientemente que el minotauro no sorbiese la sopa.

Su majestad estaba de un humor excelente, y su alegría contagió a todos los que trabajaban en palacio. Tanto el cuerpo de servicio como el resto del personal sentían afecto por Silvanoshei; habían notado su aspecto desmejorado y les inquietaba su salud, de modo que se sintieron muy complacidos al advertir el cambio operado en él, sin plantearse nada más. Si un banquete lo sacaba de su abatimiento, entonces darían el festín más espléndido que jamás se había visto en Silvanost.

Kiryn no se sentía tan complacido por el cambio, ya que lo veía con inquietud. Sólo él notó que en la alegría de Silvanoshei había algo de frenético, que el color de sus mejillas no era el tono sonrosado de la salud, sino que parecía grabado a fuego en la pálida tez. No podía preguntarle al rey, puesto que estaba inmerso en los preparativos del gran acontecimiento, supervisando cada detalle para asegurarse de que todo fuera perfecto, eligiendo personalmente las flores que adornarían la mesa. Afirmaba que no tenía tiempo para charlar.

—Ya verás, primo —le dijo a Kiryn, haciendo un breve alto en su ir y venir a todo correr para cogerle la mano y apretársela—. Ella me ama. Ya lo verás.

A la única conclusión que pudo llegar Kiryn era que Silvanoshei y Mina habían estado en contacto y que ella lo había tranquilizado devolviéndole de algún modo la certeza de que lo quería. Ésa era la única explicación del cambio de comportamiento de Silvanoshei, aunque pensando bien todo lo que Mina había dicho la víspera, le resultaba difícil creer que aquellas palabras crueles hubiesen sido una comedia. Sin embargo, era humana, y a los humanos no había quien los entendiese.

Incluso los banquetes reales siempre se celebraban al aire libre, a medianoche, bajo las estrellas. En los viejos tiempos, antes de la Guerra de la Lanza, antes de la llegada de Cyan Bloodbane y la aparición de la pesadilla, hileras e hileras de mesas se instalaban en los jardines de la Torre para acomodar a todos los elfos de la Casa Real. Muchos nobles habían muerto combatiendo la pesadilla. Muchos otros habían perecido, víctimas de la enfermedad consumidora provocada por el escudo. De los que habían sobrevivido, la mayoría rechazó la invitación, una terrible afrenta al joven rey. Es decir, lo habría sido si Silvanoshei le hubiese dado importancia. Se limitó a decir, entre risas, que no echaría de menos a los viejos necios. Tal como estaban las cosas, sólo hicieron falta dos largas hileras de mesas, y los elfos mayores de la Casa de la Servidumbre, que recordaban la pasada gloria de Silvanesti, lloraron mientras pulían la delicada plata y colocaban los platos de porcelana finísima sobre los manteles de delicado encaje.

Silvanoshei estaba vestido y preparado mucho antes de la medianoche. Le pareció que las horas previas al banquete pasaban como si fuesen montadas en caracoles por lo lentas que transcurrieron. Le preocupaba que todo no estuviese perfecto, aunque había ido a comprobar el arreglo de las mesas ocho veces y no fue tarea fácil convencerlo para que no lo hiciese una novena. El sonido discordante de los músicos que afinaban sus instrumentos le pareció la música más dulce, ya que significaba que sólo faltaba una hora. Amenazó con dar un revés al ministro de protocolo, que dijo que de ningún modo el rey podía hacer su regia aparición hasta que no hubiesen entrado todos los invitados. Silvanoshei fue el primero en llegar y encantó y apabulló a sus invitados al darles la bienvenida personalmente.

Llevaba el anillo de rubíes en una cajita enjoyada, dentro de una bolsa de terciopelo, que guardaba bajo el jubón azul y la camisa de seda blanca. Comprobaba constantemente si la caja seguía en su sitio, poniendo la mano sobre su pecho tan a menudo que algunos de los invitados se fijaron y se preguntaron inquietos si su joven monarca sufriría alguna dolencia cardiaca. Sin embargo, no habían visto a su majestad tan jubiloso desde su coronación, y no tardaron en contagiarse de su alegría y olvidaron sus temores.

Cuando Mina llegó, a medianoche, su júbilo fue completo. La joven llevaba un vestido de seda blanca, sencillo, sin adornos. La única joya que lucía era el colgante que llevaba siempre, un disco liso, sin decoraciones ni grabados. También ella se mostraba muy animada; saludó por su nombre a los elfos que conocía y aceptó gentilmente sus bendiciones y agradecimiento por los milagros que había realizado. Era tan esbelta como cualquier doncella elfa y casi igual de hermosa, a decir de los elfos jóvenes, lo que, viniendo de esta raza, era un gran cumplido que rara vez se hacía a una humana.

—Agradezco el honor que me hacéis esta noche, majestad —dijo Mina cuando se acercó para inclinarse ante Silvanoshei.

Él no le dejó que hiciera reverencia alguna; la cogió de la mano y la hizo levantarse.

—Ojalá hubiese tenido más tiempo para prepararlo mejor. Algún día verás una verdadera celebración elfa. —«Nuestra boda», entonó su corazón.

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