Margaret Weis - El río de los muertos

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El río de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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Fuera de Silvanost, en el campamento de los Caballeros de Neraka, los tres oficiales superiores llegaron ante la que había sido la tienda de mando de Mina. Habían acordado una reunión al amanecer y casi era la hora. Llegaron al mismo tiempo y se miraron entre sí incómodos, con irresolución. Ninguno quería entrar en la tienda vacía, donde aún seguía vivo el recuerdo de la muchacha. Ella estaba presente en cada objeto, y esa presencia sólo hacía más tangible su ausencia. Finalmente, Dogah, sombrío el semblante, apartó la lona de la puerta y entró. Lo siguió Samuval y por último Galdar.

Dentro de la tienda, el capitán Samuval encendió una lámpara de aceite, ya que las sombras de la noche todavía anidaban en el interior. Los tres miraron en derredor con gesto taciturno. Aunque Mina se había instalado en palacio, prefería vivir y trabajar entre sus tropas. La tienda de mando original y unos cuantos muebles se habían perdido mientras huían de los ogros. Esta tienda era de manufactura elfa, con colores alegres. Los humanos consideraban que parecía más apropiada para arlequines que para militares, pero, aunque a regañadientes, les impresionaba el hecho de que era muy ligera, fácil de guardar y de montar, y protegía de los elementos mucho mejor que las tiendas suministradas por los caballeros oscuros.

Estaba amueblada con una mesa, tomada prestada de palacio, varias sillas y un catre, ya que Mina se quedaba a dormir allí a veces, cuando trabajaba hasta muy tarde. Nadie había entrado en la tienda desde el banquete, no se habían tocado sus pertenencias. Un mapa, con anotaciones hechas por ella, seguía extendido sobre la mesa. Pequeños tacos cuadrados y triangulares indicaban movimientos de tropas. Galdar le echó una ojeada falta de interés, creyendo que era un mapa de Silvanesti. Al darse cuenta de su error, suspiró y sacudió la astada cabeza. Una abollada taza de hojalata, medio llena de oscuro té, sujetaba la esquina oriental del mundo. Una vela apagada sostenía la parte noroeste. Había estado trabajando hasta la hora de ir al banquete. Un churrete de cera derretida se había deslizado por el costado de la vela y se había derramado sobre el Nuevo Mar. Un gruñido sordo retumbó en el pecho de Galdar, que se frotó el hocico y apartó la vista.

—¿Qué es eso? —preguntó Samuval mientras se acercaba para echar una ojeada al mapa—. Que me condene —exclamó al cabo de un momento—. Solamnia. Parece que nos aguarda una larga marcha.

—¡Marcha! —El minotauro frunció el entrecejo—. Mina está muerta. Le toqué el cuello para sentir el pulso, pero no le latía. ¡Creo que algo salió mal!

—¡Chitón! Los guardias —advirtió Samuval mientras dirigía un vistazo hacia la lona de la entrada. La había cerrado, pero fuera montaban guardia dos soldados.

—Diles que se retiren —indicó Dogah.

Samuval se dirigió a la salida y asomó la cabeza al exterior.

—Presentaos en la tienda comedor y regresad dentro de una hora.

Se quedó parado un momento para mirar la tienda que había junto a la de mando. Era en la que Mina había dormido durante el singular periplo al que los había guiado, y en la que ahora yacía de cuerpo presente. Él la había tendido en el catre, vestida con su túnica blanca y los brazos contra los costados. Sus armas y armadura se habían colocado a sus pies. Las lonas de la entrada se habían recogido para que todos pudiesen verla y rendirle homenaje. Los soldados y los caballeros no sólo habían ido, sino que se habían quedado. Los que estaban libres de servicio la habían velado durante todo el día después de su muerte y durante la larga noche. Cuando el servicio les reclamaba, otros los sustituían. Los hombres guardaban silencio; nadie hablaba.

