Si el propósito de Targonne era que los dragones los intimidaran, lo había conseguido. Dogah sintió el miedo al dragón oprimiéndole el corazón, destrozado ya por la pena. Bajó la vista, capitulando. No podía hacerse nada más.
—Adelante, Galdar —ordenó con voz queda.
El minotauro se arrodilló y puso el cuerpo de Mina en las andas con extraordinaria delicadeza. Alguien, en alguna parte, había encontrado un paño de fina seda, dorada y púrpura. Seguramente robado a los elfos. Galdar colocó el cuerpo de la muchacha sobre la litera, con las manos cruzadas sobre el pecho. Luego la cubrió con el paño, como haría un padre amoroso con su hijita dormida.
—Adiós, Mina —susurró.
Medio cegado por las lágrimas que corrían sin freno por su hocico, se puso de pie e hizo un gesto feroz. Los soldados situados en lo alto de la pira tiraron de las cuerdas; éstas se tensaron y la litera empezó a subir lentamente. Al llegar arriba, los soldados la soltaron sobre el verde enramado y colocaron de nuevo el paño que cubría a la joven. Antes de bajarse de la pira, todos se agacharon para besarle la fría frente o las manos heladas.
Mina se quedó allí, sola.
El capitán Samuval hizo que Fuego Fatuo se parara al pie de la pira. El caballo, que ahora parecía darse cuenta de que lo observaban, se plantó muy quieto, con porte orgulloso y digno.
Los caballeros de Mina se reunieron alrededor de la pira; todos sostenían una antorcha encendida. Las llamas no titilaban ni se mecían, sino que ardían de manera regular; el humo ascendía recto hacia el cielo.
—Acabemos de una vez —dijo lord Targonne en tono enfadado—. ¿A qué esperáis?
—Un momento, milord —intervino Dogah, que luego alzó la voz para gritar—: ¡Traed al prisionero!
—¿Para qué lo necesitamos? —instó Targonne, que lanzó al general una mirada funesta.
«Porque así lo ordenó Mina», podría haber contestado Dogah. Sin embargo, dio la primera explicación que se le vino a la cabeza.
—Planeamos echarlo a la pira, milord.
—Ah, un holocausto. Habrá ofrenda de elfo chamuscado —comentó Targonne; soltó una risita divertida y se enfadó cuando nadie rió su chanza.
Dos guardias llegaron con el rey elfo, que había sido responsable de la muerte de Mina. El joven iba cargado de cadenas, que unían las argollas de muñecas y tobillos a una trena de hierro ceñida a la cintura y a una argolla de hierro ajustada a su cuello. Apenas podía caminar por el peso y los guardias tenían que ayudarlo. Tenía la cara magullada hasta el punto de ser casi irreconocible, con uno de los ojos cerrados por la hinchazón. Sus finas ropas estaban cubiertas de sangre.
Los guardias lo hicieron detenerse al pie de la pira. El joven alzó la cabeza y vio el cuerpo de Mina tendido en lo alto del montón de leña. Se puso tan pálido que se quedó más blanco que el cadáver; soltó un grito lastimero, desgarrado, y de repente se lanzó hacía adelante. Los guardias, creyendo que intentaba escapar, lo agarraron de manera violenta.
Sin embargo, Silvanoshei no trataba de huir. Los oyó maldecirlo y clamar que lo arrojarían al fuego, pero no le importó. Esperaba que lo hicieran; así moriría y se reuniría con ella. Se quedó con la cabeza inclinada, de manera que el largo cabello le caía sobre el rostro maltrecho.
—Ahora que hemos acabado con las demostraciones histriónicas —instó Targonne, irascible—, ¿podemos proceder?
Galdar hizo una mueca, enseñando los dientes, y apretó los enormes puños.
—Por mis barbas, ahí vienen los elfos —exclamó Dogah con incredulidad.
Mina había dado orden de que se permitiera asistir a la ceremonia a todos los elfos que quisieran hacerlo, y que no se los agobiara ni amenazara ni causara daño alguno, sino que se les diese la bienvenida en nombre del Único. Los oficiales no habían esperado que los elfos acudieran. Temiendo la venganza, se habían encerrado en sus casas, preparándose para defender sus hogares y familias o, en algunos casos, haciendo planes para huir a los bosques.
