Margaret Weis - El río de los muertos

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Una fuerza misteriosa tiene sometido a todo Krynn. Una joven, protegida por su regimiento de caballeros negros, invoca el poder de un dios desconocido para que su ejército salga victorioso de todas las batallas. Los espíritus de los muertos roban la magia a los vivos. La hembra de dragón Beryl amenaza con destruir la amada tierra de los elfos.
En medio del caos, un puñado de héroes valientes y generosos lucha contra un poder inmortal que parece desbaratar todos sus planes. La creciente oscuridad amenaza con sumergir en su negrura toda esperanza, toda fe, toda luz.
La guerra de los espíritus prosigue.

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A pesar de las dudas que albergaba, Dogah había cruzado la frontera, con la mano sobre la empuñadura de la espada, esperando en cualquier momento una emboscada de un millar de orejas puntiagudas. Su ejército no había encontrado resistencia alguna. Los elfos con los que toparon fueron capturados con facilidad y al principio ejecutados, pero después se los había enviado a lord Targonne, siguiendo las órdenes de su señoría.

A pesar de todo, Dogah no había bajado la guardia, y sus tropas permanecieron alertas y nerviosas. Aún quedaba la ciudad de Silvanost. Entonces llegó el sorprendente informe de que la ciudad había caído a manos de unos pocos soldados. Mina había entrado triunfante y estaba instalada en la Torre de las Estrellas. Esperaba la llegada de Dogah con impaciencia y le pedía que se apresurara.

Sólo cuando Dogah entró en la ciudad y recorrió sus calles impunemente se convenció de que los Caballeros de Neraka habían conquistado el reino elfo de Silvanesti. La enormidad de tal hazaña lo abrumó. Los caballeros negros habían realizado lo que ninguna fuerza militar en la historia había sido capaz de hacer, ni siquiera los grandes ejércitos de Takhisis durante la Guerra de la Lanza. A decir verdad, no había creído que la muchacha fuese la persona responsable de tal proeza. Había imaginado que en realidad era algún oficial mayor y más experto el que tenía el mando, utilizando a la chica como fachada para tener contentas a las tropas.

Dogah había descubierto su error inmediatamente, en cuanto la vio. Observando con atención, había visto que todos los oficiales acataban a la muchacha. Y no sólo eso, sino que la miraban con un respeto que rayaba en la adoración. Sus suaves palabras eran órdenes. Sus órdenes se obedecían al punto y sin preguntas. Dogah había estado preparado para respetarla, pero tras encontrarse unos minutos en su presencia se sintió encantado y sobrecogido. Se había unido de todo corazón a las filas de los que la adoraban. Cuando miró los ambarinos ojos de Mina, se había sentido orgulloso y complacido al ver en ellos una minúscula imagen de sí mismo.

Esos ojos estaban cerrados ahora; el cálido fuego que iluminaba el ámbar se había apagado.

—Insisto en que algo ha salido mal —siseó Galdar, que se había inclinado sobre la mesa. Volvió a sentarse erguido, fruncido el entrecejo. Profundas arrugas se marcaban en el pelaje que cubría su rostro—. Parece muerta. Su tacto es de estar muerta. Tiene fría la piel. No respira.

—Nos dijo que el veneno tendría esos efectos —repitió, irritado, Samuval. El hecho de que estuviese irritado era una clara señal de su nerviosismo.

—No alcéis la voz —ordenó Dogah.

—Nadie puede oírnos con ese ruido infernal —replicó Samuval, refiriéndose al golpeteo de las hachas.

—Aun así, es mejor no correr riesgos. Somos los únicos que sabemos el secreto de Mina, y debemos guardarlo como le prometimos. Si se descubriera, la noticia se extendería como un incendio en las praderas en la estación seca, y lo echaría a rodar todo. El dolor de los soldados debe parecer real.

—Quizá son más listos que nosotros —rezongó Galdar—. Quizá saben la verdad y los que nos engañamos somos nosotros.

—¿Y qué sugieres que hagamos, minotauro? —demandó Dogah, con las oscuras cejas formando un trazo recto sobre la ancha nariz—. ¿Desobedecerla?

—Aunque esté... —empezó Samuval, e hizo una pausa, reacio a pronunciar la aciaga palabra—. Aun en el caso de que algo haya salido mal —rectificó—, esas órdenes serían las últimas que nos habría dado. Yo, por lo menos, las obedeceré.

—Y yo —abundó Dogah.