Y no era únicamente el silencio del dolor, sino de la ira. Los elfos habían matado a su Mina, y querían que pagaran por ello. Habrían destruido Silvanost la primera noche, cuando se enteraron, pero sus oficiales no se lo permitieron. Dogah, Samuval y Galdar habían pasado unas horas muy duras tras la muerte de Mina, intentando mantener la disciplina en las tropas. Sólo repitiendo una y otra vez las palabras «por orden de Mina» habían conseguido finalmente controlar a los enfurecidos soldados.

Dogah los había puesto a trabajar, ordenándoles que cortasen árboles para la pira funeraria. Los soldados, muchos de ellos llorando, habían realizado su lúgubre tarea con fiero entusiasmo, talando los árboles del bosque de Silvanesti como si estuviesen cortando a los propios elfos. Los silvanestis oyeron los gritos de muerte de sus árboles —los bosques de Silvanesti jamás habían sentido la hoja de un hacha— y sintieron una gran congoja al tiempo que temblaban de miedo. Los soldados habían trabajado todo el día y toda la noche previos, de manera que la pira ya estaba casi lista. Pero lista ¿para qué? Los tres oficiales no lo tenían muy claro.

Tomaron asiento alrededor de la mesa. Fuera, el campamento resonaba con los golpes de hachas y los gritos de los hombres que arrastraban los gigantescos troncos hacia la creciente pira, situada en el centro del campo en el que el ejército elfo había derrotado a las tropas de Mina y que, sin embargo, al final, había caído ante su poder. El ruido tenía un carácter extraño; no sonaban risas ni bromas, no se entonaban cantos de trabajo. Los hombres llevaban a cabo su tarea en un lúgubre silencio.

Dogah enrolló el mapa y lo retiró de la mesa. Era un humano de semblante severo, barbudo, de unos cuarenta años, de baja estatura, que parecía tan ancho como alto. No era corpulento, sino fornido, con enormes hombros y cuello de toro. Su negra barba era tan espesa y rizada como la de un enano, y esto, junto con su corta estatura, había dado pie a que entre sus tropas se le conociera por el apodo de Enano Dogah. No tenía ningún parentesco con los miembros de esa raza, ni en la forma ni en el fondo, como se apresuraba a manifestar, recalcándolo con sus puños, si alguien se atrevía a sugerir tal cosa. Era definitivamente humano, y había sido miembro de los Caballeros de Neraka durante veinte de sus cuarenta años.

Técnicamente era el oficial de mayor rango entre ellos, pero al ser el miembro más reciente del grupo de mandos de Mina se encontraba en cierta desventaja, ya que ni sus oficiales ni sus tropas lo conocían y habían desconfiado de él nada más verlo. También Dogah había recelado de ellos y, en particular, de esa mocosa advenediza que, según descubrió con gran conmoción y mayor indignación, le había enviado órdenes falsificadas, conduciéndolo a Silvanesti en lo que al principio parecía una misión de kender.

Había llegado a la frontera con varios miles de soldados sólo para descubrir que el escudo seguía alzado y le cerraba el paso. Los exploradores habían informado que un gran ejército de ogros se estaba congregando, listo para descargar un golpe mortal a los caballeros negros que habían robado sus tierras. Dogah y sus fuerzas se habían encontrado atrapados; no podían retroceder, ya que eso habría supuesto atravesar de nuevo territorio ogro, y tampoco podían avanzar. Dogah había maldecido el nombre de Mina clamorosa y ferozmente. Y entonces el escudo había caído.

El informe lo había dejado estupefacto, y había ido a verlo personalmente, con incredulidad. Era reacio a cruzar la frontera, temiendo que los guerreros elfos apareciesen de repente, tan numerosos como el polvo de la vegetación muerta que alfombraba el suelo, y cayeran sobre ellos. Pero, al otro lado, montado a caballo y agitando una mano, apareció uno de los caballeros de Mina.

«¡Mina os da la bienvenida, general Dogah! —había saludado el caballero—. El ejército elfo se encuentra en Silvanost y los soldados están considerablemente debilitados tanto por la batalla con el dragón Cyan Bloodbane como por el efecto consumidor del escudo. No significan ninguna amenaza para vuestras tropas. Podéis avanzar sin peligro.»

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