A pesar de todo, por las puertas de la ciudad salía una gran concurrencia de silvanestis, jóvenes en su mayoría, que habían sido seguidores de Mina. Llevaban flores —las que habían sobrevivido al efecto devastador del escudo— y caminaban a paso lento, marcado por una música fúnebre entonada por arpas y flautas. Los soldados humanos tenían buenas razones para ofenderse por la aparición de sus enemigos, a quienes consideraban responsables de la muerte de su amada líder. Se alzó un murmullo entre las tropas que se convirtió en un gruñido de rabia y una advertencia a los elfos de que no se acercaran.
Galdar se animó. Allí estaba la ocasión perfecta para una táctica dilatoria. Si los hombres decidían saltarse las órdenes y descargar su ira contra los elfos, los otros oficiales y él tendrían que actuar para detenerlos. Miró hacia el cielo. Los Dragones Azules no se entrometerían en una matanza de elfos. Después de que un tumulto tan grave hubiese interrumpido la ceremonia, no quedaría más remedio que posponer el funeral.
Los elfos se encaminaron hacia la pira. Las sombras de los dragones se proyectaron sobre ellos. Muchos se pusieron pálidos y temblaron; el miedo al dragón que afectaba incluso a Galdar debía de ser espantoso para esos elfos. Que ellos supieran, podían sufrir el brutal ataque de los soldados humanos, que tenían buenas razones para odiarlos. Con todo, habían acudido para rendir homenaje a la muchacha que los había sanado.
El minotauro no pudo menos que admirar su valor. Y también lo hicieron los hombres. Quizá porque Mina les había llegado al alma a todos ellos, humanos y elfos sintieron que compartían un vínculo ese día. Los silvanestis se situaron a una respetuosa distancia de la pira, como si fueran conscientes de que no tenían derecho a acercarse más. Alzaron las manos; una suave brisa sopló del este, atrapó las flores que llevaban y las transportó en una nube de fragancia hasta la pira, donde los blancos pétalos cayeron flotando alrededor del cuerpo de Mina.
La fría luz del sol iluminó la pira, el rostro de Mina, arrancó destellos del paño dorado de manera que la tela pareció arder con su propio fuego.
—¿Esperamos a alguien más? —demandó Targonne con sarcasmo—. ¿Enanos, quizá? ¿Un contingente de kenders? ¡En caso contrario, acabemos de una vez con esto, Dogah!
—Por supuesto, milord. Antes, sin embargo, comentasteis que haríais su panegírico. Como vos dijisteis, milord, las tropas apreciarían oíroslo pronunciar.
Targonne frunció el entrecejo. Se estaba poniendo más nervioso por momentos y no se explicaba por qué. Quizá se debía al modo en que esos tres oficiales lo observaban de hito en hito, el odio trasluciendo en sus ojos. Tampoco es que tal cosa fuera algo inusitado. Había muchos en Ansalon que tenían buenas razones para odiar y temer al Señor de la Noche. Lo que inquietaba a Targonne era el hecho de que no podía penetrar en sus mentes para descubrir lo que estaban pensando, lo que estaban tramando.
De pronto se sintió amenazado, y no lograba entender por qué tal cosa le producía nerviosismo. Estaba rodeado de su escolta, unos caballeros que tenían motivos para asegurarse de que siguiera vivo. Tenía siete dragones a su mando, reptiles que harían trizas a humanos y elfos por igual si el Señor de la Noche lo ordenaba. Aun así, esos argumentos no lograban erradicar la sensación de un inminente peligro.
Esa sensación lo irritaba, lo sacaba de quicio y le hacía desear no haber ido allí. Las cosas no estaban saliendo como había planeado. Había hecho el viaje para alardear de esa victoria atribuyéndose el mérito del triunfo, regodearse con la renovada adulación de oficiales y tropas. En cambio, se encontraba eclipsado por una chica muerta.
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