Fuera de la tienda, los tres oficiales conferenciaban.
—¿Qué crees que está haciendo ahí dentro? —preguntó Samuval.
—Revolviendo en las cosas de Mina —repuso Galdar a la par que lanzaba una mirada funesta a la tienda de mando.
—Para lo que le va a servir —comentó Dogah.
Los tres intercambiaron una mirada, incómodos.
—Esto no va como se planeó. ¿Qué hacemos ahora? —demandó el minotauro.
—Lo que le prometimos a ella que haríamos —contestó ásperamente Dogah—. Prepararnos para el funeral.
—¡Pero no se suponía que se llegaría a esto! —gruñó Galdar, insistente—. Es hora de que Mina ponga fin a la situación.
—Lo sé, lo sé —murmuró el general mientras echaba una ojeada sombría a la tienda donde yacía Mina, pálida e inmóvil—. Pero no lo ha hecho y no tenemos más opción que seguir adelante con ello.
—Podríamos retrasar la ceremonia —sugirió Samuval, que se mordía el labio inferior, pensativo—. Podríamos inventar alguna excusa...
—Caballeros. —Lord Targonne asomó en la entrada de la tienda—. Me pareció oíros hablando aquí fuera. Creo que tenéis que ocuparos de ciertas tareas relacionadas con el funeral, así que no es momento de entretenerse con charlas. Sólo vuelo de día, jamás cuando ha oscurecido. He de partir esta tarde, ya que no puedo quedarme más tiempo holgazaneando por aquí, de modo que espero que la ceremonia se lleve a cabo a mediodía, como estaba previsto. Ah, por cierto —añadió, volviendo a sacar la cabeza de la tienda—, si creéis que habrá problemas para encender la pira, os recuerdo que tengo siete Dragones Azules a mis órdenes que estarían encantados de prestaros ayuda.
Desapareció tras la lona de la entrada, dejando a los tres oficiales mirándose entre sí con inquietud.
—Ve y tráela, Galdar —dijo Dogah.
—No tendrás intención de ponerla sobre esa pira, ¿verdad? —siseó el minotauro entre los dientes apretados—. ¡No! ¡Me niego!
—Ya has oído a Targonne, Galdar —intervino, sombrío, Samuval—. Eso era una amenaza, por si no lo has entendido. Si no le obedecemos, ¡la pira funeraria no será a lo único que esos condenados dragones prendan fuego!
—Escúchame, Galdar —añadió Dogah—, si no seguimos adelante con la ceremonia, Targonne ordenará a sus oficiales que lo hagan ellos. No sé qué puede haber salido mal, pero hemos de seguir hasta el final con esto. Mina lo habría querido así. Eres su segundo al mando, así que te corresponde llevarla a la pira. ¿O quieres que uno de nosotros te sustituya?
—¡No! —replicó el minotauro con un seco chasquido de dientes—. Yo la llevaré. ¡Nadie más! ¡Lo haré yo! —Parpadeó; tenía los ojos enrojecidos—. Pero sólo lo hago porque ella lo ordenó. En caso contrario, dejaría que los dragones redujeran a cenizas el mundo entero, a mí con él. Si está muerta, no veo razón para seguir viviendo.
Dentro de la tienda de mando, Targonne escuchó esa manifestación y tomó nota mental de librarse del minotauro en cuanto se le presentase la ocasión.
A paso lento y solemne, Galdar se encaminó hacia las andas funerarias llevando el cuerpo de Mina en sus brazos. Las lágrimas corrían por el rostro desolado del minotauro, que tenía la garganta tan constreñida por la congoja que no podía hablar. La cargaba acunada en sus brazos, con la cabeza recostada en el brazo derecho que ella le había restituido. Su cuerpo estaba frío y su piel tenía una palidez cadavérica, sus labios una tonalidad azulada. Los párpados cerrados ocultaban la mirada fija de unos ojos muertos.
Cuando había entrado en la tienda donde yacía el cuerpo de la joven, Galdar había intentado, subrepticiamente, hallar alguna señal de vida en ella. Acercó el brazal metálico a sus labios con la esperanza de ver el tenue vaho del aliento en el metal. Al alzarla en sus brazos había confiado en percibir el leve latido de su corazón.