—No la desobedeceré —dijo Galdar, eligiendo cuidadosamente sus palabras—, pero, afrontémoslo, sus instrucciones están supeditadas a cierto suceso y, hasta el momento, su predicción no se ha cumplido.

—Pronosticó un atentado contra su vida —argüyó el capitán Samuval—. Anuncio que el estúpido elfo sería el instrumento. Ambas cosas han ocurrido.

—Sin embargo, no vaticinó el uso de un anillo que inoculaba veneno —adujo Galdar con voz ronca—. Visteis la aguja. Visteis que le pinchó la piel.

Tamborileó los dedos sobre la mesa mientras miraba a sus compañeros estrechando los ojos. Tenía algo en mente, algo desagradable a juzgar por su ceño, pero parecía dudar si decirlo o no.

—Vamos, Galdar —instó Samuval por fin—. Suéltalo de una vez.

—De acuerdo. —El minotauro miró alternativamente al uno y al otro—. Ambos la habéis oído decir que incluso los muertos sirven al Único.

Dogah rebulló intranquilo en la silla, que crujió bajo su peso, y Samuval hurgó con la uña la cera derretida de la vela, pero ninguno de ellos respondió.

—Prometió que el Único frustraría la tentativa de sus enemigos —continuó Galdar—, pero no prometió que volveríamos a verla viva...

—Saludos, tienda de mando —gritó una voz—. Traigo un mensaje de lord Targonne. Pido permiso para entrar.

Los tres oficiales intercambiaron miradas. Dogah se levantó presuroso y desató las lonas de la puerta para dar paso al mensajero. Éste llevaba la armadura de jinete de dragones e iba cubierto de polvo. Tras saludar, entregó a Dogah un estuche de pergaminos.

—No requiere respuesta, milord —aclaró el mensajero.

—De acuerdo, puedes retirarte. —Dogah miró el sello del estuche y de nuevo intercambió una mirada con sus compañeros.

Cuando el mensajero se hubo ido, Dogah rompió el sello con un golpe seco contra la mesa. Los otros dos aguardaron expectantes mientras abría el estuche y sacaba el pergamino. Desenrolló el papel, le echó una ojeada y luego alzó la vista de la hoja; en sus ojos había un brillo de triunfo.

—Va a venir —dijo—. Mina tenía razón.

—Alabado sea el Único —exclamó el capitán Samuval, que soltó un suspiro de alivio y le dio un codazo a Galdar—. ¿Qué dices ahora, amigo?

El minotauro se encogió de hombros y asintió sin decir palabra. Cuando los otros dos se hubieron marchado, llamando a voces a sus ayudantes y dando órdenes de disponerlo todo para la llegada de su señoría, Galdar se quedó solo en la tienda donde persistía el espíritu de Mina.

—Cuando toque tu mano y sienta tu carne cálida de nuevo, entonces alabaré al Único —le susurró—. Pero no antes.

Hacía más o menos una hora que había amanecido cuando lord Targonne llegó, acompañado por seis escoltas. Su señoría montaba un Dragón Azul, al igual que los otros. A diferencia de muchos altos mandos de los Caballeros de Neraka, Targonne no tenía un dragón a su servicio exclusivo, sino que prefería utilizar cualquiera de los establos. Esto reducía los gastos de su propio bolsillo, o eso era lo que siempre argumentaba. En realidad, si hubiese querido tener su propio dragón lo habría hecho y habría cargado el coste de mantenimiento y alimentación a los cofres de la caballería. La verdadera razón era que no lo tenía porque ni le gustaban ni confiaba en los grandes reptiles. Quizá se debía a que, como mentalista, Targonne sabía perfectamente que el desagrado y la desconfianza eran mutuos.

No le hacía gracia volar a lomos de un reptil y lo evitaba siempre que podía, prefiriendo hacer los viajes a caballo. En aquella ocasión, sin embargo, cuanto antes se consumiera en llamas esa molesta chica, mejor, y con tal de que fuera así Targonne estaba dispuesto a sacrificar su comodidad. Se había hecho acompañar por otros jinetes de dragones no porque quisiera alardear ni por temor a un ataque, sino porque estaba convencido de que su dragón iba a hacer algo para ponerlo en peligro, ya fuera metérsele en la cabeza hacer un picado, o provocar que le cayese un rayo encima o tirarlo al vacío a propósito. Quería una escolta de jinetes para que pudieran rescatarle.

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