Nada empañó el metal del brazal. No hubo palpitación alguna.
«Parecerá que estoy muerta —le había dicho—. Sin embargo, seguiré viva. El Único creará ese engaño para que pueda arremeter contra nuestros enemigos.»
Era lo que había dicho, pero también había afirmado que despertaría para acusar a su asesino y hacer justicia; sin embargo, allí seguía, en sus brazos, tan fría y pálida como un lirio cortado y helado en la nieve. Y él estaba a punto de poner ese delicado lirio sobre un montón de leña que ardería en una rugiente hoguera con una simple chispa.
Los caballeros de Mina formaban una guardia de honor que marchaba detrás de Galdar en el cortejo fúnebre. Vestían sus negras armaduras, lustradas hasta brillar, y llevaban las viseras de los yelmos bajadas, cada cual ocultando su dolor tras una máscara de acero. De manera espontánea, sin que se lo ordenaran sus oficiales, las tropas habían formado dos filas que iban desde la tienda hasta las andas. Soldados que la habían seguido durante semanas se alineaban codo con codo con aquellos que acababan de llegar pero que ya la adoraban. Galdar caminó lentamente entre las filas de soldados sin detenerse en ningún momento, aunque los hombres extendían las manos en un intento de tocar su cuerpo helado para una última bendición. Los más jóvenes lloraban sin rebozo. Veteranos canosos y cubiertos de cicatrices mantenían el gesto adusto y se limpiaban precipitadamente los ojos.
El capitán Samuval caminaba detrás de Galdar, llevando de las riendas al caballo de Mina, Fuego Fatuo. De acuerdo con la tradición, las botas de la joven iban colocadas en sentido contrario sobre los estribos. El brioso corcel estaba nervioso e inquieto, tal vez por la proximidad del minotauro —los dos habían creado una forzada alianza, aunque en realidad no se caían bien— o tal vez las emociones a flor de piel de los soldados afectaban al animal o quizá también él acusara la pérdida de Mina. Samuval tenía que emplearse a fondo para controlar al caballo, que resoplaba y temblaba, enseñaba los dientes, giraba los ojos hasta ponerlos en blanco y amagaba repentinas y peligrosas arremetidas contra la multitud.
El sol casi había alcanzado su cénit. El cielo tenía un extraño color azul cobalto, un cielo invernal en pleno verano, con un sol invernal que brillaba intensamente pero sin dar calor, un sol que parecía perdido en la vacía inmensidad azul. Galdar llegó al final de las filas de soldados y se detuvo frente a la enorme pira. En el suelo, a los pies del minotauro, había una litera enrollada con cuerdas. En lo alto de la pira, hombres de rostros sombríos y surcados de lágrimas esperaban para recibir a su Mina.
Galdar miró hacia la derecha. Lord Targonne estaba en posición de firmes y mostraba su máscara de pesar, seguramente la misma que había exhibido en el funeral de Mirielle Abrena. No obstante, deseaba que la ceremonia acabara y dejaba que su mirada se desviara con frecuencia hacia el sol para comprobar su avance, un recordatorio nada sutil a Galdar para que se diera prisa.
El general Dogah se encontraba a la izquierda del minotauro, y éste le lanzó una mirada elocuente.
«Tenemos que retardarlo, ganar tiempo», suplicaban sus ojos.
Dogah alzó la vista al sol, que casi se encontraba en línea vertical sobre sus cabezas. Al mirar a lo alto, Galdar vio siete Dragones Azules que volaban en círculo, mostrando un inusitado interés en el desarrollo de la ceremonia. Por norma, a los grandes reptiles les resultaba tremendamente aburrido ese tipo de actos. Los humanos eran como insectos; tenían una vida corta y frenética y, al igual que los insectos, morían continuamente. A menos que dragones y humanos hubiesen forjado un vínculo especial, a los primeros les importaba poco lo que les ocurría a los segundos. Sin embargo, ahora sobrevolaban la pira funeraria de Mina. Las sombras proyectadas por sus alas se deslizaban repetidamente sobre el rostro inmóvil de la muchacha.
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